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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (11 page)

¡Y tenía los ojos llenos de lágrimas este héroe, este gran héroe que era mío! Nunca podría perdonar la manera cómo había sido deformada la conciencia de su padre, las mentiras sórdidas y los robos mezquinos a que se había visto obligado para llevar un poco de pan a la boca de sus hijos.

—Era mi padre un hombre honrado —me decía Ernesto un día—. Era un alma excelente, que fue torcida, mutilada, mellada por el salvajismo de su vida. Sus amos, los archibestias, hicieron de él una bestia postrada. Debería estar todavía vivo, como tu padre, porque era fuerte como un roble. Pero lo atrapó la máquina y lo desgastó hasta matarlo para producir beneficios. ¡Piensa en esto: para producir beneficios, la sangre de sus venas se transmutó en una comida regada con vinos finos, en perifollos de oropel o en alguna otra orgía sensual para los ricos ociosos y parásitos, sus amos, los archibrutos!

CAPÍTULO VII:
LA VISION DEL OBISPO

El obispo está desbocado —me escribía Ernesto—. Cabalga en el aire. Hoy quiere comenzar a poner en su quicio a nuestro miserable mundo dándole a conocer su mensaje. Así me lo previno, y no logré disuadirlo. Esta noche preside la I. P. H.
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y piensa incluir su mensaje en su discurso inaugural.

«¿Puedo pasar a buscarte para oírlo? Su esfuerzo está naturalmente destinado al aborto. Tu corazón se dolerá por eso, el suyo también; pero será para ti una excelente lección de cosas. Tú sabes, querida y tierna amiga, cuán orgulloso estoy de tu amor, cómo quisiera merecer tu estima más alta y redimir a tus ojos, en cierta medida, mi propia indignidad de este honor. Mi orgullo desea disuadirte que mi pensamiento es correcto y justo. Mis puntos de vista son ásperos, mas la futilidad de la nobleza de semejante alma, te demostrará que esta aspereza es necesaria. Ven a esta reunión. Por tristes que puedan ser los incidentes que en ella ocurran, siento que te atraerán más estrechamente a mí.»

La I. P. H. realizaba esa noche en San Francisco una asamblea para tratar el desarrollo de la inmoralidad pública y los medios para remediarla. El obispo Morehouse ocupaba en el estrado el sillón de la presidencia, y pude notar enseguida su estado de sobreexcitación nerviosa. A ambos lados estaban sentados el obispo Dickinson, el doctor Jones, jefe de la sección de ética de la Universidad de California; la señora W. W Hurd, gran organizadora de obras de caridad; el señor Philip Ward, otro filántropo conocido, y varios astros de menor magnitud en el cielo de la moral y de la caridad. El obispo Morehouse se levantó y comenzó por este abrupto exordio:

Iba en coche por las calles. Era de noche. De tanto en tanto, miraba por las ventanillas. Súbitamente, mis ojos parecieron abrirse y vi las cosas tal cual son. Mi primer movimiento fue llevarme la mano a la frente para alejar la espantosa realidad y formularme en la oscuridad esta pregunta: ¿Qué hay que hacer? Instantes después la pregunta se presentó bajo esta forma: ¿Qué habría hecho mi Divino Maestro? Entonces una luz pareció llenar el espacio, y se me apareció mi deber con la claridad del sol, como Saúl había visto el suyo en el camino de Damasco.

«Detuve el coche, me apeé y, después de algunos minutos de conversación con dos mujeres públicas, las convencí para que subieran a mi coche conmigo. Si Jesús dijo la verdad, esas dos desgraciadas eran hermanas mías y su única esperanza de purificación fincaba en mi afecto y mi ternura.»

«Vivo en uno de los barrios más agradables de San Francisco. La casa en donde vivo costó cien mil dólares; el moblaje, los libros y las obras de arte valen otro tanto. Mi casa es un castillo en donde se agitan muchos servidores. Hasta ahora ignoré para qué pueden servir los palacios: creía que estaban hechos para vivir en ellos. Ahora lo sé. He llevado a las dos mujeres de la calle a mi palacio, y allí se quedarán conmigo. Y con mis hermanas de esta especie espero llenar las habitaciones de mi residencia.»

El auditorio se agitaba más y más y las caras de los que estaban sentados en el estrado revelaban un estupor y una consternación crecientes. De repente, el obispo Dickinson se levantó, y con expresión de repugnancia, salió del estrado y de la sala. Pero el obispo Morehouse, con los ojos llenos de su visión, olvidaba todo lo demás y continuaba:

Oh, hermanos y hermanas mías, en esta manera de obrar encuentro la solución a todas mis dificultades. No comprendía para qué podían servir los coches, pero ahora lo sé: están hechos para llevar a los débiles, a los enfermos y a los viejos; están hechos para devolver el honor a los que perdieron hasta el sentido de la vergüenza.

«Ignoraba para qué habían sido construidas las mansiones, pero hoy he descubierto su uso: las residencias eclesiásticas deberían ser convertidas en hospitales y asilos para aquellos que cayeron al borde del camino y van a morir.»

