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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (36 page)

En
The Defender
, Frances y Rupert reivindicaron su derecho de expresar una opinión contraria a la de los partidarios del desarme unilateral y escribieron un artículo que suscitó un alud de cartas de respuesta, casi todas airadas o insultantes. En las oficinas del periódico se creó un clima tenso, y ambos empezaron a encontrar notas sobre sus mesas, algunas anónimas. Comprendieron que esa furia estaba demasiado arraigada en el inconsciente colectivo para intentar razonar con la gente. Aquello nada tenía que ver con la disyuntiva de proteger o no a la población, aunque en realidad no sabían con qué tenía que ver. Su situación en
The Defender
se volvió tan desagradable que decidieron dimitir mucho antes de que les conviniera económicamente. Estaban en el lugar equivocado, eso era todo. Siempre había sido así, repuso Frances. ¿Y aquellos largos y bien argumentados artículos sobre temas sociales? Podría haberlos escrito cualquiera, dijo Frances. Casi de inmediato, Rupert consiguió un empleo en un periódico que los adictos a
The
Defender
habrían tachado de fascista, pero que la mayoría de los ciudadanos catalogaba de conservador. «Quizá yo sea conservador—dijo Rupert—, al menos si nos tomamos en serio esas viejas etiquetas.»

La misma semana en que renunciaron alguien echó un paquete con excrementos al buzón de la casa de Julia: no el de la puerta principal, sino el del apartamento de Phyllida. A Frances le llegó una carta con amenazas de muerte. Y Rupert recibió otra parecida, junto con fotografías de Hiroshima después de la bomba. Phyllida subió por primera vez en varios meses para decir que no permitiría que la involucrasen en ese debate. No estaba dispuesta a tener que vérselas con mierda de ninguna clase. Se marchaba. Compartiría piso con otra mujer. Y se fue.

En cuanto a las enconadas discusiones sobre si se protegía o no a la población, pronto todo el mundo convendría en que si la guerra se había evitado durante tanto tiempo era porque las naciones potencialmente beligerantes poseían armas nucleares y no las usaban. Sin embargo, admitir esto no respondía a ciertas preguntas. Podían producirse accidentes en las instalaciones nucleares; de hecho, ocurrían a menudo, pero no se difundían. En la Unión Soviética, regiones enteras habían quedado contaminadas. El mundo estaba lleno de locos que no vacilarían en arrojar «la bomba», o varias bombas, aunque resultaba cuando menos extraño que la gente se refiriese a esa amenaza empleando el singular. La población seguía indefensa, y sin embargo la violencia, la virulencia, la furia sencillamente desaparecieron del debate. A pesar de que el peligro era más acuciante que nunca, la histeria se evaporó. «Es curioso», comentó Julia en su nueva voz, triste y cansina.

Wilhelm continuaba en la casa, por lo que su amplio y lujoso piso estaba vacío. Siempre decía que iba a sacar sus libros de allí y poner fin a «esta situación increíblemente absurda», ya que no vivía ni con Julia ni en su casa. Concertaba citas una y otra vez con las empresas de mudanzas, y luego las cancelaba. No parecía el de siempre. Necesitaba que lo animaran. Julia estaba desolada. Eran dos personas enfermas que querían cuidarse mutuamente, pero su debilidad se lo impedía. Julia había contraído una neumonía, y durante una temporada los dos inválidos vivieron en plantas distintas, comunicándose mediante notas. Finalmente Wilhelm insistió en subir a visitarla. Ella lo vio entrar en su habitación, agarrándose al marco de la puerta y los respaldos de las sillas, y pensó que semejaba una tortuga vieja. Llevaba una chaqueta oscura y un gorro, ya que siempre sentía frío en la cabeza. Y ella... Wilhelm se quedó atónito al fijarse en los prominentes huesos de su cara y sus brazos delgados como palillos.

Los dos estaban muy tristes, desolados. Al igual que las personas aquejadas de una profunda depresión, sentían que la única realidad era el paisaje gris que tenían delante. «Parece que me he hecho viejo, Julia», bromeó él, tratando de revivir al amable caballero que le besaba la mano y se interponía entre ella y las dificultades. Eso había creído. No obstante, ahora tomó conciencia de que nunca había sido un viejo solitario que dependía de Julia para..., en fin, para todo. Y ella, la benevolente y elegante dama que había alojado a tantas personas en su casa, aunque a menudo se quejara de ello, sin Wilhelm habría sido una vieja idiota y emocionalmente indigente, obsesionada por una niña que ni siquiera era su nieta. Así se veían a sí mismos y el uno al otro en los días malos, como las sombras que un árbol pelado proyecta sobre la tierra, como una difusa e inútil tracería sin rastro de calor ni de carne, y se besaban y abrazaban con vacilación, como fantasmas intentando tocarse.

Cuando Johnny se enteró de que Wilhelm vivía en casa de Julia, fue a decirle a su madre que esperaba que no planease dejarle dinero. «Eso no es asunto tuyo —repuso Julia—. No pienso discutirlo contigo. Pero ya que has venido, te diré que he tenido que mantener a tus esposas e hijos abandonados, de manera que no te dejaré ni un céntimo. ¿Por qué no le pides a tu precioso partido que te pase una pensión?»

