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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (2 page)

Y ahora, desde el tejado de mi casa, asimilando aquel inesperado panorama, caí en la cuenta de lo magnífico que era que en dos mil años de actividad humana lo único que había llamado la atención del mundo exterior, por brevemente que fuera, hubiera sido el descubrimiento de un colgante romano de forma fálica. El resto no eran más que siglos y siglos de gente viviendo tranquilamente su día a día —comiendo, durmiendo, practicando el sexo, haciendo lo posible por divertirse— y se me ocurrió, con el poderío de un pensamiento experimentado con los cinco sentidos, que en realidad la historia es básicamente esto: montones de gente haciendo cosas normales. Incluso Einstein debió de pasar parte de su vida pensando en sus vacaciones o en su nueva hamaca o en lo delicado del tobillo de la joven dama que acababa de bajar del tranvía al otro lado de la calle. Son las cosas que llenan nuestra vida y nuestros pensamientos, y que aun así, tratamos como secundarias y apenas merecedoras de consideración formal. No sé cuántas horas de mis años escolares dediqué a estudiar el Compromiso de Missouri o la Guerra de las Dos Rosas, pero fueron inmensamente más de las que se me animó, o se me permitió dedicar, a la historia del comer, del dormir, de la práctica del sexo o del hacer todo lo posible por divertirse.

De modo que pensé que sería interesante, y que podría llenar un libro con ello, considerar las cosas normales de la vida, fijarse en ellas de una vez por todas y tratarlas como si también fuesen importantes. Echando un simple vistazo a mi casa, me quedé sorprendido, y también algo horrorizado, al darme cuenta de lo poco que sabía sobre el mundo doméstico que me rodeaba. Una tarde, sentado a la mesa de la cocina, jugueteando con el salero y el pimentero, se me ocurrió que no tenía ni la más mínima idea de por qué, de entre todas las especias del mundo, tenemos un vínculo tan perdurable con estas dos. ¿Por qué no pimienta y cardamomo, por ejemplo, o sal y canela? ¿Y por qué los tenedores tienen cuatro puntas y no tres o cinco? Todo debe tener sus motivos.

Vistiéndome, me pregunté por qué todas las chaquetas de mis trajes tienen una hilera de botones inútiles en cada manga. En la radio oí que hablaban de alguien que había pagado por
room and board
[*]
, y me di cuenta de que cuando la gente habla de eso no sé a qué se refiere. De pronto, la casa empezó a parecerme un lugar lleno de misterios.

Y así fue como tuve la idea de iniciar un viaje, de deambular de habitación en habitación y reflexionar sobre cómo cada una de ellas ha figurado en la evolución de la vida privada. El baño sería una historia de la higiene, la cocina del arte culinario, el dormitorio del sexo, la muerte y el sueño, y así sucesivamente. Escribiría una historia del mundo sin salir de casa.

La idea tenía cierto atractivo, todo hay que decirlo. Había escrito hacía poco un libro en el que intentaba comprender el universo y cómo se ensambla todo, una empresa peliaguda, como es de suponer. De manera que la idea de trabajar con algo tan pulcramente delimitado y tan confortablemente finito como una vieja rectoría de un pueblo inglés tenía atractivos evidentes. Era un libro que podía hacer en zapatillas.

Pero nada de eso. Las casas son repositorios asombrosamente complejos. Lo que descubrí, para sorpresa mía, es que todo lo que sucede en el mundo —todo lo que se descubre, o se crea, o todo aquello por lo que se pelea amargamente— acaba terminando, de una manera u otra, en tu casa. Guerras, hambrunas, la Revolución industrial, la Ilustración, todo está ahí, en los sofás y las cajoneras, escondido entre los pliegues de las cortinas, en la aterciopelada suavidad de las almohadas, en la pintura de las paredes y el agua de las cañerías. Y por ello la historia de la vida doméstica no es solo una historia sobre camas, sofás y cocinas, como más o menos me imaginé que iba a ser, sino sobre escorbuto, guano, la Torre Eiffel, chinches, profanación de tumbas y prácticamente todo lo que ha sucedido. Las casas no son el refugio de la historia. Son el lugar donde termina la historia.

No es necesario que advierta que la historia de cualquier tipo tiende a dispersarse. Para encajar la historia de la vida privada en un único volumen, tuve claro de entrada que tendría que ser dolorosamente selectivo. En consecuencia, y a pesar de que de vez en cuando me aventuro en el pasado lejano (es imposible hablar de baños sin hablar de los romanos, entre otras cosas), lo que sigue se concentra principalmente en sucesos de los últimos ciento cincuenta años, cuando nació el verdadero mundo moderno, casualmente la edad de la casa por la que estamos a punto de empezar a andar.

Estamos tan acostumbrados a las comodidades —a estar limpios, calientes y bien alimentados— que olvidamos lo recientes que estas son en su mayoría. De hecho, tardamos una eternidad en conseguir estas cosas, y luego nos llegaron casi todas de sopetón. De qué modo sucedió esto, cuándo sucedió, y por qué tardó tanto en conseguirse es lo que intentan explicar las páginas que siguen.

