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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (34 page)

Después de este descubrimiento, Marcus tuvo sentimientos contrapuestos. Lo entendió como una traición, pero también sintió un enorme alivio al descubrir que no era el único que poseía ese talento oscuro. Si bien todavía no conocía el motivo que movía a actuar a su compañero penitenciario, el hecho de que detrás de todas las revelaciones hubiera un hombre de Dios le infundía una esperanza por Lara.

«No la dejará morir», se dijo.

Sin embargo, Marcus sentía que los hilos de la investigación estaban escapándosele de las manos. Su prioridad debía ser la estudiante a la que Jeremiah Smith había raptado y, en cambio, casi había caído en el olvido. Se había dejado llevar por los acontecimientos, confiando en que la trama de aquel plan contuviera también una salida para la chica. Pero en ese momento le resonaron en la cabeza las palabras del último mensaje del misterioso penitenciario, contenidas en el mail que envió a Pietro Zini.

Ya ha ocurrido. Volverá a ocurrir.

¿Y si, en cambio, lo hubiera urdido todo para que él estuviera cerca de liberar a Lara y fallara? Entonces tendría que vivir con ese remordimiento. Definitivamente, sería demasiado para su joven memoria.

«Tengo que llegar hasta el fondo, no hay otro camino. Pero tengo que llegar un segundo antes de que todo se cumpla. Sólo así le salvaré la vida.»

Por el momento rechazó cualquier mal presagio. Había un peligro más inminente en el que pensar.

«C.g. 925-31-073.»

El código que cerraba el correo electrónico anunciaba otro crimen que había quedado impune. Se había derramado sangre sin que nadie hubiera pagado por ello. En alguna parte, allí fuera, alguien se preparaba para escoger entre seguir siendo una víctima o convertirse en un carnicero.

Dos meses antes de iniciar su instrucción, Marcus preguntó a Clemente por el archivo. Después de haber oído hablar tanto de él, tenía curiosidad por saber cuándo podría visitarlo. Una noche, muy tarde, su amigo se presentó en la puerta de la buhardilla de la via dei Serpenti y le anunció:

—Es el momento.

Marcus se dejó conducir por Roma sin hacer preguntas. Hicieron una parte del trayecto en coche y prosiguieron a pie. Un rato después llegaron a un antiguo edificio del centro. Clemente lo invitó a descender al sótano. Luego le abrió camino a través de un pasillo decorado con frescos, hasta llegar a una puertecita de madera. Mientras la abría con la llave que llevaba consigo, Marcus lo observaba con disgusto. No se sentía preparado para traspasar aquella última frontera. Además, no creía que fuera tan sencillo llegar hasta allí. Y algo más, desde que había oído hablar de él por primera vez, el archivo le infundía cierto temor. Con el transcurso de los siglos, aquel lugar había recibido varias denominaciones sugestivas e inquietantes: la biblioteca del mal, la memoria del diablo. Marcus se la había imaginado como un entramado de corredores atestados de estantes repletos de tomos ordenados. Un laberinto en el que sería fácil perderse, o perder la razón, a causa de lo que contenía. Sin embargo, cuando Clemente abrió la puerta, Marcus miró hacia dentro sin entender.

Se trataba de una pequeña estancia de paredes desnudas y sin ventanas, con una silla y una mesa en el centro. Sobre ésta había un expediente.

Clemente lo invitó a sentarse y a leerlo. Era la confesión de un hombre que había matado en once ocasiones. Todas las víctimas eran niñas. Cometió el primer homicidio a los veinte años, desde entonces no había podido dejarlo. No sabía justificar qué fuerza oscura guiaba sus manos mientras repartía muerte. Existía en él una inexplicable compulsión de repetir ese terrible comportamiento.

Marcus pensó en seguida en un asesino en serie y le preguntó a Clemente si, al final, lo habían detenido.

—Sí —lo tranquilizó su amigo. Sólo que los hechos se remontaban a más de mil años atrás.

Marcus siempre había creído que los asesinos en serie eran un producto de la era moderna. En el último siglo, la humanidad había conseguido enormes resultados en el campo ético y moral. Para Marcus, la existencia de los asesinos en serie podía catalogarse dentro del precio que había que pagar al progreso. Pero leyendo aquella confesión tuvo que cambiar de opinión.

Después de aquella vez, todas las noches siguientes Clemente lo llevó al cuarto y le presentó un nuevo caso. Muy pronto, Marcus llegó a preguntarse por qué lo llevaba precisamente a ese lugar. ¿No podría haberle llevado los expedientes a su buhardilla? Pero la respuesta era simple. Para que Marcus comprendiera por sí mismo una importante lección era necesario el aislamiento.

—El archivo soy yo —le dijo un día a Clemente.

Y éste le confirmó que, además del lugar secreto donde estaban custodiados materialmente los testimonios del mal, el archivo eran los mismos penitenciarios. Cada uno conocía una parte distinta, preservaba esa experiencia y la llevaba por el mundo.

Pero después de la muerte de Devok y hasta el suceso de la noche anterior en casa de Zini, Marcus siempre había pensado que estaba solo.

