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Authors: Najat El Hachmi

Tags: #Drama

El último patriarca (21 page)

Madre decía yo no quiero ver esto, deja que los niños se vayan a casa conmigo. Espérate un poco, mujer, no querrás que acabe solo, ya sabes que me pongo muy malo si me dejáis solo. Pero mira, si están muertos de sueño, y él decía de acuerdo, pero la niña se queda conmigo, ¿verdad? Yo decía sí, intentando disimular el interés que me provocaba todo aquel espectáculo, un interés que no era normal en una niña decente. Cuando madre se hubo marchado, salió una chica vestida de hombre con una silla. Daba vueltas alrededor mientras se iba desnudando poco a poco y yo sólo podía pensar que hasta dónde llegaría, si se quedaría en bragas y sujetador como las otras chicas o qué. Los hombres que había junto a mí no paraban de gritar y silbar y padre ponía cara como de que la cosa no iba con él.

No sé si eran los focos los que hacían brillar las piernas de la chica o su piel aceitosa o la incógnita de si se desnudaría o no del todo, pero allí sentí por primera vez que algo se me removía en la entrepierna. Todos aquellos hombres parecían completamente abducidos por los encantos de la chica, que se volvió y comenzó a deshacerse del cierre del sujetador con una destreza y encanto que nunca más he visto en ninguna mujer. Se volvía hacia los hombres y sostenía la pieza desabrochada contra los pechos, nadie respiraba mientras ella hacía que se pensaba si se lo quitaba o no. Sí o no, insinuaba bailando, hasta que se volvía de nuevo y lanzaba la pieza de ropa sobre las cabezas de los asistentes, aún con las manos tapándose los pechos. Se volvía a dirigir al público
et voilà
!, saludaba con los brazos abiertos y los pechos tan firmes que ni se le movían. Prácticamente desnuda y subida a aquellos tacones de aguja, empezó a pasearse entre los espectadores de primera fila, entre ellos padre. Se acercaba tanto que él le podría haber olido el fondo del alma, aunque ella se alejó para acabar quitándose incluso las bragas en un instante, de espaldas al público y tocando con las manos en el suelo. Se volvió para cubrirse, púdica, pero decidió caminar muy esbelta por encima del escenario mientras todos, absolutamente todos, conteníamos la respiración hasta verla flanquear el telón.

Después venía el numerito del chico que era un poco afeminado y que llevaba unos pantalones tan ajustados que se veía a las claras en qué lado situaba su miembro. Como de torero, con los mismos brillos y acompañado de otra chica. En principio tenía que hacer reír, y excitar, pero padre debió de pensar que se acabaría desnudando. Por eso dijo vete a casa, un poco enfadado por el giro inesperado que había tomado el espectáculo.

Yo me metí en la cama pensando que no era un hombre sin ropa o con los testículos enmallados lo que podía excitarme. Puede que ya tuviera edad para esas cosas, porque no pude evitar tocarme allá abajo y ahogar un débil gemido contra la almohada. Aunque había tenido mi primer orgasmo no había sido suficiente para librarme del
poltergeist
. Continuaba la lectura.
Ha
, que parece que es muy difícil de definir;
habeas corpus
, que es una especie de inmunidad;
habil
, apto para algo, capaz, idóneo.

10

HORMIGAS

Hubo un tiempo en el que ya nadie se preguntaba de dónde le venían a padre sus males. Ya no oíamos explicaciones deterministas ni mágicas ni nada, porque ya hacía tiempo que habíamos desterrado de nuestras vidas a todas aquellas personas que nos aligeraban un poco la existencia y nos daban pie a la esperanza. Incluso madre repetía cada vez menos eso del camino recto y de si volvería o no.

Rosa ya no vivía abajo, decía que los vecinos la miraban mal y que él no nos enviaría nunca al pueblo. Tu padre hace mucho daño, ¿sabes? Lo que yo no sabía era por qué todas las m eres que les hacía y lo malo que era. ¿Qué podía hacer yo?

