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Authors: Javier Pérez Campos

Tags: #Intriga, #Terror

En busca de lo imposible (3 page)

Las calles se convirtieron en auténticas alfombras de cadáveres, ríos de sangre que los habitantes de las casas esquivaban rompiendo los muros que comunicaban entre sus hogares para poder avanzar por el pueblo sin salir al exterior…

Los bombardeos habían causado estragos y con el tiempo el pueblo fue quedándose abandonado, al construirse un Belchite Nuevo, justo al lado de la destrucción.

El Belchite Viejo había quedado allí, anclado en el espacio y el tiempo. Dicen que Franco ordenó dejarlo tal cual, como una dantesca muestra del horror más absoluto.

* * *

Habíamos recorrido ya los cerca de cincuenta kilómetros que separan Zaragoza de Belchite, nuestro destino, a través de los infinitos páramos anaranjados que parecían fundirse con el cielo a través del horizonte.

Pudimos ver entonces la silueta de la iglesia de San Martín de Tours, con su torre picuda levantada hacia el cielo y dejando pasar la luz a través de sus agujeros por ventanas. Habíamos charlado durante todo el viaje, pero en ese preciso instante un silencio sepulcral se apoderó por completo del vehículo. Todos dirigimos entonces nuestra mirada hacia el exterior, a través de las ventanillas del lateral derecho del automóvil.

Allí estaba el pueblo viejo de Belchite, testigo mudo de la tragedia que, precisamente esa noche, iba a estar dispuesto a contar algo a quienes estuvieran dispuestos a escuchar…

Pueblo de sombras

Al bajar del coche una brisa de fuego nos dio la bienvenida. Decidimos, antes de nada, recorrer el pueblo para intentar familiarizarnos con él, pues tendríamos que transitarlo de noche. Así, durante cuarenta minutos, caminamos como quien asiste solemne a un museo de la barbarie. Sobraban los comentarios; ahí estaban los edificios ya vacíos para siempre, quizá cargados de emociones y viejos recuerdos, aunque también pesadillas. El esqueleto de una cruz de hierro presidía una pequeña plaza, mientras los cascotes de piedra nos dificultaban la labor de caminar. Las balconadas, completamente vacías, carecían ya de suelos, haciendo que las barras de hierro negro y oxidado colgaran sin sentido de las paredes asemejándose a una bizarra muestra de arte moderno.

El polvo parecía flotar ingrávido a nuestro paso mientras el eco de las pisadas se colaba por las portezuelas, grietas y agujeros de bala que aún marcaban las fachadas como señales de muerte. Eran los signos de lo inhumano, de lo incomprensible y del dolor. Heridas en piedra aún sin cicatrizar.

Algunos desalmados habían aprovechado para robar los muebles y enseres que habían quedado en las casas de los antiguos belchitanos. En el centro de la vieja calle Mayor podía verse un sofá de dos plazas que alguien había abandonado allí en el último momento tras sacarlo, no sin esfuerzo, de una de las casas, quizá en un último instante de racional sensatez; un preciso segundo de lucidez en que había sido consciente de estar robando a un pueblo muerto, aprovechándose de la desgracia. Puede que el miedo, la lástima o una prudencia que sólo produce el entrelazamiento de las dos anteriores, le hubieran obligado moralmente a dejarlo allí, al único amparo de la solera aragonesa o de las lluvias del invierno. Ahí seguía, luchando por resistir junto al resto de fachadas, capiteles y ventanucos. Al igual que resistieron las gentes de distintas ideologías que se vieron abocadas a la extinción por causas que algunos ni llegaban a entender.

La calle Mayor de Belchite, completamente abandonada en la actualidad, como testigo mudo de la barbarie más absoluta.

A nuestro trayecto el sol iba cayendo lentamente hasta acabar permitiendo a las sombras que se adueñaran de Belchite. El pueblo había cambiado por completo. En aquel momento ya sólo era visible la inmensa bóveda celeste que arropaba silenciosa a una luna nueva.

Encendimos entonces nuestras linternas, que nos ofrecían una visión polvorienta a través del haz de luz blanquecina, y caminamos hasta el otro extremo de la villa, justo donde un portón de madera al amparo de un arco de piedra conectaba el pueblo viejo con Belchite Nuevo, el lugar que se había construido para dar cobijo a los antiguos vecinos que habían visto su hogar reducido a escombros.

