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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (46 page)

Puede decirse que la persona que lo empezó todo fue Joseph Banks, el brillante botánico que acompañó al capitán James Cook en su viaje a los Mares del Sur desde 1768 a 1771. Banks llenó la pequeña embarcación de Cook con plantas de todo tipo —treinta mil especies en total—, entre las que se incluían mil cuatrocientas que nunca se habían registrado, una cantidad que de golpe incrementó en un cuarto la reserva mundial de plantas conocidas. A buen seguro habría encontrado más en el segundo viaje de Cook, pero por desgracia Banks era tan caprichoso y mimado como brillante. Insistió esta vez en llevarse con él a diecisiete criados, incluyendo dos cornetas para entretenerlo por las noches. Cook se opuso educadamente y Banks se negó a acompañarlo. Lo que hizo en su lugar fue financiarse una expedición a Islandia. De camino, el grupo se detuvo en la bahía O’Skaill, en las Orcadas, y Banks llevó a cabo algunas excavaciones, pero pasó de largo el montículo cubierto de hierba que ocultaba Skara Brae y se perdió con ello la oportunidad de sumar uno de los grandes descubrimientos arqueológicos de la época a sus muchos otros logros.

Mientras, entregados buscadores de plantas se dedicaban a peinar el mundo, además de Norteamérica, que demostró ser especialmente productiva en cuanto a plantas que no solo eran preciosas e interesantes, sino que además florecerían sin problemas en suelo británico. Los primeros europeos que se adentraron en Norteamérica desde el este no buscaban tierras donde asentarse, ni pasos hacia el oeste. Buscaban plantas que poder vender, y encontraron muchísimas y maravillosas nuevas especies: azalea, áster, camelia, catalpa, euforbio, hortensia, rododendro, rudbeckia, enredadera de Virginia, cereza silvestre y muchos tipos de helechos, arbustos, árboles y plantas trepadoras. Se podían reunir auténticas fortunas descubriendo nuevas plantas y transportándolas con éxito hasta los invernaderos europeos para su propagación. Los bosques de América del Norte se llenaron de tantos buscadores de plantas que es difícil decir quién descubrió qué. No se sabe, por ejemplo, si John Fraser, que da nombre al abeto de Fraser, descubrió cuarenta y cuatro o doscientas quince nuevas especies, dependiendo de la historia de la botánica a la que decidamos hacer caso.

Los peligros de la búsqueda de plantas eran considerables. Joseph Paxton envió dos hombres a Norteamérica para ver qué podían encontrar; ambos murieron ahogados cuando su bote, cargado en exceso, volcó en las feroces aguas de un río de la Columbia Británica. El hijo de André Michaux, un buscador francés, quedó terriblemente mutilado por un oso. En Hawai, David Douglas, descubridor del abeto de Douglas, cayó en una trampa para animales en un momento especialmente poco propicio: estaba ya ocupada por un búfalo que lo pisoteó hasta matarlo. Otros se perdían o morían de hambre, fallecían como consecuencia de la malaria, la fiebre amarilla u otras enfermedades, o perdían la vida en manos de recelosos nativos. Pero los que salieron de su aventura con éxito solían hacerse auténticamente ricos. Quizás el buscador de plantas más destacado fue Robert Fortune, a quien hemos encontrado por última vez en el capítulo 8 viajando arriesgadamente por China vestido como un nativo para descubrir los secretos de la producción del té. Su introducción del cultivo del té en la India salvó posiblemente al Imperio británico, pero fue la incorporación del crisantemo y la azalea a los invernaderos británicos lo que le permitió morir rico.

