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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El reino de las sombras (30 page)

Jety hizo visera con la mano.

—Horemheb.

Observé con atención aquella figura que, sin previo aviso, había adquirido una gran relevancia en mi mente. Mientras observaba, se produjo una breve ceremonia entre el comité de recepción, aquel hombre enérgico y diligente y los subordinados de este, que le seguían a una respetuosa distancia mientras descendía por la pasarela. Avanzó entre la multitud, y su escolta armada con palos y bastones no dudaba en golpear a todo aquel que no se inclinaba de inmediato a su paso.

Jety, que podía pasar más inadvertido que yo entre la multitud, se fue para hablar con su hermano y ver el modo de acceder a los archivos. Tras su marcha, me quedé mirando desde el tejado para contemplar cómo aquella cabalgata de materiales y personas fluía hacia aquella ciudad sin terminar que muy pronto se vería superada por los acontecimientos. Por encima de todos nosotros, los pájaros volaban dibujando círculos en el cielo; más allá, se encontraba la infinita oposición del desierto. Pensé en mis hijas y en Tanefert. ¿Qué estarían haciendo en ese momento? ¿Preguntarían mis hijas por su padre? ¿Les habría contado su madre alguna de sus imaginativas historias? ¿O se limitarían a ir de aquí para allá, o a leer, o a ejecutar algún movimiento acrobático hasta sufrir algún accidente?

Mientras yo deliberaba sobre los imponderables de mi vida, una frágil figura emergió de uno de los tejados cercanos. Se protegió los ojos de la luz del sol y echó un vistazo a su alrededor; cuando se fijó en mí inclinó la cabeza con deferencia. Yo asentí también. No sería malo, pensé, descubrir algo más sobre ese barrio de la ciudad, porque los secretos y la información no eran solo un asunto exclusivo de palacio; también podían descubrirse muchas cosas en la más lúgubre de las chabolas. Así que pasé por encima del parapeto y eché a andar con sumo cuidado sobre los maltrechos tejados —en algunos puntos los juncos secos, entrelazados y trenzados, que formaban los tejados estaban rotos o habían desaparecido— y me reuní con la mujer que estaba en el parapeto opuesto. Su piel era más oscura que la mía; sus rasgos eran los propios de una nómada y su vestido, limpio pero pobre, estaba adornado con unas pocas baratijas de estilo tradicional. No debía de tener más de veinte años, pero el duro trabajo la hacía parecer bastante más mayor; las manos callosas, de nudosos nudillos y uñas rotas, lo dejaban bien claro. Aun así, había vida y humanidad en su sonrisa. Nos saludamos.

—Vengo de Mut —dijo a modo de presentación.

Conocía el lugar. Era un asentamiento en el desierto, al sudoeste, cerca del oasis de Dajla.

—Nunca he estado ahí, pero me gusta el vino de esa zona —dije.

Ella asintió sin añadir comentario alguno.

—¿Por qué has venido a la ciudad? —le pregunté.

—Ah. La ciudad. —Hizo visera con la mano y observó la ciudad—. Mi marido oyó por casualidad una maravillosa historia que alguien contó en el mercado, una historia acerca de la nueva capital. Por lo visto, se necesitaban obreros. Cuando llegó a casa me dijo: «Podemos escapar, hacer algo por nuestra cuenta». Yo temía dejar atrás todo lo que conocía y me interesaba y emprender un viaje tan peligroso. Habíamos oído otras historias acerca de bandas de convictos, e incluso de soldados de los sacerdotes de Amón, que robaban a los viajeros durante la noche. Pero él quería irse, ya que no teníamos posibilidades en el lugar en el que estábamos. Así pues, le entregamos todo lo que teníamos a un guía que nos garantizó un viaje seguro. Nos habló de una ciudad verde con altas torres, jardines y mucho trabajo para todos. Incluso yo me sentí hechizada por sus palabras. Nos fuimos con nuestros dos hijos pequeños. Padres, abuelos, hermanos y hermanas… a todos ellos los dejamos allí sabiendo que muy probablemente no volveríamos a verlos nunca. Éramos cinco familias las que emprendimos el viaje aquella noche.

Se detuvo durante un momento, rememorando los recuerdos de su partida.

—Viajamos durante días. Entonces, una noche, nos vimos sorprendidos y rodeados por una banda de guardias medjay. Nos obligaron a ir con ellos, también detuvieron a otros grupos de personas desesperadas que se desplazaban por toda la Tierra Roja. No éramos más que ganado. ¡Ganado!

Estiró sus maltratadas manos en un gesto de indefensión.

—Finalmente, llegamos al Gran Río. Pero toda aquella agua dulce que fluía ante mis ojos no podría haber satisfecho mi sed, el profundo anhelo que sentía por regresar a mi hogar, a mi tierra. No éramos esclavos, pero tampoco éramos libres. Los hombres y las mujeres teníamos que esperar todas las mañanas a que el supervisor y sus ayudantes llevasen a cabo la selección: quién trabajaría y comería, y quién no trabajaría y pasaría hambre. Siempre elegían a los trabajadores más fuertes, y a pesar de que los afortunados intentaban traer provisiones en secreto para los demás, gradualmente los no elegidos fueron muriendo en las mugrientas casuchas en las que nos habían dejado para que nos las arreglásemos como pudiésemos. Yo trabajo como obrera. Mis hijos mezclan el barro para construir los ladrillos que, uno a uno, van construyendo la ciudad. Mi marido es el capataz de un grupo de trabajadores. Pero su alma está amargada. Bebe. Discutimos. Y ahora…

Hizo un gesto para señalar su pie. Lo llevaba vendado.

