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Authors: Michael White

El secreto de los Medici (15 page)

Cosimo empujó una puerta chirriante y penetraron por un ancho pasillo. A derecha e izquierda se veían pequeñas cámaras oscuras. Encendió un farolillo que colgaba del extremo de un poste y se lo pasó a Niccoli. Las ratas salieron corriendo a esconderse entre las sombras, huyendo de la mancha de luz que envolvía a los viajeros.

—Bueno, no es precisamente la comodidad a la que estás habituado, Niccolò —bromeó Cosimo—, pero al menos está seco.

Mandaron a los sirvientes a dar de comer a los caballos y recoger los colchoncillos y las mantas. Dos de ellos se encargaron de vigilar durante la primera hora, mientras los demás trataron de ponerse lo más cómodos que les permitía el duro suelo de piedra. En un saliente de la pared encontraron un viejo farol, metieron un trapo empapado en aceite y lo prendieron.

Cosimo no tenía ni idea de qué hora era cuando le despertaron unos gritos procedentes del pasillo. A continuación oyó el silbido del acero junto a su oreja, al desenvainar Niccolò su espada y ponerse en pie de un brinco con un solo y fluido movimiento. En la tenue luz parda de la cámara no podía ver nada al principio, pero entonces oyó el sonido de unos resoplidos. En el umbral de la puerta apareció una cara blanca como la leche. Se trataba de uno de los centinelas.

—Lobos —dijo con voz ronca, y se desplomó de bruces. Cosimo y Niccoli se agacharon; el hombre tenía la espalda destrozada y chorreando sangre. A través de su túnica desgarrada pudieron distinguir la carne lacerada.

Antes de poder alcanzar la puerta, dos figuras negras aparecieron en el umbral. Cosimo vio fugazmente un destello de dientes blancos y una lengua roja colgando. Niccoli reaccionó a la velocidad del rayo. Se oyó el silbido del acero templado, seguido de un horrible sonido gutural cuando Niccoli encontró el pescuezo del animal atacante, lo sajó, retiró la espada y la metió por las fauces del otro lobo, clavándola en su objetivo con tal fuerza que asomó por la nuca de la bestia.

Cosimo no había desenvainado su espada y se lanzó tras Niccoli, que se abría paso en dirección a la puerta.

—¡Quedaos aquí! —gritó a los sirvientes desarmados—. Y atrancad la puerta.

Niccoli cogió la antorcha del soporte y salió al pasillo. Delante había un recodo que se abría a un pasadizo que conducía al exterior. Niccoli fue en cabeza, avanzando en silencio, con la espalda apoyada contra la fría pared de piedra. Se asomó a mirar al llegar a la esquina y se abalanzó hacia delante.

El otro centinela estaba muerto, tendido en el suelo boca arriba con las piernas abiertas. A un metro de distancia había un brazo medio devorado. El muerto tenía encima un lobo que le estaba arrancando la cara a dentelladas. Cuando Niccoli apareció, el animal levantó la vista. Tenía los ojos amarillos y la pelambre manchada de sangre; una cicatriz le surcaba un lado del hocico, desde el ojo hasta la mandíbula inferior. Irguió su enorme cabeza y emitió un aullido que helaba la sangre, y entonces aparecieron otros dos lobos de detrás de una columna, a su izquierda.

—¡Espalda contra espalda! —chilló Niccoli—. ¡Ahora!

Cosimo obedeció inmediatamente. Niccoli blandió la antorcha hacia delante con la mano izquierda y dibujó en el aire con ella un gran arco anaranjado. La luz del fuego arrancó un destello a su espada, en la mano derecha.

La bestia que había estado devorando al sirviente fue la primera en reaccionar. Saltó hacia delante, tirándose a por el cuello de Niccoli. No bien sus cuartos traseros hubieron despegado del suelo, una espada le asestó un fuerte golpe en la cabeza, partiéndole el cráneo en dos. El lobo se desplomó, muerto, con sus enormes zarpas extendidas sobre el suelo de piedra.

