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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (28 page)

Ernesto estaba impaciente por volver a entrar en el mundo y en plena actividad, pues los tiempos parecían maduros para nuestro primer levantamiento, el que fracasó tan lamentablemente en la Comuna de Chicago. Sin embargo, él sabía disciplinar su alma para la paciencia; mientras duró su tormento, mientras Hadly, a quien se había mandado venir expresamente desde Illinois, lo transformaba en otro hombre
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, daba vueltas en su cabeza a proyectos de organización del proletariado instruido y preparaba planes para mantener por lo menos un rudimento de educación en el pueblo del Abismo, para el caso, sin duda, de que fracasase la primera rebelión.

Hasta enero de 1917 no salimos del refugio. Todo estaba previsto. Inmediatamente sentamos plaza como agentes provocadores del Talón de Hierro. Yo pasaba por hermana de Ernesto. Este puesto nos había sido proporcionado por oligarcas y por camaradas que gozaban de autoridad en su círculo íntimo; estábamos en posesión de todos los papeles necesarios y hasta nuestro pasado se encontraba en regla. Con la ayuda del círculo íntimo, eso no era tan difícil como podría parecer a primera vista, pues en ese mundo de sombras que era el servicio secreto, la identidad era siempre una cosa más o menos nebulosa. Semejantes a fantasmas, los agentes iban y venían, obedecían órdenes, cumplían deberes, seguían pistas, presentaban informes a oficiales a menudo desconocidos, o cooperaban con otros agentes a los cuales nunca habían visto y a los que nunca más volverían a ver.

CAPÍTULO XXII:
LA COMUNA DE CHICAGO

Nuestra condición de agentes provocadores nos permitía no sólo viajar libremente, sino que nos ponía en contacto con el proletariado y con nuestros camaradas revolucionarios. Hacíamos pie en los dos campos a la vez, sirviendo en forma ostensible al Talón de Hierro, pero trabajando en secreto y con todo nuestro corazón por la Causa. Los nuestros eran muchos en los diversos servicios secretos de la Oligarquía, y a pesar de las expurgaciones y modificaciones incesantes, nunca pudieron eliminarnos del todo. Ernesto había contribuido en gran parte a preparar el plan de la primera rebelión, cuya fecha había sido fijada para el comienzo de la primavera de 1918. En el otoño de 1917 todavía no estábamos listos; ni muchísimo menos; si la rebelión estallaba prematuramente, se hallaba condenada al fracaso. Como es natural, en una confabulación a tal punto compleja, toda precipitación se vuelve fatal. El Talón de Hierro la había previsto muy bien y había preparado los consiguientes planes.

Habíamos proyectado dirigir nuestro primer golpe contra el sistema nervioso de la Oligarquía. Esta no había olvidado la lección de la huelga general y estaba precavida contra la defección de los telegrafistas, instalando estaciones de telegrafía sin hilos bajo el control de los Mercenarios. Por nuestra parte, habíamos tomado nuestras medidas para parar este contragolpe. A una señal dada, de todos los refugios del país, de las ciudades, de las aglomeraciones y de las barracas debían salir camaradas abnegados que harían volar las estaciones radio telegráficas. Así, desde el primer choque, el Talón de Hierro se sentiría derribado y virtualmente privado del uso de sus miembros.

Al mismo tiempo, otros camaradas debían dinamitar puentes y túneles y dislocar toda la red de vías férreas. Ciertos grupos habían sido designados para apoderarse del Estado Mayor de los Mercenarios y de la policía, así como también de algunos oligarcas particularmente hábiles o que llenaban importantes funciones ejecutivas. De esta manera, los jefes del enemigo serían separados de los campos de batalla que necesariamente habían de formarse en todas partes.

Muchas cosas se cumplieron en forma simultánea en cuanto se dio la voz de orden. Los patriotas canadiense y mejicanos, cuya fuerza real el Talón de Hierro estaba lejos de suponer, se habían comprometido a secundar nuestra táctica. Además, había camaradas (mujeres, pues los hombres tenían otra cosa que hacer) encargadas de pegar en los muros las proclamas que irían saliendo de nuestras prensas clandestinas. Aquellos que ocupábamos altos cargos en el Talón de Hierro nos apañaríamos para sembrar el desorden y la anarquía en los servicios. Contábamos con millares de camaradas entre los Mercenarios. Su misión consistiría en hacer volar los depósitos y en sabotear los mecanismos delicados de todas las máquinas de guerra. En las ciudades especiales de los Mercenarios y en las de las castas obreras debían perpetrarse análogas operaciones.