—¿Se te ha roto?

Apartó despacio la venda de lino y me mostró los daños: había quedado machacado porque le había caído encima un bloque de piedra. La carne había adquirido varias tonalidades: azulado, carmesí y amarillento. Su forma era ahora extraña y los dedos se curvaban sobre sí mismos. Probablemente los huesos habían quedado deshechos y la carne se estaba pudriendo. Tarde o temprano perdería aquel pie.

—Con una sola pierna ya no podré ser bailarina.

Me vi tentado a interpretar su digno rostro como una parábola de sabiduría y sufrimiento. Pero lo que aprecié en él era simple desesperanza.

—Ojalá no hubiese venido aquí —prosiguió—. Pero ¿qué otra opción teníamos? Lo único que podíamos vender ya eran nuestras propias vidas. Y en este mundo, si no tienes nada que vender, mueres.

¿Qué podía hacer por esa mujer? Nuestro verde y dorado mundo, nuestra vida de casas, telas de lino y buenos vinos, se erigía sobre el trabajo invisible e ineludible de una multitud desfavorecida. No era la primera vez que pensaba en ello, por supuesto. En muchas ocasiones había podido ver la cruda realidad. Mi trabajo me había llevado a ser testigo día tras día de los efectos de la pobreza: en los crímenes provocados por la desesperación y la bebida, en particular; en la delirante exuberancia, en la indiferencia, en las tristes canciones sobre infortunios que desembocaban irremediablemente en actos de rabia y violencia.

Permanecimos sentados durante un rato, escuchando el canto de los pájaros. Parecía una broma hecha a su costa; una dulzura que jamás poseería. Pero ella cerró los ojos y lo aceptó en su interior como si se tratase de un buen vino. Compartí con ella lo único que podía ofrecerle en ese momento: un trago de agua de la jarra. Bebió unos pocos sorbos, más agradecida por el ofrecimiento que por el agua en sí. Después nos despedimos, y ella se fue cojeando por los tejados bajo el abrasador sol de la tarde.

Jety regresó al cabo de un rato. Al parecer, podríamos intentar entrar en el archivo esa misma noche. Le rondaban muchas preocupaciones y problemas: ¿cómo superaríamos la seguridad, cómo encontraríamos la información necesaria entre todos aquellos papiros, qué le sucedería a su hermano y a su familia si nos pillaban…? Pero, curiosamente, en ese tipo de situaciones soporto muy bien la presión.

—No malgastes mi tiempo con tus desasosiegos —dije—. Concéntrate en las soluciones, no en los problemas.

Eso no le gustó.

—Escúchame, Jety, hay dos cosas importantes en nuestro trabajo. Una es el conocimiento, según el cual pienso trazar nuestro plan. El otro es la improvisación, en la que incluyo la posibilidad de errores, inconvenientes, complicaciones diversas y el caos hacia el que tienden inevitablemente las cosas; en particular en nuestro trabajo. Y ahí también podríamos incluir todo lo que planeamos. Así pues, tracemos un plan, y después, si sale mal, improvisaremos una vía de escape para librarnos de los problemas.

31

Nos transformamos en un escriba de la corte y su ayudante y salimos de la casa segura. Tenía una historia preparada. Estábamos elaborando una crónica oficial sobre el reinado de Ajnatón, que presentaría el Departamento de Cultura, con ocasión de su jubileo. Tenía que ser una sorpresa, por lo que había que mantenerlo en secreto. Llevábamos con nosotros permisos de la oficina de los medjay de Ajnatón que Jety había falsificado estampando en ellos una especie de sello de aprobación de su oficina. También llevaba conmigo los papeles originales de autorización, pero no nos ayudarían a mantenernos de incógnito.

—¿Has visto a Mahu? —le pregunté a Jety.

—Estaba fuera. Calculé con precisión mi visita. Ha estado preguntando por mí.

—Lo suponía. ¿Qué cree que has estado haciendo desde que nos arrestaron tras el asesinato de Meryra?

—Ha estado demasiado ocupado para preocuparse por eso. Esa muerte ha perjudicado seriamente su prestigio, y está ansioso por encontrar al culpable. Además, sin duda debe de estar furioso por tu nueva desaparición. Creo que ese es el motivo de que quiera verme.

Hice una pausa para disfrutar de las palabras de Jety. Ante la inminencia del festival, y las crecientes tensiones relativas a la seguridad debido al asesinato de Meryra, debía de estar demasiado preocupado con los problemas inmediatos para llevar a término las amenazas que había lanzado contra mi familia.

