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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (69 page)

Los miriñaques se levantaban además ligeramente cuando su portadora se agachaba —cuando, por ejemplo, se inclinaba para golpear una bola de croquet—, ofreciendo con ello una electrizante visión de polainas con volantitos a cualquier hombre lo bastante listo como para decir: «Usted primero». Cuando se tensaban en exceso, los miriñaques presentaban la desalentadora tendencia a invertirse y volar hacia arriba, como un paraguas forzado por el viento. Abundan relatos sobre mujeres atrapadas y tambaleándose en el interior de aros mal colocados. Lady Eleanor Stanley anotó en su diario que la duquesa de Manchester tropezó intentando subir un par de peldaños para superar una cerca —por qué intentó saltar una cerca con miriñaque es un imponderable aparte— y acabó exponiendo sus calzas bombachas de cuadros escoceses «a la vista de todo el mundo en general y del duque de Malakoff en particular». Los vientos fuertes resultaban especialmente perturbadores y las escaleras una clara señal de peligro. Pero el riesgo más relevante era el fuego. «Muchas mujeres vestidas con miriñaque murieron como resultado de graves quemaduras por haberse acercado al fuego sin advertirlo», apuntan C. Willett y Phillis Cunnington en su inesperadamente solemne
History of Underclothes
. Un fabricante anunciaba con orgullo, aunque de forma inquietante, que sus miriñaques «no provocan accidentes, no aparecen mencionados en las investigaciones judiciales».

La edad de oro del miriñaque fue el periodo comprendido entre 1857 y 1866, momento en el cual empezó a quedar desterrado, no porque fuera peligroso y absurdo, sino porque cada vez se imponía más entre las clases inferiores, destruyendo con ello su exclusividad. «Incluso la criada de la dama debe tener ahora su miriñaque —expresaba con desaprobación una revista—, y hasta se ha vuelto esencial para las chicas que trabajan en las fábricas.» El peligro de los miriñaques entre los amenazadores engranajes y el ronroneo de las correas de la maquinaria de las fábricas es muy fácil de imaginar.

El abandono de los miriñaques no significó, sin embargo, el fin de la incomodidad en el vestir. Ni mucho menos, pues los miriñaques dieron paso a los corsés, y los corsés se convirtieron en la mayor tortura del vestuario en muchos siglos. Algunas autoridades lo encontraban extrañamente alentador, basándose en la idea de que daba a entender sacrificio y castidad.
Englishwoman’s Domestic Magazine
, la popular revista de los Beeton, destacaba con aprobación en 1866 que las alumnas de un internado de señoritas se ataban las cintas de sus corsés el lunes por la mañana y no se libraban de su constreñimiento hasta el sábado, momento en el cual se les permitía aflojar las ballenas durante una hora «con el fin de poder lavarse». Un régimen así, apuntaba la revista, permitía a las chicas reducir su contorno de cintura de cincuenta y ocho centímetros a treinta y tres en solo dos años.

La cruzada por reducir el perímetro a casi cualquier precio era real, pero la persistente creencia de que había mujeres que se sometían a la extirpación quirúrgica de algunas costillas para que su diafragma fuese todavía más comprimible no deja de ser, por suerte, un mito. Valerie Steele, en su encantadoramente precisa y académica obra,
The Corset: A Cultural History
, explica que no pudo encontrar evidencias de que se hubiera llevado a cabo ni una sola operación de este tipo. Para empezar, las técnicas quirúrgicas del siglo
XIX
no estaban a la altura requerida para poder conseguirlo.

El corsé se convirtió en una obsesión para los expertos médicos de la segunda mitad del siglo
XIX
. Al parecer, no existía en el cuerpo ni un solo sistema orgánico gravemente susceptible de sufrir y funcionar de forma indebida como consecuencia del efecto de estrangulación provocado por el encaje y las barbas de ballena. Los corsés impedían el libre latido del corazón, lo que hacía que la sangre se congestionara. A su vez, la lentitud de la circulación de la sangre provocaba casi un centenar de males distintos: incontinencia, dispepsia, paro hepático, «hipertrofia congestiva del útero» y pérdida de facultades mentales, para nombrar solo algunos de los más destacados. La revista
Lancet
investigaba con regularidad los peligros de los corsés y en un caso llegó a la conclusión de que el latido del corazón de una víctima estaba tan limitado por el corsé, que la tensión excesiva acabó provocando su fallecimiento. Algunos médicos creían además que llevar la ropa interior excesivamente apretada hacía a las mujeres más susceptibles a la tuberculosis.