Aquél era el punto de encuentro con varios amigos que iban a contarnos acerca de sus investigaciones y experiencias en el lugar.

Al atravesar las dos grandes puertas, como el que regresa de un mundo sombrío, la luz de las farolas nos dio la bienvenida a una plazuela solitaria. Allí, la presencia de tres coches nos indicaba que posiblemente nuestros invitados ya habían llegado, adelantándose unos minutos a la hora estipulada.

Uno de ellos era Carlos Bogdanich, hipnólogo clínico e investigador, que dirigía un programa mítico de misterio en Radio Heraldo:
Cuarta Dimensión
. Precisamente, trabajando para ese programa en 1986, obtuvo unos resultados sorprendentes que aún hoy siguen siendo recordados. Fueron las psicofonías más claras grabadas nunca antes en nuestro país.

—Aquello fue un impacto enorme, ninguno esperábamos captar nada
—nos explicaría Bogdanich minutos después, al amparo de las derruidas bóvedas de la iglesia de San Agustín, donde los murciélagos campaban a sus anchas y las hiedras trepaban sigilosas, tapando los murales que representaban escenas caducas de salvación. Iker describió acertadamente el lugar como
«el interior de un enorme dinosaurio muerto»
. Desde el interior del oratorio, eran visibles las titilantes estrellas, brillando ajenas a nuestra experiencia, desde millones de kilómetros de distancia. Todo ello a través de los arcos del tejado, único elemento arquitectónico que quedaba del mismo, como un enorme costillar abierto al infinito.

—Sin embargo, ocurrió…
—dijo Iker, absorbido por la historia que el investigador zaragozano nos estaba contando.

—¡Vaya si ocurrió! Vinimos aquí, precisamente a esta iglesia, pensando que si la teoría de la impregnación
[1]
era cierta, éste sería el mejor lugar para obtener resultados. Un pueblo donde han ocurrido este tipo de tragedias… Así que dejamos grabadoras en diversos puntos, para captar cualquier cosa. Es curioso, pero en todo momento nos sentíamos vigilados, a pesar de que no había nadie por aquí. Éramos varios compañeros y todos teníamos las mismas sensaciones.

—¿Y vosotros llegasteis a escuchar algo mientras realizabais a cabo la investigación? ¿Algo que quizá pudiera colarse en las grabaciones de audio?
—le pregunté, intrigado.

—Para nada… Fue una noche totalmente tranquila. Por eso, no esperábamos que ocurriera nada. Pero, cuando días después empezamos a analizar el material en el estudio, nos quedamos de piedra. En dichas grabaciones aparecían sonidos de bombas que reverberaban, en la lejanía, disparos de antiguos fusiles y el motor de avionetas con aparente solera. Tras emitir dichos sonidos en el programa Cuarta Dimensión, el equipo empezó a recibir cartas de supervivientes de la guerra o de expertos de la aviación que les confirmaban que el sonido de los motores eran propios de avionetas utilizadas en la Guerra Civil, al igual que las bombas y otros tañidos captados por las grabadoras. Fue como abrir una caja de Pandora; desde entonces, han sido miles las personas que han pasado por Belchite tratando de captar algo similar. No han sido pocos los que lo han conseguido. Algunos, incluso, han llegado a capturar voces que parecían de otro tiempo, refiriéndose a aparentes escenas pasadas… Aquella fue una noche aparentemente normal, pero las sorpresas vinieron después. Por eso creo que esta madrugada también es propicia para que ocurran cosas. De hecho, yo ya empiezo a sentirme vigilado como aquella vez…

El expediente Belchite

Pasaban las horas y lo cierto es que la oscuridad y el abandono de Belchite iban haciendo mella en el equipo. Aunque nadie decía nada, todos parecíamos mucho más desconfiados que durante la tarde anterior. En ocasiones, alguno miraba hacia atrás con el sigilo y disimulo.

Llevamos a cabo otra experiencia con perros especialmente adiestrados para el rastreo de cadáveres; según algunos testimonios, muchos seguirían hoy inhumados en el interior del pueblo por haber sido imposible el traslado de todos los cuerpos al cementerio, aunque también acudimos a él; un memorial a las víctimas escondido en un rincón del pueblo. Tras ascender una escalinata de piedra, nos topamos con la puerta de hierro negro, sobre cuyo arco de ladrillo alguien escribió: «En memoria a los caídos».

