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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Espadas de Marte (27 page)

Tenía muchas ansias de acertar a la primera, pues temía que, si fallaba, el golpe del gancho de metal contra la pared de la torre, pudiese llamar la atención.

Permanecí varios minutos calculando y ensayando todos los movimientos que tenía que hacer para lanzar el gancho, salvo el de soltarlo.

Cuando me pareció que había calibrado la coordinación y la distancia, lo mejor que me era posible, volteé el gancho y lo arrojé.

Una tenue luz que surgía de la ventana alumbraba el objetivo. Vi el gancho girar en esta zona iluminada; lo escuché golpear el alféizar con un ruido metálico; entonces tiré de la cuerda.

¡Se había enganchado! Volví a tirar con una fuerza considerable y aguantó también. Aguardé un momento para ver si el ruido había llamado la atención de Qzara o de cualquier otra persona que pudiera hallarse en la habitación con ella.

Ningún signo llegó desde arriba, y dejé que mi cuerpo pendiera de la cuerda.

Tenía que ascender muy cuidadosamente, puesto que desconocía la firmeza con que había prendido el gancho.

La distancia a recorrer no era muy grande, pero sí me pareció que había transcurrido una eternidad antes de que mis manos tocaran el alféizar.

Primero se cerraron sobre él los dedos de una mano; luego subí lo suficiente para agarrarlo con la otra, con gran esfuerzo, me alcé hasta que mis ojos pudieron ver la habitación. Ante ellos se hallaba una cámara difusamente iluminada y aparentemente vacía.

Con suma precaución, para no soltar el gancho, puse una rodilla sobre el alféizar.

Cuando al fin mi posición fue segura, penetré en la habitación, llevando conmigo el gancho, no fuese a deslizarse y caer al pie de la torre.

Entonces vi que la habitación estaba ocupada. Una mujer se levantó de su cama, en el otro extremo. Me miraba con ojos abiertos y aterrorizada. Era Qzara. Pensé que iba a gritar.

Me acerqué a ella, llevándome un dedo a los labios.

—No hagas ruido, Qzara —susurré—, he venido a salvarte.

—¡John Carter!

Pronunció el nombre en un tono tan bajo que no pudo oírse a través de la puerta. A la vez que hablaba, se acercó a mí y me enlazó los brazo en torno al cuello.

—Ven —dije—, tenemos que salir de aquí de inmediato. No hables, pueden oírnos.

Conduciéndola a la ventana, recogí la cuerda y anudé su cabo libre en torno a su cintura.

—Voy a bajarte hasta la ventana de la habitación de abajo,—musité—, tan pronto como estés a salvo dentro, desata la cuerda y déjala colgar libre para que pueda izarla.

Ella asintió y la hice bajar. La cuerda no tardó en quedar flácida, y supe que había alcanzado la ventana de abajo. Esperé a que la desatara de su cuerpo, y aseguré de nuevo el gancho en el alféizar, en el cual me hallaba sentado, descendiendo rápidamente a la habitación inferior.

No deseaba dejar el gancho donde estaba, puesto que si alguien entraba en la celda de Qzara, tal evidencia señalaría inmediatamente a la habitación de abajo; y no sabía cuanto tiempo tendría que permanecer en ella.

Tan suavemente como pude, fui aflojando el gancho, y tuve la suerte de cogerlo mientras caía, antes de que tocara la pared de la torre.

Cuando entré en la habitación, Qzara se acercó a mí y me colocó sus manos en el pecho. Estaba temblando, y su voz también temblaba cuando habló:

—Me sorprendió tanto verte, John Carter. Creía que estabas muerto. Te vi caer, y Ul Vas me dijo que te habían matado. ¡Qué terrible herida! No sé cómo te has recuperado. Cuando te vi entrar en la habitación con toda esa sangre seca en tu piel y tu pelo, pensé que eras un cadáver que había vuelto a la vida.

—Había olvidado el aspecto que debo ofrecer. No he tenido ocasión de limpiarme la sangre desde que me hirieron. La escasa agua que me proporcionaron, apenas si me dio para apagar la sed. Pero, en lo que se refiere a la herida, no me molesta. Estoy completamente recuperado; sólo fue un arañazo.

—Estaba tan asustada… pensando que habías afrontado aquel riesgo por mí, cuándo podías haber escapado con tus amigos.

—¿Crees que escaparon sin problemas? —pregunté.

—Sí, y Ul Vas está muy furioso. Nos lo hará pagar a nosotros dos si no logramos escapar.

—¿Conoces algún camino por el que podamos huir del castillo?

—Hay una puerta secreta que sólo conoce Ul Vas y dos de sus más fieles esclavos. Al menos, UI Vas piensa que sólo ellos tres la conocen; pero yo también sé de ella. Conduce a la ribera del río, allí donde el agua toca las murallas del castillo.

«El pueblo no quiere a Ul Vas. Hay complots e intrigas en el castillo. Existen facciones que luchan para destronarle y nombrar un nuevo Jeddak. Algunos de sus enemigos son tan poderosos que Ul Vas no se atreve a destruirlos abiertamente. A éstos los hace asesinar furtivamente, y él y dos fieles esclavos conducen los cuerpos por este pasadizo secreto y los arrojan al río.

