Read El secreto del universo Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

El secreto del universo (35 page)

Para decirlo lo más brevemente posible: los negros de América han vivido en una subcultura especialmente creada para ellos, sobre todo por obra de los blancos, en la que se les ha confinado fundamentalmente por obra de los blancos. Los valores de esa subcultura se consideran inferiores, por definición, a los de la cultura dominante, de forma que está previsto que el CI de los negros sea inferior; este CI inferior se utiliza luego como excusa para perpetuar las mismas condiciones que lo han provocado. ¿Razonamiento en círculo? Por supuesto.

Pero tampoco quiero convertirme en un tirano intelectual ni empeñarme en que todo lo que digo tiene que ser cierto.

Supongamos que estoy equivocado; que
existe
una definición objetiva de la inteligencia, que
es posible
medirla con precisión y que los negros
efectivamente
tienen coeficientes de inteligencia más bajos que los blancos por término medio, y no a causa de las diferencias culturales, sino de una inferioridad intelectual innata y biológica. Y ¿qué? ¿Cómo tendrían que tratar los blancos a los negros?

Es una pregunta de difícil respuesta, pero quizá lleguemos a algún lado si suponemos lo contrario. ¿Y si las pruebas demuestran, ante nuestro mayor o menor asombro, que los negros tienen por término medio un CI
superior
al de los blancos?

¿Cómo deberíamos tratarlos
entonces?
¿Tendríamos que concederles doble voto? ¿Darles un trato preferencial a la hora de ocupar empleos, especialmente en el Gobierno? ¿Ofrecerles los mejores asientos en el autobús y en los teatros? ¿Servicios más limpios que los de los blancos y sueldos medios más elevados?

Estoy
bastante
seguro de que la respuesta a cada una de estas propuestas y a otras similares seria una rotunda y enérgica negativa seguida de un juramento. Tengo la impresión de que si se informara que los negros tienen coeficientes más altos que los blancos, la mayoría de los blancos sostendrían con considerable ardor que es imposible medir el CI con precisión y que, de ser posible, eso no significaría nada, que una persona es una persona sin importar la instrucción, la educación esmerada, las grandes palabras, y qué demonios, en realidad lo único que hace falta es el vulgar sentido común, que en los viejos Estados Unidos todos los hombres son iguales, y que esos malditos profesores rojillos podían meterse sus coeficientes…

Bien, si estamos dispuestos a ignorar el CI cuando somos
nosotros
los que estamos en el punto más bajo de la escala, ¿por qué prestarle una atención tan religiosa cuando son
ellos
los que están allí?

Pero esperen un momento. Es posible que me vuelva a equivocar. ¿Cómo podría yo saber cuál sería la reacción de las clases dominantes ante una minoría de CI elevado? Después de todo, nosotros
respetamos
a los intelectuales y profesores hasta cierto punto, ¿verdad? Y además, estamos hablando de minorías oprimidas, y una minoría con un CI alto en primer lugar no estaría oprimida, de manera que la situación artificial creada por mi al imaginar qué ocurriría si los negros obtuvieran una puntuación alta es totalmente inconsistente, y no merece la pena rebatir mis argumentos.

¿De veras? Pensemos en los judíos, que llevan dos milenios aguantando la lluvia de palos que les caía encima cada vez que los gentiles se sentían aburridos. ¿Se debe esto a que los judíos, como grupo cultural, tienen un CI bajo?… La verdad es que
nunca
he oído a nadie defender ese punto de vista, por muy antisemita que fuera.

Yo personalmente no creo que los judíos, considerados como grupo, tengan un CI especialmente alto. A lo largo de mi vida he conocido a un número enorme de judíos estúpidos. Pero los antisemitas no comparten esta opinión; su estereotipo de los judíos incluye la posesión de una inteligencia gigantesca y peligrosa. Aunque no lleguen ni al 0,5 por 100 de la población de un país, siempre están a punto de «tomar el poder».

Claro que, ¿qué van a hacer, si tienen un CI alto? Oh, no, porque su inteligencia no es más que «astucia», o «simple sagacidad» o «taimada malicia», y lo que realmente importa es que carecen de virtudes cristianas, o nórdicas, o teutónicas, o de cualesquiera otras virtudes del tipo que quieran.

Para abreviar: si estás del mal lado del juego de poder, cualquier excusa es buena para mantenerte allí. Si se considera que tienes un CI bajo eres despreciado y mantenido en tu lugar por ello. Si se considera que tienes un CI alto eres temido y mantenido allí por ello.

Sea la que fuere la Habilidad del CI. por el momento no es más que un arma en manos de los fanáticos.

Para terminar, permítanme que les dé mi opinión. Cada uno de nosotros forma parte del número de grupos que se quiera, dependiendo del número de criterios según los cuales se clasifique al género humano. Según cada uno de estos criterios, un individuo determinado puede ser superior al resto de los individuos del grupo, o inferior, o cualquiera de las dos cosas o las dos a la vez, según las definiciones y las circunstancias.