Los animales seguían olfateando, pero ninguno parecía encontrar nada extraño. Los guías ya nos habían avisado de que podía pasar, pues era bastante complicado que los canes pudieran encontrar huesos de más de cincuenta años de antigüedad.

Otra persona que nos acompañó aquella noche para contarnos su experiencia fue Óscar Parra, director de cine. Bajo la silenciosa mirada de los ángeles pétreos que coronaban los capiteles de la iglesia de San Martín, Parra nos contó cómo una noche todo el equipo de grabación tuvo que abandonar el lugar por miedo a lo que estaban viviendo.

Cuando estaban preparando una de las últimas escenas para terminar el rodaje de una cinta de terror titulada
El expediente Belchite
, el gran foco que llevaban para la grabación se apagó completamente solo.

Iglesia de San Martín de Tours siendo sobrevolada por una cámara hexacóptera, desde la que registramos una vista aérea de todo el pueblo de Belchite.

—Ocurrió varias veces, no sólo una. No había nadie junto al foco y todos escuchamos el «clac» que hace el botón de apagado. No fue una sobrecarga, porque el resto del equipo seguía funcionando. La primera vez no quisimos darle importancia, pero, cuando ocurrió de forma repetida, todos nos asustamos bastante.

—¿Y qué hicisteis en ese momento?
—pregunté.

—Pues para evitar que la situación se descontrolara tuve que ponerme muy serio y decirles a todos: «Aquí no ha pasado nada. Vamos a seguir grabando y nos olvidamos del asunto». Para entonces, ya se había generado una situación muy incómoda, en la que ningún miembro del equipo quería quedarse solo en ningún momento. Pero, en ocasiones, el guión lo requería. Por eso, decidimos marcharnos de aquí. Yo no había vuelto nunca hasta ahora.

—¿Por falta de ocasión o de ganas?

—De ganas, más bien…

La temperatura iba descendiendo por momentos y había pasado la medianoche, por lo que decidimos cenar antes de continuar con el reportaje.

Mientras comíamos unos bocadillos junto al coche ante la única luz de sus faros, Sergio tuvo una idea que acabaría marcando los resultados de la investigación.

—¿Por qué no hacemos una experiencia de aislamiento?
—propuso.

—¿En qué consiste y cómo lo hacemos?
—le preguntó Iker.

—Se trataría de dejar a alguien del equipo solo en un lugar, para ver cómo responde, si siente algo, si la sugestión juega un papel importante… Para eso, podríamos dejar dos cámaras grabándolo constantemente y también unas grabadoras de sonido para ver si capta algo. Además, la persona que se quede puede tener un walkie para estar comunicado con el resto del equipo, por si pasa algo.

A todos nos pareció una gran idea y elegimos un lugar por unanimidad: la iglesia de San Martín de Tours, que a todos nos había parecido impactante desde el primer minuto.

El siguiente paso era elegir al miembro del equipo que iba a quedarse allí solo. Aquello me parecía una experiencia posiblemente irrepetible y algo me decía que vivirla en primera persona lo sería aún más.

Por tanto, tras meditar unos minutos, concluimos que yo sería la persona que se quedaría allí. En ese instante, no alcanzaba siquiera a imaginar que lo que ocurriría en las horas posteriores acabaría quitándome el sueño, no sólo durante esa noche, sino también en las sucesivas…

Experiencia de aislamiento

Eran las 2.16 del 28 de agosto de 2011. El equipo había caminado esquivando cascotes y pedruscos, iluminando parcialmente la oscuridad con el haz de las linternas, ante la inquietud que produce la incertidumbre de no saber lo que te rodea. Daba la sensación de que Belchite no estaba muerto, sino dormido, y que en cualquier momento alguna figura oscura de rostro irreconocible se asomaría al balcón del número 3 de la calle Mayor.

Habíamos llegado de nuevo a la iglesia de San Martín, camuflada ahora en las sombras de la noche sin luna. En la puerta de entrada, oxidada por el efecto impiadoso de la lluvia, se leían ahora los míticos versos que un vecino anónimo había escrito años atrás:

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