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Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara

Tags: #Religión, Ensayo

Esta es nuestra fe. Teología para universitarios (4 page)

Incluso después de la fijación por escrito del texto actual del libro del Éxodo los rabinos continuaron agrandando las maravillas que allí tuvieron lugar: el mar se convierte en rocas contra las que se estrellan los egipcios, para los israelitas en cambio brotan chorros de agua deliciosa, la superficie marina se hiela como si fuera un espejo de cristal, etc.
[4]
.

Ocurre que toda la Biblia, y no sólo el libro del Éxodo, está recorrida por lo que llamamos un talante
midráshico
, que no vacila en reinterpretar los hechos dejando correr la fantasía para
servir mejor a la teología que a la historia
. Se basa en la convicción de que Dios se revela en los acontecimientos y, cuanto más claro se vea, mejor. Israel tuvo el don de comprender cualquier suceso como lenguaje de Dios.

Veamos otro dato al que pondría reparos cualquier historiador: Cuesta mucho creer que aquella famosa noche atravesaron el mar Rojo 603.550 hombres de veinte años en adelante (cfr. Ex 38, 26; Num 1, 46) porque, añadiendo las mujeres y los niños, tendríamos que suponer un censo israelita en el país de los faraones próximo a los dos o tres millones, es decir, tan numeroso como los propios egipcios. ¿En qué cabeza cabe que ese número tan gigantesco pudiera atravesar el mar Rojo en una noche llevando consigo sus ovejas y bueyes? Además, sus problemas de abastecimiento durante cuarenta años por el desierto habrían sido totalmente insolubles.

¿Otra exageración? No, ahora se trata de una utilización simbólica de los números que era muy frecuente en la mentalidad de la época. Si se sustituyen las consonantes de los vocablos hebreos
r's kl bny ysr'l
(«todos los hijos de Israel»: Num 1, 46) por sus correspondientes valores numéricos, sale precisamente 603.550. Por tanto, cuando el autor dice que salieron 603.550 sólo quiere decir que salieron «todos los hijos de Israel» (seguramente no más de seis u ocho mil).

En definitiva, que los llamados «libros históricos» de la Biblia están muy lejos de nuestro concepto de historia. En ellos la trama narrativa queda cubierta por los bordados de teología bíblica que soporta, aunque debemos advertir que debajo de los bordados existe realmente una tela.

Pues bien, intentaremos a continuación captar lo mejor posible ese mensaje teológico que los autores sagrados quisieron transmitirnos.

 

«Libertad de» y «Libertad para»

El pueblo israelita tuvo la seguridad de que
fue el mismo Dios quien le obligó a luchar por sus derechos
. Precisamente por eso el Éxodo es significativo para la teología. Luchas de liberación ha habido y habrá muchas, pero no parecían tener nada que ver con Dios. En cambio el pueblo del Antiguo Testamento vivió de la convicción de que todo se realizó bajo la inspiración de la fe, a instancias de un Dios que tomó partido por los oprimidos y los
pro-vocó
(en su sentido etimológico de «llamar hacia delante», hacia el futuro): «Di a los israelitas que se pongan en marcha» (Ex 14, 15).

Cuando Moisés, casado y feliz con sus dos hijos, olvidadas sus juveniles inquietudes sociales, llevaba una vida auténticamente religiosa, casi mística, al lado de su suegro, el sacerdote Jetró, ocurrió lo sorprendente: Que aquel Dios en quien había buscado un remanso de paz le obligó a volver a la lucha:

«Dijo Yahveh (a Moisés): "El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto la opresión con que los egipcios los oprimen. Ahora pues, ve; yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto"» (Ex 3, 9-10).

El hombre se contenta con facilidad; Dios no. Al hombre le basta ser un esclavo feliz. Pero Dios, con sus continuas provocaciones, le obliga a ir siempre más allá.

El Dios que se manifestó en el Éxodo es un Dios al que siempre se le verá al lado de los pobres y pequeños, de los minoritarios y de los menos fuertes. Por eso Gedeón, con sólo 300 hombres, pudo vencer a los madianitas (Jue 7), y David, apenas un niño, únicamente con una honda y cinco piedras, vencerá a Goliat, «hombre de guerra desde su juventud», que va provisto de espada, lanza y venablo (1 Sam 17, 32-54).

Ni que decir tiene que la opción de Dios por los pobres no equivale a odio a los poderosos. Para él la liberación de Egipto no fue una victoria, sino un fracaso, porque no se puede hablar de victoria si sólo vencen unos. Según una tradición judía, cuando los egipcios se ahogaron en el mar, querían los ángeles entonar un canto de alabanza a Dios, pero Él exclamó: «Hombres creados por mí se hunden en el mar, ¿y queréis vosotros lanzar gritos de júbilo?»
[5]
.

«¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado —dirá Dios por boca del profeta Ezequiel— y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?» (Ez 18, 23).

Instalados por fin en la tierra prometida comenzó la tarea de edificar la convivencia sobre unas nuevas bases. De nada habría servido la
libertad de
aquella opresión que sufrieron en Egipto si no fuera una
libertad para
un nuevo proyecto de vida. Por eso
el Éxodo lleva a la Alianza
.

Se trata primero de una alusión genérica: «No hagáis como se hace en la tierra de Egipto, donde habéis habitado» (Lev 18, 2); y, en seguida, lo concretará en los diez mandamientos del Decálogo que el Evangelio dirá luego que se reducen a dos: Amar a Dios y al prójimo (Mt 22, 36-40 y par.); es decir, a la convicción de que si Dios es el Padre común hay que vivir como hermanos.

Por eso se distribuyó la tierra equitativamente (Num 34, 13-15) y se arbitraron leyes que garantizaran esa igualdad inicial frente al egoísmo que hace fácil presa en el corazón humano. Cada siete años debía celebrarse un
año sabático
en el que se liberaba a los esclavos (Ex 21, 2) y se perdonaban las deudas (Dt 15, 1-4); y cada cincuenta años un
año jubilar
en el que se redistribuían las tierras entre todos (Lev 25, 8-17), lo que se podría llamar en términos actuales «reforma agraria de Yahveh». Todo ello con un fin muy preciso: «Así no habrá pobres junto a ti» (Dt 15, 4).

Lo malo es que progresivamente se fueron olvidando las exigencias de la Alianza (incluso la mayor parte de los escrituristas piensan que la ley del jubileo no llegó a cumplirse nunca). Entre los israelitas reaparecieron los ricos y los pobres; y la paradoja alcanzó su culmen cuando el rey Asá obligó a todos sus subditos a trabajar por turnos en las construcciones reales (1 Re 15, 22). Así, pues, aquellos aborrecidos trabajos forzados de Egipto, que dieron lugar a la intervención de Yahveh, acabaron con el tiempo instalándose en Israel.

Siete siglos después de la liberación de Egipto, el pueblo judío, debilitado, fue deportado a Babilonia. El profeta Jeremías dirá con fina ironía que aquello fue un año jubilar forzoso, como castigo por no haberlos respetado libremente: Ahora todos tienen lo mismo porque nadie tiene nada (Jer 34, 8-22).

El segundo Éxodo

Así, pues, de nuevo el pueblo estaba como en Egipto: oprimido en un país extranjero. Y Dios se puso a su lado para volver a empezar otra vez. El nunca abandona a quien le abandona:

«¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho,

sin compadecerse del hijo de sus entrañas?

Pues aunque esas llegaran a olvidar,

yo no te olvido» (Is 49, 15).

Esta vez el instrumento elegido fue Ciro, cuyo corazón movió Dios para que dejara en libertad a su pueblo (Esd 1). La larga marcha que devolverá a los israelitas desde Babilonia a Palestina será interpretada por los profetas como una renovación del primer Éxodo. Isaías se complace en evocar las semejanzas con la primera epopeya: El Eufrates, como en otro tiempo el mar Rojo, se abrirá para dejar paso a la caravana del nuevo Éxodo (11, 15-16); brotará agua en el desierto como en otro tiempo pasó en Meribá (48, 21); Dios mismo guiará a su pueblo (52, 12); etc. (Naturalmente, ninguno de esos portentos acontecieron en la realidad: Es la forma que tienen los hombres de aquella cultura narrativa de decir que Dios volvía a empezar).

Al llegar por segunda vez en su historia a la tierra prometida, Esdrás —el sacerdote— y Nehemías —el gobernador— comenzaron la restauración. Leyeron la Ley y dijeron al pueblo: «Este día está consagrado a Yahveh, vuestro Dios; no estéis tristes ni lloréis» (Neh 8,9), pues todo el pueblo lloraba al oir las palabras de la ley. Se daban cuenta de que todas sus desgracias podían haberse evitado si hubieran cumplido las leyes de la Alianza. Y se propusieron que en lo sucesivo las cosas serían distintas.

Pero pronto se vio que todo era inútil. Ya en los primeros tiempos de reinstalación en la patria afloraron los viejos vicios. El Decálogo era un ideal demasiado hermoso para la debilidad humana. Los profetas comenzaron a descubrir así los límites del Antiguo Testamento: El pecador reconocía su pecado, sí, pero no tenía fuerzas para salir de él. Y empezaron a soñar con una época futura en la que los hombres serían capaces de corresponder sin reservas a la fidelidad de Dios:

«Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36, 26).

Estas ideas resultarán, sin duda, familiares a quienes hayan leído el capítulo anterior: ¡Los profetas acababan de descubrir el pecado original y, en consecuencia, la necesidad de la redención!