Aunque no he identificado el pueblo donde se encuentra la rectoría, quiero destacar que la casa es real, igual que son reales (o lo eran) las personas mencionadas con relación a ella. Quiero destacar asimismo que los párrafos del capítulo uno que hacen referencia al reverendo Thomas Bayes aparecieron de forma algo distinta en la introducción que escribí para
Seeing Further: The Story of Science and the Royal Society
.

Vista del interior del etéreo Palacio de Cristal de Joseph Paxton, construido con motivo de la Gran Exposición de 1851. Las verjas siguen en pie en los jardines de Kensington.

I
 
EL AÑO
I

En otoño de 1850, en el Hyde Park de Londres se levantó una estructura extraordinaria: un invernadero gigante de hierro y cristal que ocupaba siete hectáreas y media de terreno y en cuya liviana inmensidad podían albergarse cuatro catedrales de San Pablo. Durante su breve existencia, fue el edificio más grande del planeta. Conocido formalmente como el Palacio de la Gran Exposición de los Productos de la Industria de Todas las Naciones, era incontestablemente majestuoso, pero más aún por ser tan repentino, tan asombrosamente cristalino, por estar tan gloriosa e inesperadamente
allí
. Douglas Jerrold, columnista del semanario
Punch
, lo apodó el Palacio de Cristal, y con ese nombre pasó a la historia.

Tardaron cinco meses en construirlo. Y fue un milagro que llegara a edificarse. Menos de un año antes, ni siquiera existía como concepto. La exposición para la que fue diseñado era el sueño de un funcionario público, de nombre Henry Cole, cuya otra llamada de atención a la historia es la invención de la felicitación navideña (como una manera de animar a la gente a utilizar el nuevo correo a un penique). En 1849, Cole visitó la Exposición de París —un acontecimiento provinciano en comparación, limitado a fabricantes franceses— y se metió en la cabeza intentar algo similar en Inglaterra, aunque más grandioso. Convenció a muchos dignatarios, incluyendo al príncipe Alberto, y consiguió entusiasmarlos con la idea de una Gran Exposición, de tal modo que el 11 de enero de 1850 se celebró la primera reunión con vistas a celebrar la inauguración el 1 de mayo del año siguiente. Eso les daba menos de dieciséis meses para diseñar y erigir el edificio más grande jamás imaginado, atraer e instalar decenas de miles de muestras de todos los rincones del globo, acondicionar restaurantes y lavabos, contratar personal, organizar la cobertura aseguradora y la protección policial, imprimir prospectos y un millón de cosas más en un país que, para empezar, no estaba ni mucho menos convencido de que quería un evento tan costoso y perturbador. Era una ambición a todas luces inalcanzable, y durante los meses que siguieron se fracasó a todas luces en el intento de conseguirlo. Se celebró un concurso abierto al que se presentaron 245 diseños para el palacio de exposiciones. Todos ellos fueron rechazados por su falta de viabilidad.

Enfrentándose al desastre, el comité hizo lo que hacen a veces los comités cuando se encuentran en una situación desesperada: nombrar otro comité con un título más adecuado. El Building Committee of the Royal Commission for the Great Exhibition of the Works of Industry of All Nations estaba integrado por cuatro hombres —Matthew Digby Wyatt, Owen Jones, Charles Wild y el gran ingeniero Isambard Kingdom Brunel— y tenía una única orden, producir un diseño digno de la mayor exposición de la historia, que iba a inaugurarse en un plazo de diez meses, dentro de un presupuesto cerrado y reducido. De los cuatro miembros del comité, solo el joven Wyatt era arquitecto de formación, aunque aún no había construido nada; en aquella fase de su carrera se ganaba la vida como escritor. Wild era un ingeniero cuya experiencia se limitaba casi exclusivamente a barcos y puentes. Jones era decorador de interiores. Solo Brunel tenía experiencia en proyectos a gran escala. Era sin duda un genio, pero enervante, pues para encontrar el punto de intersección entre sus desorbitadas visiones y una realidad alcanzable casi siempre se hacían necesarias épicas inversiones de tiempo y dinero.

La estructura que los cuatro hombres presentaron era un objeto de infeliz portento. Un cobertizo inmenso, bajo y oscuro, cargado de tenebrosidad, con el espíritu y el carácter jovial de un matadero, que parecía diseñado a toda prisa por cuatro personas trabajando cada una por su lado. Aunque con casi toda seguridad era inconstruible, el coste ni podía calcularse. Su construcción exigía treinta millones de ladrillos y, con el tiempo disponible, nadie garantizaba la adquisición de una cantidad como aquella y mucho menos su entrega. El conjunto tenía que ir coronado por la contribución de Brunel: una cúpula de hierro de sesenta metros de diámetro, un detalle llamativo, sin lugar a dudas, pero un poco extraño para un edificio de una sola planta. Hasta la fecha nadie había construido en hierro una cosa tan imponente y, claro está, Brunel no podía empezar a componerla y levantarla hasta que tuviera un edificio debajo; y todo esto, para un proyecto que se debía realizar y completar en diez meses y que, en principio, tenía que permanecer en pie menos de medio año. Quién lo desmontaría después y qué se haría con aquella imponente cúpula y los millones de ladrillos eran preguntas demasiado incómodas como para planteárselas.

