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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (38 page)

——¡No! ¡Zaltec reclama sus corazones! —gritó Hoxitl, dominado por el fanatismo—. ¡Los corazones de payitas y kultakas no bastan para saciar su apetito! ¡Debemos atacar ahora!

——¿Dónde está mi señor Poshtli? —preguntó Chical, desviando la atención del sumo sacerdote a otro tema—. Él es el único que nos da órdenes.

El patriarca frunció el entrecejo. Recordó su intento de encontrar a Poshtli, cuando, al parecer, el sobrino de Naltecona había entrado en el túnel secreto debajo de su palacio.

——No lo sé —contestó, preocupado—. Nadie sabe nada de su paradero. Sospecho que también a él lo asesinaron los extranjeros.

Los hombros de Chical se aflojaron, pero el guerrero no discutió la suposición de Hoxitl.

——En cualquier caso, los hombres tienen que descansar.

——¡Los extranjeros también necesitan descanso! —chilló el patriarca con voz aguda—. ¡Ahora es el momento de atacar, cuando están demasiado cansados para defenderse! ¡Debemos atacarlos esta misma mañana, hacer que combatan durante todo el día!

Varios de los Caballeros Jaguares expresaron con un murmullo su apoyo al pedido de Hoxitl. Chical, con el aspecto de un comandante que ha perdido la guerra y no de quien acaba de vencer en la mayor batalla de su vida, suspiró resignado.

——¡Zaltec reclama sus corazones! —bramó el sumo sacerdote—. ¡Ahora! ¡Ahora!

——De acuerdo —asintió el jefe de los Águilas—. Alzad los estandartes. El ataque comenzará inmediatamente.

——¿Halloran? ¿Capitán Halloran? —El legionario, uno de los ballesteros de Daggrande, llamó a Hal, que se encontraba sentado con sus compañeros junto a uno de los techos de paja de la terraza.

Halloran miró a sus amigos con un gesto de extrañeza, y se puso de pie.

——¿Qué quieres?

——El general desea hablarle, señor. Por favor, ¿quiere acompañarme?

Halloran hizo un gesto evasivo. El sol asomaba a ratos entre la niebla, y el cansancio le embotaba la mente. Para colmo de males, Darién había conseguido escapar.

——¿Os interesa venir conmigo? —les preguntó a los dos hombres. Erix ya estaba a su lado, y, en respuesta a su pregunta, Poshtli y Shatil se levantaron con un esfuerzo supremo. La serpiente emplumada, al parecer incansable, agitó las alas y voló a través de la terraza en dirección al puesto de mando de Cordell, seguida por los cuatro humanos.

El general, en compañía del fraile y de Daggrande. observaba la plaza —donde por ahora reinaba un momento de tranquilidad, y los nativos descansaban en medio de la sangre y de los cadáveres— y la gigantesca pirámide en la que proseguían los sacrificios.

——Bienvenido, capitán —dijo Cordell, cansado—. ¿Cómo ha ido vuestra pelea?

Halloran recordó la emoción al recibir aquel rango. cuando Cordell lo había designado capitán. Pero aquello había ocurrido en otro continente y delante de un enemigo distinto. Para el caso, bien podría tratarse de otra vida.

——Sólo Halloran —replicó con frialdad—. Quizás olvidáis que ya no soy un legionario. Y, en cuanto a la pelea, la hechicera escapó.

Cordell suspiró, mientras Erix se encargaba de traducir la conversación a Poshtli y Shatil. El comandante señaló la plaza, donde miles de nexalas descansaban fuera del alcance de las ballestas, rodeando todo el perímetro del palacio.

——Tiene mal aspecto, ¿no le parece?

——Muy malo —afirmó Hal—. ¿Para qué me habéis llamado?

Cordell demoró la respuesta y estudió a Erix, envuelta en su capa de plumas, a Poshtli, que lo miraba atento, y a la serpiente enrollada en el aire. Al parecer, le costaba decir lo que quería.

——¿Quiere unirse a nuestra lucha? —preguntó, por fin—. Desde luego, queda perdonado de todos los cargos que puedan haber sido presentados en su contra, y le ofrezco el mando de las compañías de lanceros.

Halloran se sintió tan sorprendido por la oferta, que ni siquiera tuvo ánimos para reírse. No obstante, su respuesta fue rápida y vehemente.

——No he hecho nada que necesite ser perdonado —afirmó, enérgico—. Pero no quiero participar en vuestra «gran misión», y me arrepiento de haber estado en algún momento de vuestra parte. ¡Habéis venido aquí sólo con el propósito de cometer un robo gigantesco!

El fraile, que había permanecido en silencio, aunque sin dejar de lanzar miradas asesinas a Halloran, no pudo contenerse por más tiempo.

——¿Robo? ¿Acaso es robar apropiarse de las cosas de unos bárbaros salvajes que se matan los unos a los otros para alimentar a sus dioses? ¡Si ni siquiera saben el valor de su oro!

Hal se volvió hacia Domincus, e hizo un gesto muy significativo en dirección a los guerreros en la plaza.

——A mi entender, sois vosotros los que habéis dado un valor equivocado al oro. Ya podéis ver lo que habéis comprado.