Por ello, «superior» e «inferior» no tienen ningún sentido práctico. Lo que
si
existe objetivamente es lo «diferente». Cada uno de nosotros es diferente. Yo soy diferente, y usted es diferente, y usted, y usted, y usted…

Estas diferencias son la gloria del
Homo sapiens
y la mejor salvación posible, porque lo que unos no pueden hacer lo hacen otros, y donde unos no pueden prosperar prosperarán otros, en una amplia gama de condiciones. Creo que deberíamos considerar estas diferencias como el capital principal del género humano considerado como especie, y que no deberíamos intentar utilizarlas nunca para ser más desgraciados como individuos.

NOTA

En mi nota al artículo «Lo antiguo y lo definitivo» señalaba que mi defensa de los libros y de la alfabetización podría ser considerada interesada.

Por tanto, es un placer para mí señalar que en este artículo es evidente que soy todo menos interesado. Llevo toda la vida beneficiándome del sistema de CI, obteniendo altas puntuaciones en todas las pruebas que he hecho, y mi mentalidad ha sido descrita con toda clase de epítetos lisonjeros incluso cuando no era yo el autor de la descripción.

Y, sin embargo, siempre me he reído del sistema de CI y siempre he negado qué tuviera alguna relevancia a la hora de medir la inteligencia en abstracto. Sencillamente he conocido a demasiada gente con CI alto que a mí me parecían unos burros, y a demasiada gente con un CI aparentemente bajo que me han impresionado por su inteligencia. Y preferiría mil veces relacionarme con éstos que con aquellos.

En realidad, a pesar del hecho de que
sigo
siendo el vicepresidente de Mensa después de trece años, casi nunca asisto a sus reuniones. Mientras algunos de sus miembros son seres maravillosos a los que quiero con toda el alma, otros… bueno, puedo pasarme sin ellos.

A TODA MARCHA ATRÁS

En los momentos en que siento más compasión de mí mismo, me parece que yo soy el único que defiende los baluartes de la ciencia de los violentos ataques de los nuevos bárbaros. Por tanto, aunque es posible que repita frases y fragmentos de aseveraciones hechas en artículos anteriores, me gustaría dedicar éste enteramente a esta defensa, que les advierto que va a ser totalmente intransigente.

Punto 1: Sería de esperar que en una publicación como el
New Scientist
, un excelente semanario británico en el que se publican artículos sobre los avances científicos, no se concediera espacio a afectadas estupideces anticientíficas… ¡Pues no es así!

En el número del 16 de mayo de 1974, uno de los colaboradores de la revista, tras hacer una defensa bastante incoherente de Velikovsky, prosigue afirmando: «Los vuelos de la ciencia en los últimos doscientos años han producido algún que otro truco ingenioso, como la comida enlatada y los discos de larga duración, pero seamos sinceros, ¿qué más han hecho que sea de alguna importancia para los setenta años de nuestra vida sobre la Tierra?»

Me apresuré a escribir una carta en la que decía, entre otras cosas: «…una de las cosas que podría considerar que tiene un valor innegable
son
los setenta años de nuestra vida… Durante la mayor parte de la historia de la humanidad eran más bien treinta. ¿Podríamos esperar de usted un poco de gratitud por esos cuarenta años de vida adicionales que tiene la oportunidad de disfrutar?»

La carta fue publicada y acto seguido, en el número del 11 de julio de 1974, apareció un ataque frontal de un caballero de Herefordshire al que llamaré B. Parece ser que en su opinión el hecho de que viviéramos más tiempo tenia sus desventajas, ya que entre otras cosas contribuía a provocar la explosión demográfica, por ejemplo. También decía: «…aquellos tiempos oscuros de los que habla
Mr
. Asimov y cuya esperanza de vida era bastante menor de setenta años se las arreglaron a pesar de todo para producir cosas como Chartres, Tintern, las obras de Rafael y de Shakespeare. ¿Cuáles son sus equivalentes modernos?…¿Centre Point, Orly, Andy Warhol y la ciencia-ficción?»

En vista de la irónica alusión a la ciencia-ficción, me pareció adivinar contra quién iba dirigido el golpe y me pareció justificado quitarme los guantes de terciopelo. En mi respuesta decía entre otras cosas: «B. prosigue diciendo que los hombres que vivían pocos años en los siglos pasados crearon grandes obras del arte, la literatura y la arquitectura. ¿Acaso B. lo considera una extraña coincidencia, o es que mantiene que los avances culturales del pasado tuvieron lugar
porque
los hombres vivían poco tiempo?

»Si verdaderamente B. lamenta el aumento de la esperanza de vida que la ciencia ha hecho posible, y le parece destructivo para la humanidad, ¿qué solución nos propone? Después de todo, sería bien fácil abandonar los progresos científicos, permitir que las aguas de desecho se infiltraran en nuestros sistemas de abastecimiento de aguas, renunciar a la antisepsia en la cirugía y a los antibióticos y luego observar cómo el índice de mortalidad llega hasta un nivel que muy pronto produciría (según el insólito argumento de B.) un genio como el de Shakespeare.