Padre dormía en casa de vez en cuando, sólo cuando tenía que traer ropa para lavar, y nosotros ya no sabíamos si éramos medio huérfanos o no. Yo aún no sé si fue suficiente castigo para madre: esperar a que viniera para tener dinero para ir a comprar, tenernos sólo a nosotros como intérpretes y enlaces con aquel mundo de fuera que tanto miedo le daba.

Y a pesar de todo, creo que fue entonces cuando estuvo más tranquila. Hacía como siempre. Se levantaba, nos daba la ropa limpia para después de la ducha y se quejaba de que todavía nos hiciéramos pipí en la cama. Os lo hacéis encima desde que estáis aquí, decía, antes las cosas no eran así. Cuando ya no íbamos al colegio repetía la misma rutina: recoger el comedor empezando por la mesa, con el hule que habíamos dejado lleno de pequeños círculos de leche con ColaCao, barrer, fregar, lavar los platos y ordenar la cocina. Poner la lavadora, tender la ropa, hacer la comida, amasar el pan y cocerlo como podía en aquella especie de sartén, que no es lo mismo, ya lo sé, pero no tengo más utensilios que estos.

Después de la siesta, que era la hora que hubiera podido ser más pesada para ella, doblaba ropa, planchaba o zurcía calcetines, hacía dobladillos y, de vez en cuando, nos hacía pasteles o dulces de esos que no lo eran mucho.

Mandaba a mi hermano mayor a la harinera de aliado del mercado municipal a buscar un saco de cincuenta kilos para ahorrar, para que el dinero que le daba padre le durase más. Hasta ese día en que, a medio camino, le reventó el saco hecho de papel, allí mismo, en aquel cruce frente al parque Jaume Balmes, y nadie sabía qué hacer para ayudarle. ¿Qué hacía un niño de esa edad enharinado de arriba abajo?, debían de pensar, y no sabían que aquello era lo más divertido de todo lo que nos estaba pasando. Él llegó a casa y empezó a gritar eso de ¿dónde está padre? ¿Dónde está? ¿Dónde está padre?, con desesperanza, y fuimos los otros dos con sacos de plástico a rescatar lo que pudimos y el suelo se quedó todo blanco unos cuantos días más. ¿Dónde está padre? ¿Dónde está padre? ¿Dónde está?, preguntó también cuando se reventó la cañería de en medio del comedor y comenzó a salir toda la porquería de la terraza. Llovía y llovía y a nosotros se nos llenaba el comedor de agua sucia. Recuerdo que me llegaba hasta más arriba de los tobillos y que llamamos a un amigo de padre y vecino nuestro para empezar a sacar cubos y cubos de agua por la ventana. Todavía llovió más y todavía gritamos más dónde está padre, hasta que entró tan tranquilo por la puerta. Madre hizo ver que estaba en la habitación y que ahí había estado todo el rato, no fuera a pensar encima que se lo montaba con el vecino.

Aparecía y desaparecía cuando le daba la gana y nunca sabías cuándo vendría. A veces despertaba a madre a medianoche para charlar, a veces me despertaba a mí y madre no se enteraba hasta que me tenía delante medio adormilada. Yo decía quiero dormir, y él ¿es que no quieres a tu padre? Quiero explicarte por qué pasa todo esto, hija, para que no pienses que yo no os quiero. Os quiero demasiado a todos vosotros, pero tu madre me ha hecho el peor daño que se le puede hacer a un hombre y yo ya no sé cómo debo vivir la vida. Yo me adormilaba y él me decía no te duermas que te estoy hablando y madre decía deja a la niña que mañana tiene colegio.

A veces me despertaba para llevarme al cine con Rosa, a la sesión golfa, y decía que era ella la que lo deseaba y que si yo estaba en medio no le podría atacar. Yo ya me quiero sacar de encima a esa cristiana que apesta todo el día, ya, pero ella no me deja en paz. Dice que me quiere y que hasta ha llegado a abortar por mi culpa.