Uno de los otros lobos recibió un golpe de refilón de la espada de Cosimo. La hoja sajó la mejilla del animal, le seccionó el ojo izquierdo y le infligió un corte profundo en el morro. El lobo cayó al suelo hecho un ovillo, retorciéndose en su agonía, hasta que Cosimo dio un paso al frente y lo decapitó.

El tercer lobo, procedente de la cámara del pasillo, se había vuelto de súbito contra Cosimo. Niccoli giró sobre sí mismo justo a tiempo de ver la imagen fugaz de unos colmillos blancos y un enorme bulto negro volando por los aires. Entonces, oyó el grito agónico de Cosimo. Blandiendo la espada por encima de la cabeza, Niccoli la bajó con una precisión milimétrica y le partió la testa al animal.

Cosimo hincó una rodilla en el suelo. Le sangraba el brazo y le bajaban churretes de sudor por la cara. Niccoli arrancó lo que quedaba de la manga de su amigo, cortó un trozo de tela de su propia túnica y le vendó la herida.

—No es muy profunda. Has tenido suerte —dijo, al tiempo que ayudaba a su amigo a ponerse en pie—. Reúne a los sirvientes. Yo echaré un vistazo a los túneles.

Al poco rato, Cosimo regresó con los aterrados hombres y con las bolsas, y Niccoli les condujo al exterior, moviendo la antorcha encendida delante de él.

Dos de los caballos estaban muertos y otros dos habían desaparecido, pero a los pocos minutos encontraron a los animales que quedaban y los tranquilizaron. Se acordó que dos de los sirvientes que habían sobrevivido regresasen a pie a Florencia. El brazo de Cosimo había dejado de sangrar y para ninguno de los dos hombres tuvo sentido intentar convencer de nuevo al guardián de Fiesole de que les dejara entrar. Proseguirían el viaje hasta Borgo San Lorenzo, donde Cosimo podría recibir atención médica y donde podrían hacer balance de la situación.

Apesadumbrados, montaron como pudieron en los caballos y volvieron a la pista principal del norte, encaminándose de nuevo hacia el páramo.

Despuntaba el alba y se acercaban a la pequeña localidad de Borgo San Lorenzo. Al llegar a la puerta no encontraron obstáculo. Se demoraron sólo lo imprescindible para que limpiaran el brazo de Cosimo y se lo vendaran adecuadamente, mientras dos sirvientes con una bolsa llena de monedas salían con el encargo de buscar caballos nuevos. Antes incluso de que los habitantes del lugar comenzasen las tareas del día, los jinetes estaban de vuelta en el camino, en dirección noreste.

Continuaron el viaje siguiendo aquel camino serpenteante por el que franquearon la frontera de la Toscana y entraron en la Romagna. Cosimo se sentía extrañamente eufórico. No sentía ningún cargo de conciencia por haberse sacudido de un plumazo sus responsabilidades y haber abandonado el papel de hijo consciente de sus deberes y obligaciones. Estaba entusiasmado con el viaje, y la perspectiva de correr aventuras le llenaba de ilusión. Rememoraba las numerosas ocasiones en que había cabalgado toda la jornada en compañía de Niccolò y de Ambrogio Tommasini, de caza y cetrería por los bosques que rodeaban Florencia.

Hacía un calor abrasador, el sol brillaba en el límpido cielo azul. Una legua más allá de Borgo San Lorenzo el camino empezó a ascender hacia las montañas. Aquí y allá la senda se volvía peligrosa, con profundas quebradas a uno y otro lado. El día tocaba a su fin y las sombras eran cada vez más largas cuando al fin divisaron Brisighella, una población esparcida a lo largo de tres altas cumbres. Los pináculos descollaban entre las copas de los árboles como los huesos renegridos de un enorme monstruo muerto hacía tiempo que se hubiese enroscado y hubiese perecido en alguna época remota.