Es inevitable que el uso del corsé tuviera también connotaciones sexuales. El tono de la literatura femenina contraria al corsé era curiosamente similar al tono de la literatura masculina contraria a la masturbación. Con la restricción del flujo sanguíneo y la compresión de los órganos de las proximidades de la zona reproductiva, se temía que los corsés pudieran provocar un trágico incremento de los «deseos amatorios» e inducir incluso «espasmos voluptuosos». Poco a poco, los miedos relacionados con la vestimenta se extendieron a cualquier parte del cuerpo que pudiera cubrirse con prendas calentitas y cómodas. Se sugería que incluso los zapatos apretados podían generar un cosquilleo peligroso, si no un tremendo espasmo capaz de hacer temblar cielos y tierra. En los peores casos, las mujeres podían acabar desquiciadas por culpa de su vestimenta. Orson Fowler, autor de un tentador ataque titulado
Tight-Lacing, Founded on Physiology and Phrenology; or, the Evils Inflicted on the Mind and Body by Compressing the Organs of Animal Life, Thereby Retarding and Enfeebling the Vital Functions
[La práctica extrema del corsé, basada en la fisiología y la frenología; o los males infligidos a la mente y el cuerpo por la compresión de los órganos de la vida animal, retardando y debilitando, en consecuencia, las funciones vitales], propugnaba la teoría de que la distorsión contra natura de la circulación impulsaba una cantidad excesiva de sangre hacia el cerebro de la mujer capaz de provocar un cambio de personalidad permanente y turbador.

Lo único que realmente ponía en peligro la costumbre de llevar el corsé excesivamente apretado era el desarrollo del bebé en el vientre materno. Muchas mujeres seguían llevando corsé hasta momentos peligrosamente avanzados del embarazo, y los tensaban incluso más con el objetivo de esconder durante el máximo tiempo posible la indiscreta evidencia de que habían sido cómplices de una indecorosa explosión de espasmos voluptuosos.

Las rigideces victorianas llegaban a tales extremos que las damas ni siquiera tenían permiso para apagar una vela soplando en presencia de hombres, ya que la acción les exigía fruncir los labios en una mueca sugerente. No podían decir que se iban «a la cama» —despertaba una imagen estimulante en exceso—, sino simplemente decir que se «retiraban». Resultaba de hecho imposible comentar cualquier tema relacionado con el vestido, ni siquiera en un sentido aséptico, sin tener que recurrir a eufemismos. Los pantalones se convirtieron en «tegumentos inferiores» o simplemente en «inexpresables», mientras que la ropa interior era «lino». En conversaciones entre mujeres podían hablar de enaguas o, en voz baja, incluso de medias, pero apenas podían mencionar ninguna otra cosa que rozara directamente la piel.

En secreto, sin embargo, las cosas eran un poquitín más picantes de lo que a veces se nos ha hecho creer. Los tintes de origen químico —algunos de ellos decididamente intensos y vistosos— empezaron a estar disponibles a mediados de siglo y uno de los primeros lugares donde estuvieron presentes fue en la ropa interior, un tema que escandalizó a muchos, pues suscitaba la evidente pregunta de para el placer de quién estaba destinado aquel color. La ropa interior bordada se hizo también popular e igualmente escandalosa. Justo el mismo año que elogiaba a un internado femenino por mantener a las damiselas criminalmente sujetas a corsés durante una semana seguida, el
Englishwoman’s Domestic Magazine
despotricaba también declarando que «la cantidad de bordados que se aplica hoy en día a la ropa interior resulta pecaminosa; una joven dama consagró un mes a coser el ribete y bordar una prenda que apenas es posible que cualquier ser humano, excepto su lavandera, llegue jamás a ver».

Lo que no tenían era sujetadores. Los corsés ejercían presión desde abajo, ayudando con ello a mantener el pecho en su debido lugar, pero, por lo que me cuentan, lo más cómodo es sujetar el pecho desde arriba mediante tirantes. La primera persona que se dio cuenta de este detalle fue un fabricante de lencería llamado Luman Chapman, de Camden, Nueva Jersey, que en 1863 patentó lo que denominó «inflador de pechos», un primitivo sujetador atado al cuello. Entre 1863 y 1969 se registraron en Estados Unidos 1.230 patentes de sujetadores. El término
brassiere
, que sirve para denominar en inglés al sujetador y cuyo origen se encuentra en la palabra francesa que hace referencia al antebrazo, lo utilizó por vez primera en 1904 la empresa Charles R. DeBevoise Company.

Y aquí destruiremos un pequeño aunque tenaz mito. Se ha escrito a veces que el sujetador lo inventó un tal Otto Titzling. De hecho, si esa persona existió alguna vez, no desempeñó ningún papel en la invención de las prendas básicas. Y con esa nota, quizás un punto decepcionante, pasaremos a la habitación de los niños.

XVIII
 
LA HABITACIÓN DE LOS NIÑOS
I

A principios de la década de 1960, en un libro muy influyente titulado
L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime
, un autor francés llamado Philippe Ariès realizaba una asombrosa afirmación. Declaraba que antes del siglo
XVI
, como muy pronto, la infancia no existía como tal. Había seres humanos pequeños, claro está, pero nada en su vida los hacía significativamente diferenciables de los adultos. «El concepto de infancia no existía», manifestaba con carácter irrevocable. Se trataba, esencialmente, de una invención victoriana.