Incluso llegué a ir a la discoteca de su mano y todo el mundo le preguntaba Manel, ¿qué haces trayendo a tu hija?, y todos me preguntaban mi edad. Yo creo que hasta me enamoré de aquel amigo suyo de los rizos, pero quizá fuera la noche, la música tan alta y la Coca-Cola que a las dos de la madrugada ya se me subían a la cabeza. Vendrás conmigo, había dicho, y madre no quería, ¿qué tiene que hacer una niña por ahí a esas horas de la noche, por mucho que seas su padre?

Había niebla la mañana en que llegó a casa muy asustado y nos contó que había dado tres vueltas de campana con el coche. Ni a él ni a la bombona de butano les había pasado nada.

Tenía que tocar fondo tarde o temprano. Esa peste que dejaba en el lavabo por las mañanas, tanto rato encerrado, la úlcera de estómago, las almorranas, ¿cómo podía vivir una vida así?

Un día estaba en su cama con madre, medio desnudos los dos y yo en el comedor, avergonzada de verlos así. Fue cuando descubrí que había tocado fondo, e incluso me dio lástima. Ven con tu padre, ven, ven que te echo de menos. Recuerdo que no quería que me abrazara con la piel sudada, aunque después me comprase helados de chocolate. Decía siéntate. Yo me sentaba. En la cama, tan lejos de él como podía, y él me preguntaba ¿por qué no quieres a tu padre? Y tenía a madre cogida por un lado y me agarraba a mí por el otro y aquello era vergonzoso según todas las normas de conducta que me habían enseñado los abuelos, madre, los tíos. No lo soportaba, y me quedaba muy quieta mientras él hablaba de cosas que yo no entendía, pero que ahora, cuando rebobino, cobran sentido. Decía siempre aquello de que Rosa sólo quería hacerlo por detrás, y yo no sabía ni qué era hacerlo ni por detrás de qué. Fue entonces, un día de esos en que me quedé muy quieta y él se durmió, cuando vi que había tocado fondo. No era la pestilencia, el sudor del alcohol a media tarde, no. En un momento dado se puso la mano bajo el cogote y allí aparecieron, entre los pelos de sus axilas. Madre, dije. Y ella, sí, son hormigas, hija, sí.

I
, nombre de la letra I.
I
, conjunción.
Iac
, mamífero.

11

LA VECINA

Los días fueron pasando así, sin demasiados pesares. Aunque el hecho de que padre hubiese tocado fondo significaba unas cuantas cosas. Que a veces la compra del sábado no estaba garantizada, que no siempre podíamos pagar los libros del colegio el día que tocaba, que las excursiones debían esperar y que la nevera con la puerta completamente oxidada seguía siendo la nevera con la puerta completamente oxidada. No sabíamos nunca cuándo aparecería y volvíamos a ser unos hijos y una esposa abandonados, además de que allí no teníamos ni al abuelo para recordarnos que era obligación de su hijo mantenernos. No teníamos a nadie más que a las vecinas de enfrente, que decían: denunciadlo, que todo el mundo ve lo que está haciendo y que si queréis os acompañaremos a los servicios sociales. Madre decía que no, yo nunca he pedido caridad y ésta no será la primera vez, y estiraba los ahorros tanto como podía.

Había aprendido a ahorrar. Cuando él llegaba borracho con un montón de calderilla que desperdigaba sobre la mesa del comedor, junto a las llaves y al paquete arrugado de ducados. Cuando traía un fajo de billetes que había cobrado de algún cliente que quería pagar en negro y él lo distribuía en pilas para pagar a los proveedores de material, a los trabajadores, a la secretaria. Dejaba un fajo para casa, pero madre ya sabía que volvería más tarde para decirle dame diez mil o dame veinte mil. Y madre ahorraba. Cogía dos monedas hoy, dos mañana, un billete de aquí, un billete de allá, y me decía te quemaré la boca con un encendedor si lo cuentas. Nosotros también aprendimos a ahorrar, en especial entre los recovecos del sofá, donde se le caían las monedas de los bolsillos, o bajo la cama, donde a menudo iban a parar sin que él se diese cuenta.