Fue entonces cuando en aquella crisis abierta irrumpió la tranquila figura de Joseph Paxton, jardinero jefe de Chatsworth House, la sede principal del duque de Devonshire (aunque, siguiendo las peculiares costumbres inglesas, localizada en Derbyshire). Paxton era un portento. Nacido en 1803 en Bedfordshire, en el seno de una humilde familia de campesinos, empezó a trabajar como aprendiz de jardinero a los catorce años de edad, pero destacaba de tal manera que en un plazo de seis años estaba dirigiendo un arboreto experimental para la nueva y prestigiosa Horticultural Society (que pronto se convertiría en la Royal Horticultural Society) en el oeste de Londres, un trabajo de mucha responsabilidad para alguien que era poco más que un niño. Estando allí, entabló un día conversación con el duque de Devonshire, propietario de la vecina Chiswick House y de unas cuantas casas más diseminadas por las islas Británicas (unas ochenta mil hectáreas de productiva campiña repartidas entre siete enormes fincas). El duque se quedó prendado de Paxton al instante, no tanto, por lo que parece, porque Paxton exhibiera una particular genialidad, sino porque hablaba con voz fuerte y clara. El duque era duro de oído y valoraba a la gente que le hablaba claro. En un impulso, invitó a Paxton a convertirse en jardinero jefe de Chatsworth. Paxton aceptó. Tenía veintidós años.

Seguramente fue el gesto más inteligente que haya hecho nunca un aristócrata. Paxton asumió el puesto con unos niveles de energía y dedicación deslumbrantes. Diseñó y puso en marcha la famosa Fuente del Emperador, capaz de proyectar un surtidor de agua de ochenta y ocho metros de altura, una hazaña de ingeniería hidráulica que solo se ha superado una vez en toda Europa; construyó el jardín de rocalla más grande de todo el país; diseñó una nueva urbanización en la finca; se convirtió en el más destacado experto mundial en dalias; ganó premios por producir los mejores melones, higos, melocotones y nectarinas del país; y creó un invernadero tropical gigantesco, conocido como el Gran Horno, que ocupaba media hectárea de terreno y era tan espacioso que cuando la reina Victoria fue a visitarlo en 1843, pudo pasear por su interior montada en un carruaje de caballos. Con la mejora de la gestión de la finca, redujo las deudas del duque en un millón de libras. Con la bendición del duque, lanzó y dirigió dos revistas de jardinería y un periódico de difusión nacional, el
Daily News
, donde Charles Dickens realizó durante un breve tiempo las labores de editor. Escribió libros de jardinería, invirtió tan sabiamente en acciones de compañías ferroviarias que fue invitado a formar parte en el consejo de tres de ellas, y en Birkenhead, cerca de Liverpool, diseñó y construyó el primer parque municipal del mundo. El norteamericano Frederick Law Olmsted quedó tan fascinado con el concepto que ideó el Central Park de Nueva York a su imagen y semejanza. En 1849, el botánico jefe de los Kew Gardens envió a Paxton un ejemplar excepcional y enfermo de un lirio, preguntándose si podría salvarlo. Paxton diseñó un invernadero especial y —a buen seguro no le sorprenderá ya a estas alturas— en tres meses el lirio empezó a florecer.

Cuando se enteró de que los miembros de la comisión de la Gran Exposición estaban teniendo problemas para encontrar un diseño para su salón, se le ocurrió que algo del estilo de sus invernaderos podría funcionar. Mientras presidía una reunión de un comité de la Midland Railway, garabateó un boceto en un pedazo de papel secante y dos semanas después tenía los planos listos para presentar. El diseño, de hecho, quebrantaba todas las reglas del concurso. Había sido presentado una vez cerrado el plazo de admisión y, a pesar de todo el cristal y el hierro que llevaba, incorporaba muchos materiales combustibles —hectáreas de entarimado de madera, entre otras cosas— que estaban estrictamente prohibidos. Los asesores arquitectónicos hicieron notar, y con razón, que Paxton no era arquitecto de formación y que nunca antes había intentado erigir nada de aquel calibre. Aunque, claro está, nadie lo había hecho. Por aquel motivo, no se podía afirmar con total confianza que el plan fuera a funcionar. A muchos les preocupaba la posibilidad de que el edificio resultara insoportablemente caluroso cuando le azotara el sol abrasador y las multitudes se abrieran paso a empellones en su interior. Otros temían que los montantes que sujetaban las cristaleras se dilataran con el calor del verano y que los gigantescos paneles de cristal cedieran como resultado de ello y cayeran sobre la muchedumbre. Pero la principal preocupación era que una tormenta acabara llevándose aquel edificio de frágil aspecto.

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