Esa idea no le daba paz mientras caminaba por las callejuelas del gueto judío en dirección al pórtico d'Ottavia, situado a la espalda de la gran sinagoga. En la Roma antigua había albergado el templo de Juno Regina y luego el de Júpiter Stator. Se pasaba por encima de las ruinas a través de un moderno puente de acero y madera, que servía de mirador sobre el Circo Flaminio.

Clemente se sostenía a la balaustrada con ambas manos. Ya lo sabía todo.

—¿Cómo se llama?

El joven sacerdote no se volvió, atenazado por la pregunta.

—No lo sabemos.

Marcus, esta vez, no podía conformarse con una respuesta tan escueta.

—¿Cómo es posible que no tengáis ni idea de la identidad del penitenciario?

—No te mentí al decirte que sólo el padre Devok conocía vuestros nombres y vuestros rostros.

—Entonces, ¿cuál era la mentira? —lo acosó, intuyendo que Clemente se sentía en falta.

—Todo esto empezó mucho antes de Jeremiah Smith.

—Por eso sabíais que alguien estaba violando el secreto del archivo —tendría que haberlo deducido él solo.

—«Todo lo que ya ha ocurrido, volverá a ocurrir.» ¿Querías saber qué significa? Eclesiastés: capítulo 1, versículo 9.

—¿Cuándo empezaron las revelaciones?

—Hace meses. Ha habido demasiadas muertes, Marcus. Esto no le hace ningún bien a la Iglesia.

Las palabras de Clemente provocaron en él un sentimiento de desazón. Se había imaginado que todos los esfuerzos eran para salvar a Lara. Y, en cambio, tenía que resignarse a algo distinto.

—De modo que es esto lo que os preocupa: detener la hemorragia del archivo, evitar que se sepa que por nuestra causa alguien ha empezado a hacer justicia a su manera. Y, entonces, ¿Lara qué es, un simple imprevisto? Y su muerte, ¿será clasificada como un inevitable daño colateral? —Estaba furioso.

—Se recurrió a ti para que salvaras a la chica.

—No es verdad —lo atajó Marcus.

—Lo que hacían los penitenciarios iba en contra de las decisiones de las jerarquías de la Iglesia. Fuisteis arrinconados, vuestra orden fue abolida. Pero alguien quiso continuar.

—Devok.

—Opinaba que era un error detenerse, que los penitenciarios tenían un papel fundamental que desempeñar. Todo ese conocimiento del mal, derivado del archivo, tenía que permanecer a disposición del mundo. Estaba convencido de su misión. Tú y otros sacerdotes lo seguisteis en esa loca empresa.

—¿Por qué fue a Praga a buscarme? ¿Qué estaba haciendo yo allí?

—No lo sé, te lo juro.

Marcus dejó que su mirada vagara por los vestigios de la Roma imperial. Empezaba a entender su papel en todo aquello.

—Cada vez que desvela uno de los secretos, el penitenciario deja pistas para sus compañeros. Quiere que lo detengan. Sólo volvisteis a instruirme para que lo encontrara. Me necesitabais. La desaparición de Lara os dio la excusa para hacerme entrar en el caso sin que sospechara nada. En realidad, ella no os importa… y yo tampoco.

—Sí, te equivocas. ¿Cómo puedes afirmar una cosa así?

Se acercó a Clemente, de modo que se quedara mirándolo a los ojos.

—Si el archivo no hubiera estado en peligro, me habríais dejado sin memoria en aquella cama de hospital.

—No. Te habríamos proporcionado recuerdos para seguir adelante. Fui a Praga porque Devok había muerto. Me enteré de que cuando le dispararon había alguien con él. No tenía ni idea de quién era, sólo sabía que el desconocido estaba en el hospital y tenía amnesia.

Al principio, Marcus se había hecho repetir aquella historia varias veces, para convencerse de su propia identidad. Hurgando entre sus cosas en la habitación del hotel, Clemente encontró un pasaporte diplomático vaticano con una falsa identidad, y sus apuntes, una especie de diario en el que Marcus hablaba a grandes rasgos sobre sí mismo, tal vez temiendo convertirse en un cadáver sin nombre en el caso de que muriera. En cualquier caso, Clemente dedujo por el diario quién era. Pero obtuvo la confirmación definitiva cuando, después de que le dieran el alta en el hospital, lo condujo a la escena de un crimen reciente. En esa ocasión, Marcus fue capaz de describir, con un notable grado de aproximación, lo que había ocurrido.

—Comuniqué el descubrimiento a mis superiores —prosiguió Clemente—. Ellos querían dejarlo correr. Insistí, argumentando que eras la persona adecuada, y los convencí. Nunca se te ha utilizado, si es eso lo que te preocupa. Para nosotros eras una oportunidad.

—Si consigo encontrar al penitenciario que nos ha traicionado, ¿qué será de mí después?