Ariès no era un especialista en ese campo y sus ideas estaban basadas casi por completo en evidencias indirectas, en su mayoría consideradas actualmente más bien dudosas, pero sus puntos de vista tocaron la fibra sensible del público y fueron ampliamente aceptados. Otros historiadores se apresuraron a declarar que antes de la edad moderna los niños no solo vivían ignorados, sino que además su presencia no era grata. «En la sociedad tradicional, las madres observaban con indiferencia el desarrollo y la felicidad de los niños menores de dos años», declaraba Edward Shorter en
The Making of the Modern Family
(1976). Y el motivo no era otro que la elevada mortalidad infantil. «No podías permitirte establecer vínculos emocionales con un bebé que sabías que la muerte podía llevarse rápidamente», explicaba. Barbara Tuchman se hacía eco de este punto de vista, casi con exactitud, en el éxito de ventas
Un espejo lejano: el calamitoso siglo
XIV
. «De todas las características en las que la época medieval se diferencia de la moderna —escribió—, ninguna llama tanto la atención como la relativa ausencia de interés por los niños.» Realizar una inversión de amor en los niños más pequeños era tan arriesgado —«tan poco gratificante», era su curiosa expresión— que se reprimía por considerarse una merma de energía sin pies ni cabeza. Aquí, las emociones no entraban en juego. Los niños eran simplemente «un producto», bajo su escalofriante punto de vista. «Nacía un niño y moría, y otro ocupaba su lugar.» O, tal y como el mismo Ariès explicaba: «El sentimiento general era, y siguió siéndolo durante mucho tiempo, que se tenían varios hijos con la idea de que sobrevivieran unos cuantos». Estas perspectivas llegaron a estandarizarse hasta tal punto entre los historiadores de la infancia que tendrían que pasar veinte años antes de que alguien se cuestionara si tal vez representaban un grave error de lectura de la naturaleza humana, eso sin mencionar los hechos conocidos de la historia.

No hay duda de que antiguamente los niños morían en grandes cantidades y que a los padres no les quedaba otro remedio que ajustar sus expectativas en consecuencia. Antes de la era moderna, el mundo era un lugar repleto de diminutos ataúdes. Las cifras citadas habitualmente hablan de que un tercio de los niños moría durante su primer año de vida y la mitad no llegaba ni a su quinto cumpleaños. La muerte visitaba con regularidad incluso los hogares más acomodados. Stephen Inwood destaca, por ejemplo, que el futuro historiador Edward Gibbon, que nació rico en el sano barrio de Putney, perdió a sus seis hermanos siendo todos ellos unos niños. Pero esto no quiere decir que la pérdida de los hijos no destrozara a los padres antes tanto como pueda hacerlo ahora. El cronista John Evelyn y su esposa tuvieron ocho hijos y perdieron a seis de ellos en su más tierna infancia, unos fallecimientos que los dejaron en cada ocasión desconsolados. «Aquí termina la alegría de mi vida», escribió simplemente Evelyn después de que su hijo mayor muriera en 1658 solo tres días después de su quinto cumpleaños. El escritor William Brownlow perdió a un hijo cada año durante cuatro años seguidos, una serie de desgracias que «me han hecho pedazos y me han dejado destrozado», escribió, pero a su esposa y a él les quedaban aún más penurias que vivir: la trágica pauta de muertes anuales continuó durante tres años más hasta que se quedaron sin hijos.

Nadie expresó mejor la pérdida parental que William Shakespeare (ya que nadie ha expresado jamás las cosas mejor que él). Los siguientes versos son de
La vida y la muerte del rey Juan
, escrita poco después de que su hijo Hamnet falleciera con once años de edad en 1596:

El dolor llena la habitación de mi hijo ausente

Se acuesta en su lecho, camina a mi lado de arriba abajo,

Se cubre con su hermoso rostro, repite sus palabras,

Me recuerda sus bellos rasgos,

Llena sus ropas vacías con la forma de su cuerpo.

No son precisamente las palabras de alguien que considere a sus hijos un mero producto, y no hay razón alguna para suponer —ni evidencias, incluyendo el más puro sentido común— que los padres fueran, en cualquier momento del pasado, indiferentes en general a la felicidad y el bienestar de sus hijos. Una pista nos la ofrece el nombre de la habitación donde nos encontramos en este momento
[62]
. La palabra inglesa
nursery
[«habitación de los niños»] aparece registrada por primera vez en inglés en 1330 y desde entonces su utilización ha sido continua. Una habitación dedicada única y exclusivamente a las necesidades y comodidades de los niños no parece consistente con la creencia de que los niños carecían de importancia en el hogar. No menos importante es la palabra
childhood
[«infancia»] en sí misma. Hace un millar de años que existe en inglés (su primera aparición escrita data de 950 d. C., en los evangelios de Lindisfarne), y por lo tanto, independientemente de lo que haya podido significar a nivel emocional para la humanidad, como modo de vida, como estado de existencia aparte, es sin duda alguna un concepto antiguo. Sugerir que los niños eran objeto de indiferencia o que apenas existían como seres diferenciados es, en el mejor de los casos, una simplificación.

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