En una palabra, queríamos asestar un golpe súbito, magistral y aturdidor. Antes que la Oligarquía pudiera recobrarse, sería destruida. La operación suponía horas terribles y el sacrificio de numerosas existencias, pero ningún revolucionario se deja amedrentar por semejantes consideraciones. En nuestro plan aun, muchas cosas dependían del pueblo inorganizado del Abismo, que debía ser soltado en los palacios y las ciudades de sus amos. ¿Qué importaba la pérdida de vidas o la destrucción de propiedades? La bestia del Abismo rugiría; la policía y los Mercenarios matarían, era de esperar. Pero la bestia del Abismo rugía a cada instante, de modo que los asesinos patentados matarían de cualquier manera. Esto supone que los diversos peligros que nos amenazaban se neutralizarían recíprocamente. Entretanto, nosotros cumpliríamos nuestra tarea con una relativa seguridad y tomaríamos la dirección de todo el mecanismo social.

Tal era nuestro plan. Cada detalle había sido elaborado primero en secreto, y luego, a medida que el momento se aproximaba, comunicado a un número creciente de camaradas. Esta ampliación progresiva del complot era el punto peligroso del mismo; pero ese punto no llegó a alcanzarse, pues gracias a su sistema de espionaje, el Talón de Hierro barruntó la rebelión proyectada y se preparó para infligirnos una nueva y sangrienta lección. Eligieron a Chicago para la demostración, y ésta fue ejemplar.

De todas las ciudades, Chicago era la más madura para la revolución
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; la ciudad fue llamada antes Chicago la sangrienta, y ahora iba a merecer de nuevo el mote. Demasiadas huelgas habían sido allí aplastadas en la época del capitalismo, y demasiadas cabezas segadas en la última, para que los trabajadores estuviesen dispuestos a olvidar o perdonar. Hasta en el seno mismo de las castas obreras incubaba la rebelión. A pesar de su cambio de condición y de todos los favores acordados, su odio hacia la clase dominante no se había extinguido. Este estado de espíritu había llegado a contaminar a los Mercenarios, tres de cuyos regimientos estaban inclusive dispuestos a unirse en masa a nosotros.

Chicago había sido siempre el centro de las tormentas que estallaban entre el capital y el trabajo: ciudad de combates callejeros y de muertes violentas, en donde la conciencia de clase y la organización se hallaban tan desarrolladas entre los trabajadores como entre los capitalistas, en donde antaño los mismos maestros de escuela formaban sindicatos afiliados a la Confederación Americana del Trabajo con los de los peones de albañil y de los yeseros. Chicago pues, tenía que convertirse en el centro de depresión de esta tempestad prematura que fue la primera rebelión.

El Talón de Hierro apresuró el desencadenamiento del ciclón. Lo hicieron con habilidad. Toda la población, inclusive las castas de trabajadores privilegiados, fue sometida a una serie de tratos afrentosos. Se violaron compromisos y acuerdos y se prodigaron los castigos más injuriosos por faltas insignificantes. El pueblo del Abismo fue sacado de su apatía a latigazos. El Talón de Hierro se impuso la tarea de hacer rugir a la fiera. Al mismo tiempo, daba muestras de un increíble descuido en lo que respecta a las más elementales medidas de precaución. La disciplina se había relajado entre los Mercenarios que quedaban en la guarnición, mientras que varios regimientos habían sido retirados de la ciudad y enviados a diversas regiones del país.

Para llegar a ese punto buscado no necesitaron de mucho tiempo: fue cuestión de pocas semanas. Los revolucionarios captamos ciertos rumores sobre el estado de los espíritus, pero eran demasiado vagos para hacernos comprender la realidad. Pensábamos que esas disposiciones a la rebelión eran espontáneas y nos ciarían que hacer, pero no sospechábamos que el movimiento había sido deliberado y tan discretamente preparado en el círculo del Talón de Hierro, que nada se había filtrado hasta nosotros. La organización de ese complot por partida doble fue una maravilla, y su ejecución, otra.

Me hallaba en Nueva York cuando recibí orden pie dirigirme de inmediato a Chicago. El hombre que me la dio era unto de los oligarcas: me convencí cuando lo oí hablar, a pesar de que no conocía su nombre y de que nunca le había visto la cara. Sus instrucciones no podían ser más claras: entre líneas pude comprender que nuestra conspiración estaba descubierta y que sólo faltaba la chispa para que la contramina estallase. Innumerables agentes del Talón de Hierro, yo entre ellos, íbamos a hacer brotar esa chispa desde lejos o yendo al lugar. Me jacto de haber conservado mi sangre fría bajo la mirada penetrante del oligarca, pero mi corazón latía locamente. Antes de que terminara de darme sus órdenes implacables, me sentía dispuesta a aullar y a apretarle su garganta con mis diez dedos.

Apenas estuve fuera de su presencia, me puse a calcular el empleo de mi tiempo. Si la suerte me favorecía, podría disponer de breves minutos para entrar en contacto con algún jefe local antes de tomar el tren. Tomando mis precauciones para no ser seguida, corrí como una loca al Hospital de Urgencia y tuve la suerte de que me recibiera inmediatamente el médico jefe, el camarada Galvin. Comencé sin aliento a comunicarle la noticia, pero me detuvo:

—Estoy al corriente —me dijo con calma, en contraste con el centellear de sus ojos de irlandés—. Adivinaba el objeto de su visita. Recibí la comunicación hace un cuarto de hora, ya la he transmitido. Se hará aquí todo lo posible para que los camaradas se mantengan tranquilos. Chicago, pero sólo Chicago, debe ser sacrificada.