Otros estaban impulsados por su pasión por la aventura, y a veces iban peligrosamente mal informados. Tal vez los más destacados en esta categoría —y a primera vista los más inesperados— fueron los jóvenes amigos Alfred Russel Wallace y Henry Walter Bates, ambos hijos de modestos hombres de negocios ingleses. Aunque ninguno de los dos había viajado al extranjero, en 1848 decidieron viajar a la Amazonia en busca de especies botánicas. Poco después, se les sumó el hermano de Wallace, Herbert, y otro entusiasta aficionado, Richard Spruce, maestro de escuela en la finca de Castle Howard, Yorkshire, que jamás había pisado nada más desafiante que un prado inglés. Ninguno de ellos estaba ni de lejos preparado para la vida en los trópicos, y el pobre Herbert lo demostró contagiándose de la fiebre amarilla y falleciendo tan pronto como llegó a tierra. Los demás perseveraron, aunque por motivos desconocidos decidieron dividirse y tomar distintas direcciones.

Wallace se adentró en la selva siguiendo el río Negro y pasó los cuatro años siguientes recogiendo ejemplares con tenacidad. Se enfrentó a incontables retos. Los insectos convirtieron su vida en una pesadilla, se le rompieron las gafas, de las que era tremendamente dependiente, durante un intenso encuentro con un avispero y perdió una bota en otro momento caótico, por lo que pasó un tiempo avanzando a paso lento por la selva medio descalzo. Dejó perplejos a sus guías nativos conservando sus ejemplares en frascos de
cachaça
, un alcohol resultado de la fermentación de la caña de azúcar, en lugar de bebérsela como haría cualquier hombre sensato. Creyendo que estaba loco, se apropiaron de la
cachaça
que quedaba y la derramaron en la selva. Impertérrito —imperturbable—, Wallace siguió adelante.

Después de cuatro años, emergió de la tórrida selva agotado, vestido con harapos, tembloroso y delirando como consecuencia de unas fiebres recurrentes, pero con una excepcional colección de ejemplares. En el puerto brasileño de Pará, encontró pasaje de vuelta a casa a bordo de un navío llamado
Helen
. En pleno Atlántico, sin embargo, el
Helen
se incendió y Wallace tuvo que saltar a un bote salvavidas, dejando atrás su preciosa carga. Vio cómo el barco, consumido por las llamas, desaparecía bajo las olas, llevándose con él todos sus tesoros. Sin desanimarse (bueno, tal vez solo desanimándose un poco), Wallace se concedió un periodo de convalecencia y partió de nuevo, esta vez hacia el otro extremo del planeta, el archipiélago malayo, donde vagó sin cesar durante ocho años y recogió la asombrosa cifra de 127.000 especies, incluyendo un millar de insectos y doscientos ejemplares de aves no registradas hasta entonces, todos los cuales consiguió llevar con éxito a Inglaterra.

Bates, entretanto, permaneció en América del Sur siete años más después de que Wallace se marchara, explorando en barca el Amazonas y sus afluentes. Acabó regresando a casa con casi quince mil ejemplares de animales e insectos, que parece una cifra modesta en comparación con las 127.000 especies de Wallace, aunque hay que tener en cuenta que unas ocho mil de las suyas —más de la mitad, una proporción fabulosa— eran nuevas para la ciencia.

Pero el más destacado en todos los sentidos fue Richard Spruce. Se quedó dieciocho años en América del Sur, explorando zonas jamás visitadas antes por un europeo y recopilando cantidades inmensas de información, incluyendo entre ella glosarios de veintiún idiomas nativos. Entre muchas cosas más, descubrió una planta del caucho comercialmente importante, la especie de coca de la que deriva la cocaína moderna y la variedad de cinchona que produce la quinina —durante un siglo el único remedio efectivo contra la malaria y otras fiebres tropicales—, así como la aromática agua tónica que tan esencial es para preparar una buena ginebra con tónica.

Cuando por fin regresó a Yorkshire, descubrió que todo el dinero que había ganado con sus aventuras a lo largo de veinte años había sido mal invertido por aquellos a quienes se lo había confiado y, en consecuencia, no tenía ni un céntimo. Su salud estaba tan castigada que pasó la mayor parte de los veintisiete años siguientes postrado en la cama, catalogando lánguidamente sus descubrimientos. Jamás encontró la fuerza necesaria para escribir sus memorias.