Hizo una pausa, dominado evidentemente por la intensidad de su pensamiento y dudando sobre la mejor manera de expresarlo.

Soy indigno, mis queridos hermanos, de deciros la menor cosa con respecto a la moralidad. He vivido demasiado tiempo en su hipocresía vergonzosa para poder ayudar a los demás; pero mi acto hacia esas mujeres, hacia esas hermanas, me señala que es fácil encontrar el mejor camino. Para los que creen en Jesús y en su Evangelio, no puede haber entre los seres humanos otras relaciones que un lazo afectuoso. Solamente el amor es más fuerte que el pecado, más fuerte que la muerte.

Declaro, pues, a los ricos que están entre vosotros, que su deber es hacer lo que hice, lo que hago. Que cada uno de los que están en la opulencia tome a un ladrón en su casa y lo trate como a un hermano; que se lleve una desdichada y la trate como a una hermana; y San Francisco ya no tendrá más necesidad de policía ni de magistrados: las prisiones serán reemplazadas por hospitales y el criminal desaparecerá con su crimen.

«No debemos dar solamente nuestro dinero; tenemos que darnos a nosotros mismos, como hizo Cristo. Tal es hoy el mensaje de la Iglesia. Nos hemos apartado mucho de las enseñanzas del Maestro. Nos hemos consumido en nuestra propia glotonería. Hemos levantado el becerro de oro en el altar. Tengo una poesía que resume toda esta historia en pocos versos; voy a leérosla. Fue escrita por un alma extraviada que, no obstante, veía las cosas claramente
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. No hay que tomarla corzo un ataque contra la Iglesia católica, sino contra todas las Iglesias, contra el esplendor y la pompa de todos los cleros que se apartaron del camino trazado por el Maestro y que se han apriscado fuera sus ovejas». Hela aquí:

Las trompetas de plata resonaron bajo la cúpula;

arrodillóse el pueblo con un respeto religioso;

y vi transportado en hombros de aquellos hombres,

semejante a alguna gran divinidad, el santo dueño de

[Roma.

Como un sacerdote, llevaba una vestidura más blanca

[que la espuma

como un rey, iba ceñido de púrpura real;

tres coronas de oro se alzaban en lo alto de su cabeza;

rodeado de luz y de esplendor, el Papa entró en

[morada…

Y mi corazón huyó muy lejos al pasado,

a través del desierto de los años,

hacia un hombre que vagaba a la orilla de un solitario mar

y que buscaba en vano un sitio donde descansar.

Los lobos tienen su madriguera y toda ave su nido,

y yo, sólo yo, tengo que errar sin reposo,

destrozados los pies, y que beber,

con el vino, la amargura de las lágrimas.

El auditorio estaba agitado, pero no emocionado. El obispo Morehouse no se daba cuenta y proseguía con toda firmeza.

«Es por eso que digo a los ricos que están entre vosotros y a todos los ricos: Habéis oprimido cruelmente a las ovejas del Señor. Habéis endurecido vuestros corazones. Habéis cerrado vuestros oídos a las voces que gritan en la comarca, voces de sufrimiento y de dolor que no queréis escuchar y que, empero, serán acogidas algún día. Es por eso que predico…»

Pero en ese instante los señores Jones y Ward, que desde hacía un momento se habían levantado de sus sillas, tomaron del brazo al obispo y lo arrastraron fuera del estrado, en tanto que el auditorio se quedaba pasmado de escándalo.

En cuanto estuvo en la calle, Ernesto estalló en una carcajada dura y salvaje que me crispó los nervios. Mi corazón parecía reventar bajo el esfuerzo de mis lágrimas contenidas.

—Les ha comunicado su mensaje —exclamó mi compañero—. La fuerza de carácter y la ternura profundamente escondidas en la naturaleza de su obispo se han desbordado a los ojos de sus creyentes cristianos, que lo querían, pero que ahora lo creen con el espíritu trastornado. ¿Te fijaste con qué solicitud le hicieron abandonar el estrado? Verdaderamente, el infierno debe haberse reído de este espectáculo.

—Sin embargo, lo que el obispo les dijo ha de causarles una fuerte impresión esta noche —observé.

—¿Lo crees? —preguntó burlonamente.

—Será una verdadera sensación —afirmé—. Me fijé cómo borroneaban como locos los reporteros cuando hablaba.

—Mañana no se publicará una sola línea de lo que dijo.

—No puedo creerlo —exclamé.

—Espera y verás. ¡Ni una sola línea, ninguno de sus pensamientos! ¿La prensa diaria? ¡Bah!, es el escamoteo diario.

—¿Cómo? ¿Y los reporteros? Yo los he visto.