—Serás libre, ¿no lo entiendes? Y no porque lo decida otra persona: también puedes irte ahora si quieres, depende de ti. No hay ninguna obligación que te retenga. Pero sé que, en el fondo de tu corazón, sientes la necesidad de saber realmente quién eres. Y lo que estás haciendo, aunque no lo admitas, te ayuda a comprenderlo.

—Y, cuando todo termine, los penitenciarios volverán a ser historia. Y esta vez os aseguraréis de que sea para siempre.

—Hay un motivo por el cual abolieron la orden.

—¿Cuál? —lo desafió Marcus—. Venga, adelante, dímelo.

—Hay cosas que ni tú ni yo podemos comprender. Decisiones que vienen de arriba y que responden a unas exigencias concretas. Nuestro deber como hombres de la Iglesia es servirle sin hacernos preguntas, pensando que hay alguien por encima de nosotros que también toma decisiones por nuestro bien.

Bandadas de pájaros revoloteaban entre las antiguas columnas, moviéndose con la misma armonía y cantando en el aire cortante de la mañana. El día había empezado con sol, pero aquel resplandor no se correspondía con el estado de ánimo de Marcus. Por mucho que se opusiera, la idea de poder vivir de otra manera no le disgustaba. Desde que descubrió su talento, de alguna manera se había sentido obligado. Como si la solución a todos los males residiera en él. Pero ahora Clemente estaba dejándole abierta una vía de salida. Y tenía razón: lo que estaba haciendo era útil. Si encontraba a Lara y detenía al penitenciario, se merecería la posibilidad de irse. En esas circunstancias sería aceptable.

—¿Qué tengo que hacer?

—Descubre si la chica todavía está viva, y sálvala.

El único modo, Marcus lo sabía bien, era seguir las pistas del penitenciario.

—Ha conseguido resolver casos que en el archivo estaban clasificados como irresolubles. Es bueno.

—Tú también lo eres. En otro caso no habrías descubierto las mismas cosas. Eres como él.

Marcus no sabía si la comparación lo consolaba o lo aterrorizaba. Pero debía seguir adelante. «Hasta el fondo», se dijo.

—Esta vez el código es «c.g. 925-31-073».

—No va a gustarte —le advirtió Clemente en seguida, y sacó un pliego del bolsillo interior del impermeable—. Alguien murió, pero no sabemos quién era. Su asesino admitió su crimen, pero no conocemos su nombre.

En cuanto cogió el expediente de las manos de Clemente, a Marcus le pareció demasiado ligero y delgado. Lo abrió y vio que dentro sólo había una hoja escrita a mano.

—¿Qué es esto?

—La confesión de los pecados de un suicida.

07.40 h

La despertó una caricia en la mejilla. Abrió los ojos, esperando ver a Shalber a su lado. Pero estaba sola. Y, sin embargo, la sensación había sido clara.

Su compañero de aquella extraña noche ya se había levantado. Oía correr el agua de la ducha. Mejor así. Sandra no estaba segura de querer verlo. «Todavía no», se dijo. Necesitaba un poco de tiempo para ella. Porque ahora la despiadada sinceridad del día le devolvía un prisma completamente distinto de lo que había ocurrido entre esas sábanas. Indiferente a su pudor y a su desconcierto, el sol se filtraba por la persiana dejando al descubierto su ropa interior esparcida por el suelo junto a su ropa, las mantas enredadas a los pies de la cama, e iluminaba su cuerpo desnudo.

«Estoy desnuda», arguyó para sí misma, como para convencerse de ello.

Primero le echó la culpa al vino, pero después se dio cuenta de que no era suficiente como chivo expiatorio. ¿A quién quería engañar? «Las mujeres nunca hacen el amor al azar», se dijo. Las mujeres necesitan prepararse. Quieren estar tersas y suaves, oler bien. Incluso cuando parezca que se lancen a la aventura de una noche, en realidad lo tienen programado. A pesar de que en los últimos meses no había previsto que fuera a presentarse un encuentro de ese tipo, no se había dejado. Había seguido cuidándose. Una parte de ella no quería abandonarse al dolor. Además, su madre también influía. Antes del funeral de David la envió a su habitación a arreglarse el pelo. «Una mujer siempre encuentra dos minutos para peinarse», le había dicho. «Incluso cuando sufre y hasta le cuesta respirar», añadió ella. Era un concepto que no tenía nada que ver con la belleza o la apariencia. Era cuestión de identidad. Una atención que los hombres hubieran tildado de fútil y cursi en un momento como aquél.

Pero ahora Sandra sentía vergüenza. Tal vez Shalber pensara que se había entregado demasiado fácilmente. Temía su justo juicio. Pero no por sí misma, sino por David. ¿Había sentido pena por él después de comprobar que su viuda estaba lista para acostarse con otro?

De repente, se dio cuenta de que estaba buscando un motivo para odiarlo. Sin embargo, Shalber había sido muy atento esa noche. No había sido una pasión desenfrenada, todo se había desarrollado con exasperante dulzura. Le había quedado grabado que la estrechó entre sus brazos, sin decir una palabra. De vez en cuando le dejaba caer un beso en la cabeza, lo notaba acercarse por el calor de su aliento.

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