Pero de todos modos nos quería, sobre todo a mí. Una maestra había preguntado qué es eso que tienes aquí y yo dije besos de padre, y ella, qué extraño, ¿tu padre te da besos que te dejan esta marca en las mejillas? Yo no veía nada extraño, simplemente era su forma de querer. Madre no nos daba muchos besos, y los de los abuelos y los tíos eran muy diferentes. No eran húmedos como los de él. Sobre todo cuando se despedía, sentado en lo alto de la escalera, te cogía, te hacía sentar encima de sus piernas y te daba aquellos chupetones por todas partes, decía que no sabía pasar sin ellos, tanto era lo que me quería. Y unos besos que sonaban como el golpe de una pelota de tenis. Después decía aquello de venga, hagamos como si fuésemos palomas. Va, yo seré vuestra madre, os daré la comida con el pico, abrid bien la boca, y daba aquellos besos tan húmedos sin sal.

Dos acontecimientos importantes hicieron cambiar las cosas cuando ya pensábamos que nuestra existencia había de ser siempre aquélla.

Al número sesenta y siete, unas casas más abajo de la nuestra, fue a parar una familia que venía del mismo pueblo que nosotros. Un matrimonio y sus tres hijos. El hombre siempre reía, la mujer también, y no acababan de parecer demasiado inteligentes, pero madre dejó de contarme estas cosas a mí y yo me sentí aliviada.

No era que madre visitase a la vecina, no, sino que la parte de atrás de ambos pisos estaba lo bastante cerca como para poderse hablar desde las ventanas. Las tardes eran más llevaderas con las dos contándose historias y encontrando antecedentes comunes de conocidos o familiares, recordando un pasado que no era el mismo ni se le parecía.

Cuando madre oía la llave entrando en la cerradura decía me voy que ya viene y hacía ver que no había hablado nunca con Soumisha. Padre nunca había dicho que no pudiese hablar, pero más valía no informarle demasiado.

Sobre todo porque no paraban de hablar de la bombona de butano. ¿Ya la ha llenado de gas esta semana?, le preguntaba ella. Y madre decía qué asco que duerma con ella y después venga a mi cama, no lo quiero allí. Ni a su padre, que tenía sus cosas, ya lo sabes tú, se le pasó nunca por la cabeza tener otra mujer, y aún menos una tipa tan fea y sucia como ella. Tendrías que verle las piernas, debe de ser de tanto comer cerdo, o del alcohol que se llegan a beber.

Soumisha era diferente, pero no más lista que madre, quizá más feliz. Hacía las tareas del hogar como sabía, aunque no se mataba demasiado y en su casa las habitaciones estaban medio vacías, todo muy oscuro. Su pan no era el mejor del mundo y a veces incluso se lo pedía a madre, porque su marido decía que nunca había probado un pan como el nuestro. Yo me preguntaba si eso no sería una forma de adulterio, hacer el pan para un hombre a quien no conocía y que admiraba a madre por cómo se desenvolvía con todo aquello. Soumisha contaba: Dris dice que si fuese yo ya me habría vuelto loca, pero Dris no era Mimoun ni era Manel y casi siempre reía.

Soumisha era diferente porque iba a comprar al mercado, visitaba a otras mujeres que habían venido de la provincia de donde nosotros procedíamos, buscaba telas para hacerse caftanes para el día en que se marchase para allá abajo y viajaba cada año. Yo no podría estar aquí, tanto tiempo sin ver a mi familia y sin probar los higos chumbos, uy, no, me moriría en seguida.

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