Cuando alcanzaron la posada que había en el límite de la ciudad, estaban exhaustos. Les dieron alojamiento a todos juntos en una sala, con dos colchones de paja para los nobles y un suelo de piedra para los sirvientes. Cosimo y Niccoli decidieron salir a estirar las piernas y a respirar el aire de la montaña antes de retirarse.

Brisighella era una pequeña pero próspera población a la que las cosas le habían ido especialmente bien a lo largo de la reciente etapa de turbulencias. Un siglo antes un aristócrata del lugar había erigido una torre en lo alto de la cumbre más meridional y el pueblo había crecido a su alrededor. Sobre una de las otras dos cúspides se levantaba una fortaleza, mientras que el pico más oriental acogía un santuario mariano. Había poca gente por las calles, y mientras los dos hombres atravesaban la plaza mayor y paseaban por la encantadora calle enclaustrada llamada Via degli Asini, vieron que estaban solos, con el eco de sus pisadas por toda compañía. La luna brillaba en un cielo sin nubes.

—¿Cómo te encuentras, Cosi? —preguntó Niccoli mientras paseaban lentamente por la superficie irregular de la calle, con el techo de piedra del claustro curvándose cerca de sus coronillas.

Cosimo se volvió hacia él y escrutó su rostro al resplandor de la luna.

—¿Por qué lo preguntas?

—Yo no he dejado nada atrás. Pero tú…

—Ésa era mi idea, ¿no te acuerdas, Niccolò? —Hizo una pausa para observar a una joven madre que, en el interior de una casa que tenían delante, calmaba a su hijito—. Para mi padre, lo único que existe en este mundo son el dinero y el comercio. Para mí no. Pero, en fin, tal vez la cosa vaya más allá. Tal vez esta necesidad es mi manera de negar la muerte.

—Adquirir conocimientos es una noble aspiración, pero nadie puede huir de lo inevitable.

—Puede que no. Pero es parecido al amor. Mi amor por Contessina es mi manera de desafiar a la muerte. Sé que algún día todos tendremos que convertirnos en polvo, nuestras amadas nos dejan y nos olvidan, y mueren igual que moriremos nosotros. Pero al amar a otro le plantamos cara. Buscar conocimientos, desentrañar misterios, es lo mismo, me permite a mí decir: soy un hombre, tengo un valor en este mundo.

—A mí eso me suena blasfemo.

—Puede que lo sea, pero es lo que pienso.

Habían decidido retornar a la posada por la misma calle abovedada, cuando de repente oyeron un sonido a sus espaldas. Se dieron la vuelta y vieron que se les acercaba un joven. Llevaba un jubón de cuero y botas de montar. Sobre el pecho izquierdo se veía el escudo de armas de los Medici: cinco bolas rojas sobre un escudo de oro, con dos llaves entrecruzadas en segundo término. Cosimo suspiró. El joven saludó con una rápida reverencia y extendió el brazo con un pergamino enrollado.

—Señor Cosimo, soy el capitán Vincent Oratore, de la guardia de vuestro padre. Mis excusas por molestaros a estas horas. A petición de vuestro padre, he cabalgado sin descanso desde Florencia. Mi señor os envía este mensaje. Desearía una respuesta inmediata.

Cosimo rompió el sello y leyó la carta.

Hijo mío. Estoy profundamente apenado por tus actos. Primero decidiste huir en pos de tu musa, pero lo peor fue que no consideraste necesario consultarlo conmigo. Tu madre y yo tememos enormemente por tu seguridad. Si vuelves a casa ahora mismo, olvidaré que en algún momento sucedió tal aberración. Por favor, por amor a tu madre, no nos decepciones.