Colin y Andrew heredarían la casa, y tanto Phyllida como Frances recibirían una asignación que no sería espléndida, pero sí decente. Sylvia había dicho: «Oh, Julia, no lo hagas. Yo no necesito dinero.» Aun así, Julia puso su nombre en el testamento. Aunque Sylvia no necesitara el dinero, ella necesitaba dejarle algo.

Sylvia estaba a punto de abandonar Gran Bretaña, quizá por mucho tiempo. Se iba a África, a una misión situada en la selva de Zimlia. «Entonces no volveré a verte», se lamentó Julia cuando se enteró.

Sylvia fue a despedirse de su madre, tras anunciarle su visita por teléfono. «Ha sido todo un detalle avisarme», dijo Phyllida.

Su piso estaba situado en un edificio señorial de Highgate, y el botón del portero automático anunciaba que allí vivían la doctora Phyllida Lennox y Mary Constable, fisioterapeuta. El pequeño ascensor subió como una obediente jaula para pájaros. Sylvia tocó el timbre, oyó un grito y descubrió que quien la recibía no era su madre, sino una risueña mujer que estaba a punto de marcharse.

—Os dejaré a solas —dijo Mary Constable, revelando que se habían hecho confidencias. El pequeño vestíbulo le recordó una iglesia, y tras un breve examen Sylvia concluyó que se debía a una especie de panel de cristales de colores semejantes a los de los caramelos, indudablemente moderna, en la que aparecía san Francisco con sus pájaros. Estaba apoyada contra una silla, como un cartel que anunciara la espiritualidad de los habitantes de la casa. Al otro lado de la puerta había una espaciosa sala en la que destacaban un amplio sillón cubierto con una tela oriental y un austero e incómodo diván, inspirado en el que había tenido Freud en Maresfield Gardens. Phyllida se había convertido en una mujer robusta, y dos gruesas trenzas grises enmarcaban su rostro de matrona. Llevaba un colorido caftán y varios collares, pulseras y pendientes. Sylvia, que la recordaba apática, llorosa y fofa, tardó unos minutos en acostumbrarse a su nueva imagen; sin duda había adquirido seguridad en sí misma.

—Ponte cómoda —dijo Phyllida, señalando una silla en la zona no terapéutica de la sala.

Sylvia se sentó con cautela en el borde. Percibió un penetrante olor a especias... ¿Acaso Phyllida había empezado a usar perfume? No, era el incienso que salía de la habitación contigua, cuya puerta estaba abierta. Sylvia estornudó. Phyllida cerró la puerta y se sentó en su sillón de confesor.

—He oído que vas a convertir a los infieles, ¿eh, Tilly?

—Voy al hospital de una misión, como médico. Seré el único médico en la zona.

Tanto la fuerte y corpulenta mujer como la delicada jovencita —o eso parecía todavía— estaban tomando conciencia de sus diferencias.

—¡Qué cara tan pálida! —comentó Phyllida—. Eres clavada al alfeñique de tu padre. Yo solía llamarlo «camarada Lirio». De segundo nombre le habían puesto Lillie, en honor a cierto revolucionario de los tiempos de Cromwell. Bueno, tenía que defenderme de alguna manera cuando él se ponía en el papel de comisario político. Aunque cueste creerlo, era peor que Johnny. Siempre estaba dando la lata. Esa maldita Revolución no era más que una excusa para fastidiar a la gente. Tu padre me obligaba a aprender los textos revolucionarios de memoria. Creo que aún podría recitar el Manifiesto comunista. Aunque contigo, volvemos a la Biblia.

—¿Volvemos?

—Sí, mi padre fue sacerdote. En Bethnal Green.

—¿Y cómo eran mis abuelos?

—No lo sé. Prácticamente no volví a saber de ellos desde que me echaron. No quería verlos. Me fui a vivir con una tía. Y era obvio que ellos tampoco deseaban verme, teniendo en cuenta que me enviaron fuera durante cinco años... ¿Por qué iba a desear verlos?

—¿Conservas alguna foto de ellos?

—Las rompí todas.

—Me habría gustado saber cómo eran.

—¿Qué más te da? Estás a punto de irte. Supongo que intentas huir lo más lejos posible. Con lo frágil que eres... Deben de estar locos para mandarte allí.

—No sé de qué hablas, pero he venido a decirte algo importante. A propósito, ¿a qué viene eso de «doctora» en la placa con tu nombre?

—Soy doctora en Filosofía, ¿no? Estudié Filosofía en la universidad.

—Pero en este país no empleamos esa palabra en ese sentido. Sólo los alemanes lo hacen así.

—Nadie puede negar que sea doctora.

—Podrías meterte en un lío.

—Por el momento nadie se ha quejado.

—He venido a verte para hablar de esas..., de esas terapias que aplicas. Ya sé que no se necesita una formación especial, pero...

—Voy aprendiendo sobre la marcha. Es una forma de educarse.