»¿Le agradaría esto realmente a B., aconsejaría él que los beneficios de una tasa de mortalidad más alta se aplicaran únicamente a la oscura barbarie que reina en otras latitudes, a las razas inferiores de color más oscuro, que al elevar en picado su tasa de mortalidad harían que la vida fuera más cómoda para los hombres de Herefordshire? ¿O quizá su estricto sentido de la justicia le mueve a recomendar que todas las naciones, incluida la suya, participen de esta noble empresa? ¿Tendrá en efecto la intención de dar él mismo ejemplo, negándose resuelta y noblemente a permitir que la ciencia prolongue su vida?

»¿No se le ha ocurrido pensar a B. que una de las soluciones a la explosión demográfica provocada por los adelantos de la ciencia y de la medicina es la disminución de la tasa de natalidad? ¿O es que acaso esta disminución repugna a su sentido de la moralidad, prefiriendo con mucho los encantos de las plagas y de la hambruna como remedio contra la superpoblación?»

Esta carta también fue publicada, y no se recibió ninguna respuesta.

Punto 2:
De vez en cuando recibo noticias de particulares que manifiestan su descontento con el mundo moderno de la ciencia y la tecnología y abogan por una rápida retirada, a toda marcha atrás, hacia el noble y feliz mundo preindustrial.

Por ejemplo, hace poco me llegó una carta de un profesor de no sé qué que se había comprado una granja y se dedicaba a cultivar su propia comida. Me hablaba con entusiasmo de lo estupendo que era y de lo feliz y sano que se sentía ahora que se había librado de todas esas horribles máquinas. Admitió que tenía un coche, por lo que pedía disculpas.

Pero no se disculpaba por haber utilizado una máquina de escribir ni por el hecho de que su carta me hubiera llegado a través de los modernos sistemas de transporte. No se disculpaba por servirse de la luz eléctrica y del teléfono, así que supongo que leía a la luz de un fuego de troncos y que enviaba sus mensajes con banderas.

Me limité a enviarle una educada tarjeta deseándole toda la felicidad de los campesinos medievales, a lo que me respondió con una irritada misiva en la que incluía una critica desfavorable de mi libro
El paraíso perdido
, anotado por Asimov
. (Ah, si, ahora me acuerdo; era un especialista en Milton y me parece que protestaba ante mi invasión del recinto sagrado.)

Punto 3:
En una ocasión, durante el debate que siguió a una de mis charlas, un joven me preguntó si de verdad estaba convencido de que la ciencia había contribuido en algo a la
felicidad
del hombre.

—¿Cree usted que hubiera sido igual de feliz de haber vivido en la época de la antigua Grecia? —le pregunté.

—Sí —respondió con determinación.

—¿Le hubiera gustado ser un esclavo que trabajara en las minas de plata atenienses? —le pregunté con mi mejor sonrisa, y se sentó para meditar la cuestión.

O también está la persona que me dijo en una ocasión:

—Qué agradable sería que pudiéramos retroceder cien años en el tiempo, cuando era tan fácil tener criados.

—Seria horrible —repliqué inmediatamente.

—¿Por qué? —fue la asombrada pregunta.

Y yo le respondí tranquilamente:

—Nosotros seríamos los criados.

A veces me pregunto si la gente que denuncia el mundo de la ciencia y la tecnología modernas no será precisamente aquella que siempre ha vivido cómodamente y sin estrecheces económicas y que da por supuesto que de no existir las máquinas habría gente de sobra (
otra
gente) para reemplazarlas.

Es posible que sean aquellos que no han trabajado en su vida los que estén totalmente dispuestos a sustituir la maquinaria por la musculatura humana (no la suya, claro). Sueñan con construir la catedral de Chartres… en el papel de uno de los arquitectos, no como un campesino reclutado para arrastrar piedras. Viven con su fantasía en la antigua Grecia… como Pericles y no como un esclavo. Añoran la vieja Inglaterra y su cerveza color nuez… como un barón normando, no como un siervo sajón.

La verdad es que no puedo por menos de preguntarme en qué medida esta resistencia de las clases altas a la tecnología moderna no estará provocada por la irritación que les produce el hecho de que tantas personas que no son más que la escoria de la Tierra (como yo, por ejemplo) conduzcan sus propios coches, tengan lavadoras automáticas y vean la televisión, reduciendo de esta forma las diferencias entre la susodicha escoria y los aristócratas de rica cultura que se lamentan de que la ciencia no ha hecho la felicidad de nadie. Y, en efecto, ha socavado los cimientos de su autoestima.

Other books

Harbinger by Philippa Ballantine
The Stone Wife by Peter Lovesey
Summer on the Moon by Adrian Fogelin
Fallen Land by Patrick Flanery