Gracias a los esfuerzos de estos atrevidos hombres y de muchísimos más como ellos, el número de plantas que los jardineros ingleses tenían a su disposición aumentó de manera asombrosa, pasando de cerca del millar en 1750 a muy por encima de las veinte mil solo unos cien años después. Las plantas exóticas de reciente descubrimiento tenían precios muy elevados. Una pequeña araucaria, una conífera decorativa descubierta en Chile en 1782, podía alcanzar fácilmente en la Gran Bretaña de la década de 1840 el precio de 5 libras, el coste de tener una criada en casa durante todo un año. También las plantas ornamentales se convirtieron en una industria gigantesca. Y todo ello sirvió para dar un poderoso empujón a la afición a la jardinería.

Y lo mismo hizo, de forma más inesperada, el auge del ferrocarril. El ferrocarril permitió a mucha gente trasladarse a vivir a suburbios alejados y desplazarse a trabajar a la ciudad. Y las propiedades más espaciosas permitieron —de hecho, casi exigieron— que la nueva raza de suburbanitas se aficionara a la jardinería.

Pero hubo aún otro cambio que tuvo consecuencias más profundas si cabe que todos los demás: el auge de la jardinería femenina en el hogar. El catalizador del fenómeno fue una mujer llamada Jane Webb, que no tenía formación alguna como jardinera y que saltó a la fama inesperadamente como autora de una obra mediocre pensada única y exclusivamente para ganar dinero y publicada en tres tomos que se tituló
The Mummy! A Tale of the Twenty-second Century
, que escribió de forma anónima en 1827, cuando contaba solo veinte años. La descripción que hacía de un cortacésped a vapor excitó (en el sentido más serio) hasta tal punto a John Claudius Loudon, el escritor especialista en jardinería, que decidió entablar amistad con el autor, creyendo que se trataba de un hombre. Y Loudon se excitó más si cabe cuando descubrió que era una mujer, a la que enseguida propuso matrimonio aun doblándole exactamente la edad.

Jane aceptó, iniciando de esta manera una sociedad conmovedora y productiva. John Claudius Loudon era toda una eminencia en el mundo de la horticultura. Nacido en una granja escocesa en 1783, el año del fallecimiento de Capability Brown, pasó la juventud sumido en un fervor de superación personal, aprendiendo sin la ayuda de nadie seis idiomas, incluidos el griego y el hebreo, y asimilando de los libros todo lo que era posible saber sobre botánica, horticultura, historia natural y cualquier cosa que pudiera estar relacionada con las artes verdes. En 1804, con veintiún años de edad, empezó a escribir un interminable conjunto de voluminosos libros con títulos de lo más vehemente e intimidante —
A Short Treatise on Several Improvements Recently Made in Hothouses
,
Observations on the Formation and Management of Useful and Ornamental Plantations
,
The Different Modes of Cultivating the Pine-Apple—
, todos los cuales se vendieron mucho mejor de lo que sus títulos podrían invitar a pensar. También editó, escribió extensamente y produjo sin la ayuda de nadie un conjunto de revistas de jardinería muy populares —hasta cinco simultáneamente— y todo ello, hay que destacar, a pesar de padecer una salud nefasta. Tenía una habilidad especial para caer enfermo y desarrollar luego tremendas complicaciones. Tuvieron que amputarle el brazo derecho, por ejemplo, como resultado de un brote de fiebres reumáticas. Poco después se le anquilosó la rodilla, dejándolo víctima de una cojera permanente. Como consecuencia de sus dolores crónicos, fue durante un tiempo adicto al láudano. Un hombre, en resumidas cuentas, cuya vida nunca fue fácil.