Apoyándose contra el muro de piedra del claustro, Cosimo dirigió la mirada hacia los centenares de copas de olivos, sombras en la noche. El cielo estaba plagado de estrellas. Al elevar la vista hacia la cúpula del firmamento, recordó de súbito un texto que había leído, un escrito herético compuesto por un loco, sin duda. El autor hablaba de infinito, de un espacio que se desplegaba y se desplegaba sin fin, de que las estrellas eran soles como el nuestro, soles tan lejanos que a nuestros ojos sólo parecían puntitos de luz, un universo inacabable, infinito. Contra toda lógica, le agradó esa idea. Quería ser un pececillo en un gran estanque, le permitía espacio para crecer. Se volvió hacia el capitán Oratore sabiendo exactamente la respuesta que enviaría a su padre.

Capítulo 15

Venecia, en la actualidad

Edie y Jeff se encontraban desayunando tarde en el apartamento de Jeff. Maria tenía el día libre y Rose se había negado a salir de su habitación en toda la mañana. Jeff casi no la había visto desde que volvió de casa de Roberto. Estaban rebañando el plato tras un desayuno a la inglesa en toda regla cuando sonó el teléfono.

—He caído en la cuenta a primera hora de la mañana —dijo Roberto—, es preciso que ampliemos un tanto nuestras miras. Quienquiera que fuese el que mató a Antonio y trató de secuestrarnos, va tras la misma pista que nosotros. Tenemos que adoptar un punto de vista totalmente diferente. ¿El tipo aquel que fue a verte…?

—¿Mario Sporani? Me había olvidado de él, y le prometí que le haría una visita en su hotel. Se aloja en el Becher.

Edie alzó la vista al oír el nombre de Sporani e interrogó a Jeff con la mirada.

—¿Nos vemos allí?

—No, no puedo, Roberto. Le prometí a Rose…

—Es verdad, Jeff. Y yo no quiero entrometerme entre un padre y su hija. ¿Edie está levantada?

—Sí. Te la paso.

—Hola.

—Buenos días. Supongo que estarás muy descansada, ¿me equivoco?

Edie se rió.

—He dormido como los muertos de San Michele.

—A punto estuvimos de acabar allí de verdad —replicó Roberto—. Bueno, ¿qué te apetece? ¿Patear museos y galerías con Jeff, o venir conmigo a seguir las líneas de investigación y darnos un homenaje en el Gritti cuando nos hayamos cansado de hacer de sabuesos?

—Tendré que pensármelo —dijo Edie, e hizo una mueca a Jeff, que estaba poniendo los ojos en blanco.

El mal humor de Rose de la tarde anterior no se había aligerado. Mientras cruzaban la Plaza de San Marcos, Jeff podía percibir el peso de su resentimiento mudo, pero no sabía qué hacer para que dijera algo. Su primera parada fue la basílica de San Marcos, a poca distancia andando desde el apartamento. Rose había estado antes allí, pero cuando era demasiado pequeña como para apreciar el lugar. Ahora las cosas eran diferentes: Rose parecía haber madurado diez años en los últimos dos y, no por primera vez, Jeff se estremeció al pensar en el daño que podía haberle producido la guerra de la separación de sus padres. Observándola mientras ella contemplaba enfurruñada las tumbas y el espléndido techo abovedado, empezó a comprender a qué se debía todo ese mal humor. Había estado bien hasta que Edie había aparecido; pero era imposible que Rose pensase… Era muy fácil creer que su hija estaba bien y que se las había arreglado para manejar con brillantez el trauma de los últimos años, pero ¿cómo podía saberlo de verdad? Todos guardamos algún secreto dolor. ¿Por qué iba Rose a ser diferente?

Ante el altar, observaron detenidamente la ornamentada piedra labrada y los fabulosos mosaicos que narraban el robo, en el siglo IX, del cuerpo de san Marcos por unos mercaderes venecianos, que lo habían llevado desde Alejandría a la ciudad.

—Esta basílica se construyó especialmente para albergar los huesos del santo —dijo Jeff, intentando despertar su interés.

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