»En cuanto a salvajismo, entre ellos hay gente buena y mala como en cualquier otra parte. Pensad que, cuando llegamos, nos acompañaban personajes desalmados como Darién y Alvarro. Me gustaría saber quiénes son los salvajes.

——¡Sois un traidor! —gritó Domincus. La cólera lo impulsó a dar un paso hacia Halloran, y, en el acto, la sinuosa forma de
Chitikas
se interpuso en su camino. La mirada de la serpiente se clavó en el rostro del fraile, que se apresuró a retroceder, asustado.

——Darién —dijo el general en voz baja—. ¿Dónde cree que ha ido?

——No lo sé —admitió Halloran—. Me preocupa, porque representa una gran amenaza para Erixitl.

De pronto, Shatil, que había seguido la discusión a través de la traducción de su hermana, decidió hablar.

——La Gran Cueva —dijo. En cuanto Erix tradujo, añadió—: Es el escondite de los Muy Ancianos.

——¿Dónde está? —preguntó Cordell.

——Allá arriba, en algún lugar cercano a la cumbre. —El clérigo señaló hacia el cráter del Zatal, un poco más abajo de la columna de humo. El volcán regurgitaba gases y no dejaba de tronar; parecía el sitio más idóneo para ocultar a una pandilla de drows—. Yo..., no sabemos exactamente dónde está, pero sí que es un punto muy elevado.

——Ahora es enemiga de todos nosotros —afirmó el general.

Halloran pensó por un momento. Comprendió la verdad de las palabras de Cordell, y se sorprendió al ver que Shatil sabía dónde estaba el escondite de Darién, o al menos tenía una sospecha fundada acerca de ello. Al segundo siguiente, tomó su decisión.

——Iré tras ella, si mis compañeros están de acuerdo. —Erix lo cogió del brazo, y Poshtli asintió. Durante un instante, Hal tuvo la impresión de que
Chitikas
sonreía, Shatil vaciló, confuso, pero después se sumó al grupo.

——Os deseo buena suerte —dijo Cordell—. Vais a necesitarla.

Hal contempló la plaza y la multitud de guerreros dispuestos a acabar con la legión.

——Gracias, y buena suerte también para vosotros —respondió.

Entonces
Chitikas
rodeó a los cuatro humanos con su cuerpo. Una vez más, se convirtió en un anillo multicolor que giraba a una velocidad de vértigo, y desaparecieron.

El ataque comentó a media mañana, sin ningún aviso. Los guerreros marcados con la Mano Viperina se lanzaron hacia las paredes del castillo por los cuatro costados, como una marea incontenible armada con lanzas, arcos, hondas y
macas.

Las piedras y las flechas llovieron sobre la terraza y los hombres de la compañía de Daggrande, como una granizada mortal. Los ballesteros respondieron al ataque, andanada tras andanada. Los dardos de acero eran cien veces más efectivos que las flechas con punta de piedra de los nexalas, pero, en cambio, los arqueros superaban a los legionarios en una proporción de cincuenta a uno.

Los guerreros nativos hicieron trizas los portones del palacio, y se lanzaron a una lucha cuerpo a cuerpo con los legionarios. Los hombres de Cordell lucharon con desesperación en el poco espacio disponible, y sólo gracias a su disciplina y coraje consiguieron —casi de milagro— cerrar las brechas.

Cuando comenzó el asalto, los legionarios se mantuvieron firmes en las amplias puertas del palacio. Tomaron posiciones en la terraza, para protegerlas de las hordas que intentaban escalar los muros y atacar desde arriba.

Guiados por los miembros del culto, los guerreros se lanzaban sin descanso contra el edificio, y sus ataques ganaban en ferocidad con el paso de las horas. Miles de nativos se amontonaban junto a los muros. Las ballestas, espadas y lanzas los destrozaban, pero, por cada uno que caía, dos, cuatro o una docena más ocupaban su puesto. Hoxitl y sus sacerdotes les daban ánimos, y los nexalas adoptaban una actitud suicida, sacrificando sus vidas con el objetivo de acabar de una vez por todas con el odiado enemigo.

En una ocasión, una compañía de nexalas consiguió atravesar la puerta principal y entrar en el vestíbulo. Cuando ya todo parecía perdido, el capitán Garrant lanzó a sus infantes en un contraataque a la desesperada; los legionarios consiguieron desalojar a los invasores y cerrar la puerta. Más de un centenar de mazticas murieron en la acción, pero la posibilidad de la victoria infundió nuevos ánimos entre las filas nativas: ¡los demonios extranjeros no eran invencibles!

Con Alvarro muerto, Cordell se encargó personalmente de organizar a los lanceros para una carga. Designó a un rudo sargento mayor, veterano de cien campañas, como jefe de la caballería. Los jinetes salieron como una tromba, pero al cabo de unos pocos metros quedaron aprisionados entre una masa de miles de guerreros tan compacta que ni siquiera los caballos más fuertes podían abrirse paso.