La señora Loudon tuvo incluso más éxito que su marido gracias a una única obra,
Practical Instructions in Gardening for Ladies
, publicada en 1841, justo en el momento más oportuno. Era el primer libro de cualquier tipo que animaba a la mujer de clase alta a ensuciarse las manos e, incluso, a tener un débil brillo provocado por la transpiración. Resultaba algo novedoso, hasta llegar casi al erotismo.
Gardening for Ladies
insistía valientemente en que las mujeres podían ejercer la jardinería sin necesidad de supervisión masculina siempre y cuando tuvieran en cuenta unas mínimas y sensatas precauciones: trabajar de un modo regular pero sin excesiva energía, emplear tan solo herramientas ligeras, nunca pisar suelo húmedo por las insalubres emanaciones que podían ascender por debajo de sus faldas. El libro daba por sentado que la lectora apenas había estado nunca al aire libre y, mucho menos, había puesto sus manos en una herramienta de jardinería. Veamos, por ejemplo, cómo la señora Loudon explica lo que hace una pala:

La operación de cavar, tal y como la realiza un jardinero, consiste en introducir perpendicularmente en el suelo, y con la ayuda del pie, la parte metálica de la pala, que actúa a modo de calza, y después utilizar el mango alargado como palanca, para levantar la tierra y extraerla.

Todo el libro es así, describiendo con doloroso detalle las acciones más mundanas y evidentes, como qué parte de la pala es la que debe introducirse en el suelo. En la actualidad resulta prácticamente ilegible y lo más probable es que tampoco entonces su lectura resultara estupenda. El valor de
Gardening for Ladies
no fue tanto lo que contenía como lo que representó: el permiso para salir al exterior y
hacer
alguna cosa. Llegó exactamente en el momento adecuado para captar la imaginación de la nación. En 1841, las mujeres de clase media estaban aburridas a más no poder de la rigidez que envolvía su vida y agradecían cualquier sugerencia de diversión.
Gardening for Ladies
siguió siendo una edición rentable hasta finales de siglo. Y las animaba de verdad a ensuciarse las manos: el segundo capítulo estaba consagrado en su totalidad al estiércol.

Y además de su atractivo como entretenimiento, el auge de la jardinería en el siglo
XIX
tuvo un segundo impulso, inesperado a todas luces, y en el que John Claudius Loudon desempeñó también un papel trascendental. Aquella época estuvo intensamente marcada por epidemias de cólera y otras enfermedades contagiosas que mataron a mucha gente. Y no puede decirse que eso empujara exactamente a todo el mundo a salir al jardín, pero sí que produjo un deseo generalizado de respirar aire fresco y disfrutar de los espacios al aire libre, sobre todo cuando se hizo tan evidente que los cementerios urbanos eran en general escuálidos, estaban superpoblados y resultaban insalubres.

En pleno siglo
XIX
, Londres tenía tan solo noventa hectáreas de cementerios. Los muertos yacían apiñados en ellos en densidades casi inimaginables. Cuando el poeta William Blake falleció en 1827, fue enterrado en Bunhill Fields sobre tres personas más; posteriormente, otras cuatro fueron enterradas encima de él. De esta manera, los cementerios de Londres concentraban cantidades pasmosas de carne muerta. Se estima que en la iglesia parroquial de St. Marylebone había enterrados cien mil muertos en un camposanto de media hectárea. Donde hoy en día se alza la National Gallery, en Trafalgar Square, estaba el modesto cementerio de la iglesia de St. Martin-in-the-Fields. Había allí enterrados setenta mil cuerpos en el espacio que hoy ocuparía una pista de bochas y miles más yacían enterrados en las criptas del interior. En 1859, cuando St. Martin’s anunció su intención de vaciar las criptas, el naturalista Frank Buckland decidió localizar el ataúd del gran cirujano y anatomista John Hunter para poder dar sepultura a sus restos en la abadía de Westminster, y Buckland nos dejó un fascinante relato de lo que encontró en el interior.

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