«Una vez, sospechando algo así, lo seguí, pensando que podría descubrir alguna forma de escapar y volver a mi propio pueblo de Domnia, pero cuando vi a donde llevaba el pasadizo, me asusté. No me atreví a saltar al río y, aunque me atreviese, más allá del río hay una terrible selva. No sé si será mejor quedarnos aquí que enfrentarnos al río y a la selva, John Carter».

—Si nos quedásemos aquí, Qzara —repliqué—, sabemos que nos espera la muerte y que no hay escapatoria. En el río o en la selva, tendremos al menos una oportunidad, a menudo las bestias salvajes son menos crueles que los hombres.

—Ya he pensado en ello también. Pero en esa selva también hay hombres, hombres terribles.

—Pese a ello, me arriesgaré. Qzara. ¿Vendrás conmigo?

—A donde quiera que me lleves, John Carter, pase lo que pase, seré feliz mientras esté contigo. Me enfadé mucho cuando supe que amabas a aquella mujer de Barsoom, pero ahora que se ha ido, te tendré todo para mí.

—Es mi esposa, Qzara.

—¿La amas? —exigió saber.

—Por supuesto.

—Eso está muy bien, pero ahora ella se ha ido y tú eres sólo mío.

No tenía tiempo que perder discutiendo aquellas cuestiones. Era obvio que la chica era obstinada, que siempre quería salirse con la suya, tener todo lo que deseaba, y que no podía aguantar que le llevasen la contraria, sin importarle lo estúpidos que pudieran ser sus caprichos. En otra ocasión, si sobreviviéramos, podría hacerle entrar en razón; pero, de momento, debía concentrar todos mis sentidos en escapar.

—¿Cómo podremos alcanzar ese pasadizo secreto? ¿Conoces el camino para llegar a él desde aquí?

—Sí, ven conmigo.

Cruzamos la habitación y salimos al pasillo. Estaba muy oscuro, pero nos orientamos a tientas hacia la escalera que yo había subido tras escapar del calabozo por la mañana. Cuando ella la contempló, le pregunté:

—¿Estás segura que éste es el camino? Por aquí se va a la celda donde estuve encerrado.

—Quizás sea así, pero también se va a una parte distante del castillo, cercana al río, donde encontraremos el pasadizo que buscamos.

Confié en que supiera de lo que estaba hablando y la seguí escaleras abajo, hacia la estigia oscuridad del pasillo inferior.

La otra vez que lo había recorrido, me había guiado, tocando con la mano derecha, la pared de ese lado. Ahora Qzara siguió el lado opuesto y, cuando habíamos avanzado una breve distancia, tomó un pasillo a nuestra derecha, junto al que yo había pasado, sin fijarme, por seguir la pared opuesta, ni tampoco poder verlo dado que allí reinaba la absoluta oscuridad.

Seguimos este nuevo pasillo durante mucho tiempo hasta que alcanzamos finalmente una rampa de caracol, por la que ascendimos al piso de arriba.

Allí fuimos a dar a un corredor iluminado.

—Si podemos alcanzar el otro extremo sin ser descubiertos —me susurró Qzara—, estaremos a salvo. Allí se abre la falsa puerta que da paso al pasadizo secreto que lleva al río.

Ambos escuchamos atentamente.

—No oigo a nadie —dijo ella.

—Ni yo.

Cuando avanzamos por el largo corredor, vi que había varias puertas a ambos lados, según íbamos llegando a cada una de ellas, yo lanzaba un suspiro de alivio al ver que estaban cerradas.

Habríamos cubierto quizás la mitad de la longitud del corredor, cuando un ligero ruido detrás de nosotros me llamó la atención, y, volviéndome, vi a dos hombres salir de la habitación que acabamos de sobrepasar. Se alejaban de nosotros, y me disponía a emitir un suspiro de alivio cuando un tercer hombre salió de la habitación. Y éste, debido a alguna perversidad del destino, miró en nuestra dirección, lanzando inmediatamente una exclamación de sorpresa y de alerta.

—¡La Jeddara! —aulló—. ¡Y el moreno!

Instantáneamente, los tres volvieron corriendo hacia nosotros. Estábamos aproximadamente a mitad de camino, entre ellos y la puerta, que conducía al pasillo secreto, que era nuestro objetivo.

Huir ante el enemigo es algo que no le sienta bien a mi estómago, pero en aquella ocasión no había alternativa, puesto que quedarnos a luchar hubiera sido buscamos un completo desastre; así que Qzara y yo huimos.

Los tres hombres que nos perseguían gritaban todo lo que podían, con la evidente intención de llamar la atención de otros para que los ayudasen.

Algo me impulsó a desenvainar mi espada larga mientras corría, y fue una fortuna que lo hiciera, puesto que un guerrero apareció en una puerta, a nuestra izquierda, alertado por los ruidos del pasillo. Qzara lo esquivó mientras él desenfundaba su espada. Ni siquiera disminuí mi velocidad, sino que le abrí el cráneo cuando pasé a su lado.