Dominados por el pánico, los lanceros utilizaron sus espadas para abrir una brecha y consiguieron volver al palacio, aunque no sin pérdidas. Los nexalas desmontaron a tres de los jinetes, y de inmediato los arrastraron hacia el templo de Zaltec, mientras otros se encargaban de despedazar los caballos a golpes de
maca.

Otro intento, esta vez a cargo de soldados con armaduras, y protegidos con una impresionante barrera de lanzas y tizonas, tampoco tuvo mejor suerte. La formación de legionarios avanzó como un solo hombre entre la horda nativa, matando a muchos nexalas a su paso, pero, cuando el destacamento consiguió separarse de los muros, se hizo patente la precariedad de su situación, al quedar rodeados. Acosados por todas partes, los legionarios tuvieron que hacer un esfuerzo sobrehumano para poder retroceder hasta la puerta del palacio. En el suelo de la plaza, junto con los centenares de mazticas muertos, habían dejado a una docena de los suyos.

Muchos nativos prepararon antorchas —ramas de pino secas, o manojos de juncos empapados de resina—, las encendieron y las arrojaron en la terraza del palacio. Las paredes de adobe y piedra eran incombustibles, pero las maderas del techo estaban resecas después de muchos años de sol.

Conscientes de que un incendio acabaría con la resistencia, los legionarios corrieron a recoger las antorchas para lanzarlas de vuelta a la plaza, y apagaron a pisotones el fuego que había comenzado en varios puntos. Otros formaron una cadena de cubos para transportar agua del único aljibe del palacio, y el nivel del agua bajó muchísimo en menos de una hora. Fue necesaria la intervención del fraile, que rogó a Helm la reposición del agua, y en cuestión de minutos el líquido rebalsó el brocal del pozo e inundó el patio central.

Hombres que hacían mucha falta en el parapeto cargaban con cubos y jarras de barro en lugar de armas. El agua apenas si alcanzaba para contener el fuego. Por fin, cuando consiguieron empapar las tablas de la terraza, las antorchas dejaron de ser un peligro, y, al cabo de unas horas, los mazticas abandonaron la táctica incendiaria.

Los guerreros nexalas ocupaban la totalidad de la plaza y habían tomado las alturas de todas las pirámides, incluida la del dios Qotal, para dedicarlas a fines militares. Centenares de nativos, armados con hondas, se dedicaron a lanzar sus proyectiles contra los legionarios de la terraza.

A pesar de la desventaja numérica, los soldados de Cordell respondían con éxito a todos los ataques de los aborígenes. Más de un millar de hombres pagó con su vida el intento de abrir una brecha entre los defensores, que sólo sufrieron un puñado de bajas.

La frustración y las exhortaciones de Hoxitl hicieron que muchos guerreros emprendieran ataques suicidas contra las puertas. Provistos con ganchos atados en palos, intentaron arrebatar a algún legionario de las filas de sus camaradas. Pero todos acabaron muertos antes de poder atrapar a una víctima.

De pronto, un millar de nexalas cargados con docenas de escaleras, ocultos hasta ese momento detrás de la Gran Pirámide, avanzaron a la carrera. Todos eran miembros del culto de la Mano Viperina, y hacían sonar sus pitos de madera y hueso mientras corrían hacia los muros del palacio.

El cuanto llegaron a un sector donde había menos defensores, apoyaron las escaleras sin darles casi tiempo a los legionarios para echarlas abajo. No bien una escalera tocaba el muro, los guerreros trepaban como monos hacia la terraza. Con un terrible esfuerzo, los soldados de Cordell lograron rechazarlos e hicieron caer las escaleras.

Pero los atacantes eran demasiados, y algunos nexalas consiguieron ganar la terraza. De inmediato, saltaron sobre los infantes y se trabaron en lucha. Un par de legionarios cayeron y fueron lanzados a la plaza, donde maniataron al instante a los infortunados cautivos.

Al ver la situación desesperada de sus hombres, el capitán general les envió refuerzos. Daggrande reunió a una veintena de soldados, y dirigió la carga. Sin embargo, antes de que pudieran llegar al rescate, los atacantes bajaron las escaleras y se retiraron.

Con ellos, se llevaron a una docena de legionarios.

A lo largo de todo el día, los compañeros recorrieron las laderas de la cumbre del volcán, buscando la entrada de la Gran Cueva. Un humo espeso y acre aumentaba los riesgos de una zona donde abundaban los precipicios, y los grandes desniveles los obligaban a escaladas y descensos muy peligrosos.

Halloran encabezaba el grupo, con un empeño fanático, exigiéndose a sí mismo al máximo. Poshtli vigilaba la retaguardia, mientras Erix y Shatil intentaban mantener el paso.
Cbitikas
flotaba por encima de sus cabezas, sin decir nada, y se encargaba de revisar aquellos lugares donde los humanos no podían acceder.

Shatil observó que la tira de piel de serpiente sujeta a la cintura de Halloran se había aflojado y estaba a punto de caer. Dejando atrás a su hermana, se adelantó para situarse muy cerca del extranjero; en cuanto la tira de
hishna
se desprendió, el clérigo la recogió en un abrir y cerrar de ojos y la aró a su muñeca para ocultarla debajo de la rúnica.

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