Jeremías se expresa en términos parecidos:

«He aquí que vienen días —oráculo de Yahveh— en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto (…) sino que pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jer 31, 31-33).

Quienes esperaban esa Nueva Alianza constituyeron el «resto» de Israel (Miq 4, 7; Jer 23, 3; 31, 7; Sof 3, 12-13…), que no significa necesariamente un número reducido, sino que alude al Israel cualitativo que comienza a formarse después del destierro. Fue necesaria la terrible experiencia del exilio para que apareciese ese Israel renovado. El resto era, a los ojos de Amos, como «dos patas o la punta de una oreja» arrancados de la boca del león (Am 3, 12).

El tercer Éxodo

La interiorización de la Alianza soñada por el «resto» de Israel llegará con Cristo. Lo que Moisés empezó fue concluido por Jesús. Por eso el Nuevo Testamento dirá que Jesús es el nuevo Moisés; y lo dirá de la forma a que nos tiene acostumbrados la cultura narrativa:

Si Moisés fue el único judío que se salvó de las aguas del Nilo (Ex 2, 1-10), Jesús será el único que se salve de la matanza de Herodes (Mt 2, 13-18).

Si Moisés va a los suyos renunciando a los privilegios que tenía en la corte egipcia, Jesús lo hace renunciando a los de su condición divina (Flp 2, 6-11).

Si a Moisés no le aceptaron los suyos cuando vino a ellos (Ex 2, 14), tampoco a Cristo le aceptarán (Jn 1, 11), etc.

Pues bien: A Jesús —el nuevo Moisés— dedicaremos los siguientes capítulos.

3
La ejecución de Jesús de Nazaret

Hemos visto en el capítulo anterior cómo los continuos fracasos del pueblo judío mostraron claramente que sólo Dios podía abrir de nuevo una historia bloqueada. Pues bien, Dios lo hará enviándonos a su Hijo y llenándonos de su Espíritu.

Por desgracia, sabemos muy pocos detalles de la vida de Jesús de Nazaret. Los testimonios no cristianos sobre él son escasísimos. Por ejemplo, Flavio Josefo, un historiador judío de aquella época, se limita a mencionarle de pasada en un libro que escribió hacia el año 93 ó 94:

«Anán reunió el sanedrín e hizo comparecer a Santiago, hermano de Jesús llamado el Cristo, y con él hizo comparecer a varios otros. Los acusó de ser infractores de la ley y los condenó a ser apedreados»
[1]
.

En el mismo libro hay un párrafo mucho más expresivo, pero todo hace suponer que se trata de una interpolación hecha por algún cristiano:

«Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, si es lícito llamarlo hombre, porque realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad. Atrajo a muchos judíos y muchos gentiles. Era el Cristo. Delatado por los principales de los judíos, Pilatos lo condenó a la crucifixión. Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, porque se les apareció al tercer día resucitado; lo profetas habían anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él. Desde entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los cristianos»
[2]
.

Hacia el año 116 ó 117 Tácito emite este juicio bien poco amistoso:

«Cristo había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilato; la execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de nuevo no sólo en Judea, origen del mal, sino también por la Ciudad (de Roma), lugar en el que de todas partes confluyen y donde se celebran toda clase de atrocidades y vergüenzas»
[3]
.

Y, si exceptuamos las fuentes cristianas, no hay más testimonios de aquella época sobre Jesús. Semejante escasez —aun siendo conscientes de que entonces se escribía mucho menos que hoy y además se han perdido todas las crónicas de la época imperial excepto las de Tácito y Suetonio— nos hace pensar que la grandeza de Jesús no fue una grandeza capaz de ser apreciada con los criterios de «este mundo».

Cuando escribe Pablo que Dios ha escogido lo que al mundo le parecía débil y necio para avergonzar a los listos (1 Cor 1, 27-28), da la impresión de que podría aplicarse no sólo a los primeros cristianos, sino también al mismo Cristo que pasó tan desapercibido para los historiadores de la época.

No es posible escribir una biografía de Jesús

El hecho es que, si queremos saber detalles concretos de la vida de Jesús, no tenemos más remedio que recurrir a las fuentes cristianas —los Evangelios y los demás escritos del Nuevo Testamento, por ejemplo—, pero en éstos topamos con el problema que ya hemos encontrado en los capítulos anteriores: La historia aparece tratada con excesivas libertades.

En la novela de Nikos Kazantzakis que sirvió de base a «La última tentación de Cristo», la polémica película de Martin Scorsese, se ve continuamente a Mateo con una libreta en la mano para tomar nota exacta de cuanto va ocurriendo y poder escribir un evangelio lleno de exactitud histórica. Incluso se le aparece un ángel para dictarle al oído los detalles de la infancia de Jesús que él no tuvo ocasión de conocer personalmente
[4]
.

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