Llegamos a la puerta, y Qzara comenzó a buscar el mecanismo secreto de apertura. Los tres hombres se acercaron rápidamente.

—Tómatelo con calma, Qzara —la avisé, porque sabía que con las prisas del nerviosismo, sus dedos podían equivocarse, demorándonos aún más.

—Estoy temblando —dijo ella—. Nos alcanzarán antes de que pueda abrirla.

—No te preocupes por ellos. Los mantendré a raya el tiempo que sea necesario.

Los tres hombres llegaron ante mí. Los reconocí como oficiales de la guardia del jeddak, puesto que sus atavíos eran los mismos que los llevados por Zamak. Supuse, y correctamente, que debían ser buenos espadachines.

El que iba en cabeza era demasiado impetuoso. Se abalanzó sobre mí como si creyese poder abrirme en canal con su primer tajo, lo cual no era nada razonable. Le traspasé el corazón.

Mientras caía, los otros me atacaron, pero con más cautela. Pese a ello, no dejaban de ser dos, y sus aceros estuvieron constantemente sobre mí, intentando alcanzarme con sus estocadas y mandobles. Pero mi espada, moviéndose a la velocidad del pensamiento, tejió una red defensiva de acero en torno mío.

Pero mantenerme a la defensiva no me servía de nada, porque ellos podían aguantar hasta que llegaran refuerzos y yo reducido por la superioridad numérica.

En un momento dado, la punta de mi acero salió disparada y atravesó a uno de mis enemigos por encima del corazón. Involuntariamente, retrocedió, y yo me volví hacia su compañero y le herí el pecho.

Ninguna de las heridas era mortal, pero debilitaron a mis adversarios. Qzara todavía estaba trajinando con la puerta. Nuestra situación no iba a ser muy agradable si no lograba abrirla, pues vi un destacamento de guerreros corriendo hacia nosotros, en el otro extremo del corredor; pero no la urgía a que se apresurara, temiendo que, en su nerviosismo, fuera incapaz de lograrlo.

Los dos heridos me atacaban de nuevo con renovados bríos. Eran bravos guerreros y dignos enemigos. Es un placer enfrentarse a tales hombres, aunque uno siempre lo siente cuando se ve obligado a matarlos. Sin embargo, no tenía elección, puesto que oí un súbito grito de alegría de Qzara.

—¡Está abierta, John Carter! ¡Ven, aprisa!

Pero los dos guerreros me atacaron tan fieramente que no pude sino trabar combate con ellos.

Mas sólo me detuvieron un instante. Los ataqué con una explosión de fiereza y velocidad, tal como me imagino que no habían presenciado otra en su vida. Un violento tajo derribó a uno y, a la vez que caía, le atravesé el pecho al otro.

Los refuerzos que llegaban hacia nosotros habían recorrido, más o menos, la mitad del pasillo cuando entré precisamente en el pasadizo, tras Qzara, y cerré la puerta detrás de mí.

De nuevo nos hallamos en la más completa oscuridad.

—¡Rápido! —gritó Qzara—. El pasadizo es recto y llano todo el camino hasta la puerta.

Corrimos a través de la oscuridad. Oí cómo abrían los hombres que nos perseguían, y supe que habían penetrado en el pasadizo en pos de nosotros; rondarían la veintena.

Repentinamente, me tropecé con Qzara. Habíamos alcanzado el final del pasadizo, y se hallaba junto a la puerta. Ésta se abrió con más facilidad, y cuando giró sobre sus goznes vi el río fluyendo bajo nosotros. En la ribera opuesta se adivinaba la sombría linde de un bosque.

¡Qué misterioso y gélido parecía aquel extraño río! ¿Cuántos misterios, peligros y horrores nos aguardaban en el siniestro bosque que se extendía más allá del río?

Pero apenas era consciente de tales pensamientos. Los guerreros que se proponían atraparnos y conducirnos de nuevo a la muerte, estaban casi encima cuando tomé a Qzara en mis brazos y salté al agua.

CAPÍTULO XXIV

De vuelta a Barsoom

Oscuras e inhóspitas aguas se cerraron sobre nuestras cabezas, formando remolinos a nuestro alrededor, mientras emergíamos a la superficie, e igualmente oscuro e inhóspito, el bosque que nos miró ceñudamente. Incluso el gemido del viento al azotar los árboles parecía una advertencia horripilante, prohibitiva, amenazadora. Detrás de nosotros, los guerreros que seguían nos lanzaron maldiciones desde la salida del pasadizo.

Comencé a nadar hacia la otra orilla, sosteniendo a Qzara con una mano, procurando mantener su boca y nariz sobre el nivel del agua. Su cuerpo estaba tan fláccido que pensé que se había desmayado, lo que no me sorprendió, ya que incluso una mujer de la fibra más resistente puede dar muestra de debilidad si tiene que aguantar lo que ella había soportado aquellos últimos dos días.

Pero cuando alcanzamos la ribera, ella se aferró a la tierra firme, en plena posesión de sus facultades.

—Creí que te habías desvanecido —le dije—, estabas tan…

—No sé, nadar —contestó ella—, y sabía que si me resistía sólo serviría de molestia.

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