Era un tanto extraño caminar otra vez por las calles de la ciudad. El único propósito que parecía haber caracterizado la actitud de los ciudadanos durante mis primeros días en la ciudad se diría que había cambiado. Entre las gentes se apreciaba ahora un evidente sentido de incertidumbre, rayano en la ansiedad, como si todo el mundo sintiera aprensión acerca de los inminentes acontecimientos y la llegada de tantos forasteros. Pero para nosotros eso suponía una ventaja, pues nos permitía movernos de un lado para otro sin levantar sospechas. En cualquier caso, nos cubrimos la cabeza intentando transmitir una imagen de modestia religiosa. Nadie nos prestó atención.

Nos alejamos del barrio bajo y nos encaminamos hacia el norte por la vía Real, donde el escultor Tutmosis me había llevado con su carro. Proseguimos hacia el centro urbano entre la multitud de la tarde y dejamos atrás el Pequeño Templo de Atón, asediado por los creyentes que deseaban atravesar la primera torre. Eché un rápido vistazo al patio abierto repleto de gente, con las manos alzadas hacia las muchas estatuas del rey y la reina, y hacia los rayos del sol poniente. Giramos a la derecha y pasamos junto al muro norte del templo, abriéndonos paso como pudimos entre el gentío, hasta dejar atrás la Casa de la Vida y llegar al complejo del Ministerio de Archivos. Ahora empezaba el auténtico peligro. Ahí era más fácil que nos reconociesen, entre otras cosas porque la oficina de Mahu en el cuartel de los medjay se encontraba a tan solo unos metros hacia el este.

Jety caminó con decisión por la estrecha avenida que se abría entre los altos muros, junto a las oficinas en las que se desarrollaban todo tipo de actividades. Atravesamos un portal decorado con la insignia del disco solar de Atón y accedimos a un pequeño patio. Allí nos topamos con el primer control de guardias de seguridad. Jety esgrimió el permiso frente a sus ojos y yo intenté parecer altivo y arrogante. Nos miraron con suspicacia, pero acabaron asintiendo. Íbamos ya a cruzar el patio cuando una voz imperativa nos dio el alto. Jety me miró. Se nos acercó otro guardia.

—Esta oficina no está abierta al público. —Estudió nuestro permiso—. ¿Quién ha autorizado esto?

Estaba a punto de improvisar algo para superar ese obstáculo, cuando una voz clara y fuerte dijo:

—Yo lo hice.

El joven que había hablado tenía la habitual cara seria y pálida de aquellos que evitan el contacto con la luz del sol. Se encontraba en el umbral de una de las oficinas.

—Tenían cita conmigo. He sido asignado para ofrecerles mi ayuda. Es un gran honor. ¿No sabéis que se trata de uno de los mejores escribas de nuestro tiempo?

Me señaló con el mentón. Incliné la cabeza de forma casi imperceptible para reconocer el cumplido, imitando el gesto que le había visto hacer a un escriba, admirado por su supuesto ingenio y brillantez, en una conferencia a la que me había arrastrado Tanefert. Me pasé el rato maravillándome de su pomposidad, su caro pero feo vestido y su afectada manera de hablar. El joven hizo un respetuoso gesto hacia mí para que siguiese adelante, y una vez que dejamos atrás a los guardias, me susurró al oído con voz temerosa:

—Por fortuna, ninguno de ellos sabe leer.

De ese modo superamos ese obstáculo y entramos en el edificio.

El hermano menor de Jety no podía parecerse menos a él. Era como si solo pudiese definírsele por oposición al carácter de su hermano.

—He de deciros que prefiero leer sobre estas cosas en historias baratas que tener que ayudaros a superar los controles de seguridad. ¿Tenéis idea del peligro en que nos habéis metido a todos? ¡En un momento como este!

Este último comentario lo dirigió expresamente a su hermano.

Un grupo de agentes medjay pasó a nuestro lado en el pasillo, por lo que guardamos silencio. Reconocí a uno de ellos porque lo había visto en la cacería. Sus ojos se cruzaron con los míos y mostró cierta curiosidad. Yo aparté la mirada y seguí caminando. No me atreví a volver la cabeza. Sus pasos se detuvieron durante unos segundos —¿vendría en mi busca?—, pero al poco reemprendió la marcha y el ruido de sus pasos se apagó a nuestra espalda. Seguimos adelante.

El hermano de Jety se presentó como Intef.

—Es un nombre que comparto con el Gran Heraldo de la Ciudad, aunque al contrario que a mí, a él también se le conoce como «Gran Amante», «Señor de Toda la Región del Oasis» y «Conde de Tinis», que, como bien sabréis, es Abidos —dijo abriendo la puerta con una floritura.

Le seguimos al interior de una amplia sala con muchos estantes de madera y con un buen puñado de escritorios tras los que se sentaban hombres que estudiaban documentos a la última luz de la tarde, que penetraba hasta allí a través de los lucernarios. Unos pocos alzaron la cabeza para observarnos, otros estaban ya recogiendo sus cosas, sus notas y documentos, para marcharse. Me fijé en los múltiples pasillos y corredores que partían desde esa sala central. Por suerte, no había ni un solo guardia allí.

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