—¿No intentó usted ponerse en contacto con Chicago? —le pregunté.

Sacudió la cabeza.

—No hay comunicaciones telegráficas. Chicago está aislada del mundo y el infierno va a desatarse allí.

Se detuvo un instante y le vi apretar el puño. Después estalló:

—¡Por Dios! ¡Me gustaría ir allá!

—Hay todavía la posibilidad de detener muchas cosas —dije—, siempre que mi tren no tenga un accidente y yo pueda llegar a tiempo. Tal vez otros camaradas del servicio secreto, sabedores de la verdad, hayan podido llegar allí más pronto.

—Vosotros, los del círculo íntimo, os habéis dejado sorprender esta vez —dijo—.

Yo meneé la cabeza con humildad.

—Se tenían muy guardado el secreto —respondí—. Sólo los jefes han debido conocerlo antes del día de hoy. No habiendo podido llegar hasta ellos, necesariamente hemos permanecido en la ignorancia. ¡Ah, si Ernesto estuviera aquí! Tal vez ahora esté en Chicago, y en, ese caso todo va bien.

El doctor Galvin hizo un gesto negativo.

—Según las últimas noticias, acaba de ser enviado a Boston o a Nee-Haven. Este servicio secreto para el enemigo debe entorpecerlo bastante, pero es preferible a estar enterrado en un refugio.

Me levanté para irme, y Galvin me apretó vigorosamente la mano.

—No se desanime —me recomendó a manera de adios—. Si la primera rebelión se pierde, haremos una segunda, y esta vez seremos más juiciosos. Hasta la vista y buena suerte. No sé si volveré a verla. Debe ser terrible allá, pero daría diez años de mi vida por tener la suerte de estar en Chicago.

El Siglo XX
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salía de Nueva York a la seis de la tarde y se calculaba que llegaría a Chicago a las siete de la mañana. Pero esa noche se demoró. Ibamos detrás de otro convoy. Entre los viajeros de mi coche Pullman se encontraba el camarada Hartman, que, como yo, pertenecía al servicio secreto del Talón de Hierro. Fue él quien me habló de ese tren que nos precedía: era una reproducción perfecta del nuestro, pero no había viajeros en él. Estaba destinado a volar en lugar del Siglo XX para el caso de que atentasen contra éste. Aun en nuestro tren era escaso el número de viajeros: no conté más que doce o trece pasajeros en nuestro coche.

—Deben viajar personajes muy importantes en este tren —dijo Hartman—. He visto un vagón privado a la cola.

Era noche cerrada cuando se efectuó el primer cambio de locomotora; bajé al andén para respirar un poco de aire puro y tratar de observar lo que pudiese. Por las ventanillas del vagón reservado alcancé a ver a tres hombres que conocía. Hartman tenía razón. Uno de ellos era el general Altendorff; los otros dos, Masson y Vanderbold, representaban el cerebro del servicio de la Oligarquía.

Era una hermosa noche de lucha, pero yo estaba agitada y no podía dormir. A la cinco de la mañana me vestí y me levanté.

Pregunté a la sirvienta del gabinete de señoras cuánto retraso llevábamos, y me respondió que dos horas. Era una mulata; tenía rasgos salvajes y grandes ojeras sombreaban sus ojos, que parecían dilatados por una persistente angustia.

—¿Qué tiene? —le pregunté.

—Nada, señorita —respondió—; pasa que no he dormido bien.

La miré más atentamente y arriesgué uno de nuestros signos. Ella respondió, y me confirmó que era una de las nuestras.

—En Chicago va a ocurrir algo terrible —dijo—. Hay un tren falso delante de nosotros. Ese tren y los convoyes de tropas nos están demorando.

—¿Trenes militares? —pregunté.

Hizo una seña afirmativa.

—La línea está abarrotada —me explicó—. Toda la noche hemos estado pasando trenes, y todos se dirigen a Chicago. Algunos están en combinación con la línea aérea. Eso quiere decir mucho —y agregó, a manera de excusa—: Tengo un buen amigo en Chicago. Es de los nuestros. Está con los Mercenarios y tengo miedo por él.

¡Pobre muchacha! Su amante pertenecía a uno de los tres regimientos infieles.

Hartman y yo almorzamos juntos en el coche comedor; hice lo posible por comer. El cielo estaba encapotado y el tren corría como un trueno monótono a través de los tules grisáceos del día que avanzaba. Hasta los negros que nos servían sabían que se preparaba algún acontecimiento trágico. Habían perdido su habitual ligereza de carácter y parecían oprimidos. Se mostraban lentos en el servicio, porque su espíritu estaba en otra parte y cuchicheaban entristecidos en el extremo del vagón, cerca de la cocina. Hartman veía la situación bajo un aspecto desesperado.

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