—Lo sé. He oído que has ayudado a algunas personas.

Phyllida pareció experimentar una transformación: se ruborizó, se inclinó hacia delante con las manos enlazadas y sonrió, rebosante de alegría.

—¿De veras? ¿Has oído cosas buenas sobre mí?

—Sí, pero ¿por qué no te apuntas a un curso? Hay algunos muy buenos.

—Estoy bien así.

—Eso de ofrecer té y comprensión está muy bien...

—Te aseguro que en otros tiempos no me habría venido nada mal un poco de té y comprensión... —dijo Phyllida, cuya voz amenazó con adoptar su antiguo dejo plañidero.

Sylvia notó que se ponía tensa, y comenzó a levantarse cuando Phyllida añadió:

—No, no, siéntate, Tilly.

Sylvia hizo lo que su madre le decía, sacó unos papeles de su maletín y se los entregó.

—He elaborado una lista de cursos buenos. Un día de éstos vendrá alguien con un dolor de cabeza o de estómago y tú le dirás que es psicosomático, cuando en realidad se trate de un cáncer. Después te sentirás culpable.

Phyllida se quedó callada, sosteniendo los papeles en las manos. Entonces entró Mary Constable, con una sonrisa que irradiaba seguridad en sí misma.

—Ven a conocer a Tilly —la invitó Phyllida.

—¿Cómo estás, Tilly? —dijo Mary, abrazando a una Sylvia reacia.

—¿Usted también es psicoterapeuta?

—Fisioterapeuta —puntualizó la compañera de Phyllida..., o tal vez su amante.

En esos tiempos nunca se sabía—. Doy clases de fisioterapia. Solemos decir que entre las dos cuidamos a la persona entera —agregó Mary, exudando una persuasiva familiaridad y un ligero aroma a incienso.

—Debo irme —anunció Sylvia.

—Pero si acabas de llegar —protestó Phyllida, satisfecha por que Sylvia se estaba comportando tal como ella había previsto.

—Tengo una reunión.

—Hablas igual que el camarada Johnny.

—Espero que no —replicó Sylvia.

—Bueno, adiós entonces. Envíame una postal desde tu paraíso tropical.

—Acaban de salir de una terrible guerra.

Sylvia telefoneó a Andrew a Nueva York y le informaron de que estaba en París, y allí de que estaba en Kenia. Su voz sonó débil y confusa desde Nairobi.

—Soy yo, Andrew.

—¿Quién? Maldita línea. Bueno, no mejorará. Tecnología tercermundista —gritó.

—Soy Sylvia.

A pesar de los ruidos, advirtió que el tono de voz de Andrew le cambiaba.

—Ah, mi querida, ¿desde dónde hablas?

—He estado pensando en ti, Andrew.

Era cierto, pues necesitaba oír su voz serena y segura, pero ese fantasma lejano estaba poniéndola nerviosa, como si le transmitiera lo poco que podía hacer por ella. ¿Qué había esperado?

—Creía que estabas en Zimlia —gritó él.

—Me voy la semana que viene. Me siento como si estuviera a punto de saltar por un precipicio, Andrew.

Una carta del padre Kevin McGuire, de la misión de San Lucas, la había obligado a contemplar un futuro que no había imaginado hasta el momento.

El cura adjuntaba una lista de las cosas que debía llevar: suministros médicos cuya existencia ella había dado por sentada, tan elementales como jeringas, aspirinas, antibióticos, antisépticos, agujas de sutura, un estetoscopio, etcétera, etcétera, «además de ciertas cosas que necesitan las señoras, pues aquí no las encontrarás con facilidad». Tijeras para las uñas, agujas de punto y de ganchillo, lana. «Y dale una alegría a este viejo, que adora la mermelada de Oxford.» Pilas para una radio; una radio pequeña; un jersey bueno de la talla 38 para Rebecca («Es la chica de la casa. Tiene tos»); un ejemplar reciente de
The Irish Times
y otro de
The Observer
; algunas latas de sardinas, «si puedes meterlas en algún rincón de tu equipaje». Con un saludo cordial de Kevin McGuire. «P.D.: Y no olvides los libros. Todos los que puedas. Hacen mucha falta.»

Le habían dicho que allí el tiempo solía ser tempestuoso.

—Estoy muerta de miedo, Andrew.

—No es tan terrible. Nairobi no está mal. Aunque resulta algo cutre.

—Estaré a ciento cincuenta kilómetros de Senga.

—Mira, Sylvia, pasaré por Londres de camino a Nueva York e iré a verte.

—¿Qué estás haciendo allí?

—Distribuyendo riqueza.

—Oh, sí, me hablaron de ello. Estás en
Dinero Mundial
.

—Estoy financiando un dique, un silo, sistemas de riego y todo lo que se te ocurra.

—¿Tú personalmente?

—Sí, agito la varita mágica y el desierto florece.

De manera que estaba borracho. Lo último que Sylvia necesitaba en ese preciso instante eran aquellas fanfarronadas desde el éter. Andrew, su apoyo, su amigo, su hermano, estaba comportándose como... en fin, como un idiota mezquino.

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