—Ni una palabra de lo que dijo será publicado. Tú no tienes en cuenta a los directores de diarios, cuyo salario depende de su línea de conducta, y su línea de conducta consiste en no publicar nada que sea una amenaza para el orden establecido. La declaración del obispo constituía un violento asalto contra la moral corriente. Era una herejía. Lo hicieron salir de la tribuna para impedirle que dijese más. Los diarios lo purgarán de su cisma por el silencio del olvido. ¿La prensa de los Estados Unidos? Una excrecencia parásita que crece y engorda con la clase capitalista. Su función es servir al estado de cosas modelando a la opinión pública y ella se desempeña a maravillas.

Déjame que te profetice lo que va a ocurrir. Los diarios de mañana contarán simplemente que la salud del prelado deja que desear, que se había agotado y que esta noche se sentía débil. Dentro de unos días, otra gacetilla anunciará que está en un estado de postración nerviosa y que sus ovejas agradecidas han solicitado que se le acuerde una licencia. Después, ocurrirá una de estas dos cosas: o bien el obispo reconocerá el error que ha cometido al tomar la mala senda y regresará de sus vacaciones como un hombre perfectamente sano, que ya no tiene más visiones, o bien persistirá en su delirio, y en ese caso puedes esperar ver que los diarios nos informan en términos patéticos y simpáticos que se ha vuelto loco. Y en este último caso, le dejarán que cuente sus visiones a las paredes acolchadas.

—¡Oh, vas demasiado lejos! —exclamé.

—Para la sociedad, se tratará realmente de locura —prosiguió Ernesto—. Pues ¿qué hombre honrado, si estuviese en su juicio, recogería en su casa ladrones y prostitutas para que vivieran en ella como hermanos y hermanas?. Es cierto que Jesús murió entre dos ladrones, pero ésta es otra historia. ¿Locura? Ya sabemos que el razonamiento de un hombre con el cual no se está de acuerdo nos parece siempre falso; desde ese momento, el espíritu de ese hombre está extraviado. ¿En dónde está la línea divisoria entre un espíritu falso y un espíritu loco? Nos resulta inconcebible que un individuo de sentido común pueda estar en desacuerdo radical con nuestras más sanas conclusiones.

En los diarios de esta tarde encontrarás un buen ejemplo. El de Mary M’Kenna, una mujer que vive al sur de la calle Market y que, aunque pobre, es perfectamente honrada. Inclusive, es patriota. Pero ocurre que se ha formado ideas falsas sobre la bandera estadounidense y de la supuesta protección que ella simboliza. Su marido, víctima de un accidente, estuvo internado tres meses en un hospital.

Entonces se metió a lavandera, y a pesar de su trabajo, se ha retrasado en el alquiler. Ayer la pusieron en la calle; pero antes había izado la bandera nacional en su puerta y, cobijándose en sus pliegues, había proclamado que en virtud de esa protección, no tenían derecho para arrojarla a la calle. ¿Qué hicieron entonces? La detuvieron y la hicieron comparecer como insana. Hoy sufrió el examen médico de los peritos oficiales, los cuales la reconocieron loca, y ha sido internada en la Casa de Salud de Napa.

—Tu ejemplo ha sido traído por los cabellos. Imagínate que estuviera en desacuerdo con todos sobre el estilo de una obra literaria: no me iban a encerrar por eso en un asilo.

—¡Por Dios! —exclamó—. Esta diferencia de parecer no constituiría una amenaza para la sociedad. Ahí reside la diferencia. Las opiniones anormales de Mary M’Kenna y del obispo son un peligro para el orden establecido. ¿Qué sucedería si todos los pobres se negasen a pagar su alquiler abrigándose en el pabellón estadounidense? Que la propiedad caería en pedazos. Las convicciones del obispo no son menos peligrosas para la sociedad actual. De modo, pues, que 'lo que le espera es el asilo.

Pero yo me negaba a creer.

—Ten paciencia y verás —dijo Ernesto—.

Y esperé.

A la mañana siguiente mandé comprar todos los diarios. No había una sola palabra de lo que había dicho el obispo Morehouse. Uno o dos periódicos decían que se había dejado dominar por su emoción. En cambio, las necedades de los oradores que le habían sucedido estaban reproducidas in extenso.

Varios días después una breve gacetilla anunciaba que el prelado había salido con licencia para reponerse de su exceso de trabajo. Hasta aquí, Ernesto tenía razón. No se trataba, sin embargo, de fatiga cerebral ni de postración nerviosa. No sospechaba yo el camino doloroso que el dignatario de la Iglesia estaba destinado a recorrer, ese sendero del huerto de los Olivos al Calvario que Ernesto había previsto para él.

CAPÍTULO VIII:
LOS DESTRUCTORES DE MÁQUINAS

Poco antes de que Ernesto se presentase como candidato a diputado por la lista socialista, papá dio lo que llamaba a puertas cerradas la velada de las ganancias y pérdidas, y mi novio, la noche de los destructores de máquinas. En realidad no era otra cosa que una cena de hombres de negocios, no los peces gordos, naturalmente. No creo que entre ellos hubiese ninguno interesado en empresas cayo capital sobrepasase los doscientos mil dólares. Los invitados representaban perfectamente la clase media del comercio.

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