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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

Esta noche dime que me quieres (28 page)

—Tienes una pésima opinión de las otras…

—Es que, aparte de dar espléndidas sorpresas, también es un hombre guapísimo.

—Sí, pero tú no piensas en lo más importante, en lo que me ha hecho decir que no desde el principio.

—¿El qué?

—Estoy casada. Y sé que te doy un disgusto al recordártelo, ¡pero creo que tú también lo estás!

Entonces le dedicó una media sonrisa y empezó a correr dejándola allí plantada. Lavinia se quedó mirándola mientras pensaba en algo que decir, en la frase adecuada, la réplica a aquella afirmación. Sabía que había alguna, sí, pero no se le ocurría cuál. Entonces sonrió. Había encontrado algo bueno.

—¿Y el amor? ¿Eh? ¿Dónde queda el amor?

Pero Sofia siguió corriendo, fingiendo que no la oía o sin haberla oído de verdad. Dio una vuelta suave, sin forzar demasiado las piernas. Hacía mucho tiempo que no hacía deporte y había decidido empezar despacio. Así que se puso los auriculares de su iPod, seleccionó «listas» y empezaron a sonar las notas de Franz Ferdinand. Luego siguieron las de los Arctic Monkeys.

Cuando acabó de dar la primera vuelta, todavía le quedaba algo de aliento. Justo al llegar al punto donde había empezado a correr, una mano la aferró, la detuvo y le quitó los auriculares.

—Eh, ¿me has oído? Y el amor, ¿eh? ¿Dónde queda?

—En los cuentos de hadas…, sólo en los cuentos de hadas.

Y echó a correr de nuevo.

Lavinia se puso a trotar detrás de ella.

—No me lo creo… ¡Te has vuelto una cínica! Estás cometiendo un gran error. ¿Sabes qué dijo Borges en una ocasión? «Sólo soy culpable de una cosa, de no haber sido feliz.»

—Pero ¿sólo se te ha quedado grabada esa frase? Quizá también dijera otras cosas. La felicidad hay que construirla, ¡no es echar un polvo en un coche o en un avión! Tenemos visiones muy distintas de la vida.

—Tal vez. —Lavinia dejó de correr—. ¡Pero no entiendo por qué la tuya tiene que ser por fuerza la adecuada!

—Estamos casadas. ¡Una mujer, aunque pueda parecerte extraño, tiene que tener cojones!

25

Una semana después, al entrar en casa avanzada la tarde, Sofia, los oyó hablar:

—Pero ¿te das cuenta? ¿Qué significará?

—Quizá quería que lo supieras.

—¿Se puede? —Apareció en la puerta sonriendo, como si no pasara nada, aunque en el fondo de su corazón ya sabía lo que había ocurrido.

—Sí, hola, cariño, claro que se puede… Aunque Stefano ya se iba.

—Ah, te acompaño a la puerta.

—No te preocupes. —Le sonrió—. Ya conozco el camino.

—Lo sé… Pero quiero acompañarte de todos modos.

—Como quieras. Adiós, Andrea, nos vemos el martes.

Stefano y Sofia salieron de la habitación y recorrieron el pasillo en silencio. A ella se le hizo larguísimo; caminaba delante del psicoterapeuta y sentía en su espalda el peso de su mirada, sus preguntas, su curiosidad morbosa. No podía seguir así, aquel silencio era demasiado fuerte.

—¿Quieres tomar algo antes de irte?

Esperó un segundo antes de mirarlo a los ojos. Pensó que iba a encontrarse ante una mirada severa, dura, ante un hombre que quería escarbar en ella, conocer los más mínimos detalles. Porque una cosa estaba clara: ella lo sabía. En cambio, se vio frente a un hombre frágil. Stefano la miraba como vencido, buscando en ella alguna esperanza, un atisbo, la posibilidad de seguir viviendo su amor por Lavinia. Habían llegado a la puerta. Y él se despidió con una voz baja e insegura:

—No, gracias, no quiero nada.

A Sofia le habría gustado decirle: «Entonces nos vemos pronto. Podríamos quedar para cenar aquí, en casa, o para ver una película…»

Pero no pudo. Esbozó una sonrisa y con un simple «Adiós» cerró la puerta. Entonces se reunió con Andrea.

Tenía los brazos cruzados. Cuando la vio, sacudió la cabeza.

—No hacía falta.

—Os he oído antes…

Le dio un beso y después se sentó a los pies de la cama. Andrea la miró disgustado.

—Me has obligado a mentir.

—¿Yo? ¿Y yo qué tengo que ver?

—Habría preferido no saberlo. Se está mejor sin saber nada.

—Pero eso es como no vivir. La vida es sucia, Andrea, tú mismo lo dijiste.

—Sí, pero no así. ¿Por qué? Así es demasiado. Al final yo también me lo he imaginado, he visto a Lavinia con ese otro… En el coche.

—¿En el coche? —Sofia fingió que vivía en las nubes.

—Sí, tu amiga lo hizo en el coche. Eso también es absurdo. En el coche se hace a los dieciocho años, a los veinte… Parece que lo hace adrede, que se siente como una jovencita que quiere ser transgresora…

Sofia no podía creérselo. ¿Cómo se habían enterado?

—Pero ¿estás seguro?

—Stefano ha leído todos los mensajes de su móvil, tu amiga ni siquiera se molesta en borrarlos, ¿lo entiendes? Hay descripciones íntimas y detalladas con contestaciones y comentarios sobre los encuentros, que se han dado incluso en el ascensor de su casa… Además de en el coche. —Sofia no daba crédito a lo que estaban oyendo sus oídos. Andrea continuó—: El iPhone parece inventado a propósito para esos mensajes tórridos. ¿Crees que me lo estoy inventando? Me los ha enseñado, los ha impreso todos. Parecen un chat erótico. «Cuando me la metiste así, cuando me cogiste de aquel modo.» Los leía y no quería volver a levantar la cabeza, te lo juro, me quería morir, que me tragara la tierra, desaparecer… Ha sido terrible intentar encontrar algo que decirle.

—¿Y qué le has dicho?

—Nada. No he sabido qué decirle. Me he quedado callado como un idiota. Además él seguía diciéndome: «¿Te das cuenta? Lavinia, digo Lavinia, mi mujer, diez años juntos, casados desde hace seis, y ahora estos mensajes con un tipo más joven que yo. ¿Lo entiendes?» Estaba fuera de sí, se aferraba a la cosa más estúpida, a que el tipo fuera más joven que él… y luego ha continuado. Me decía: «¿Te lo puedes imaginar?» ¿Qué podía decirle? ¿No es que me lo imagine, es que yo ya lo sabía…? —Andrea miró a Sofia y después sacudió la cabeza—. No es justo, coño. Me siento sucio, me siento culpable, me gustaría no haber sabido nada de esta historia, nada.

Sofia le hizo una caricia.

—Cariño, no es culpa tuya. Si aquel día no me hubiera preguntado si me había divertido y tú no hubieras adivinado que Lavinia me estaba utilizando como tapadera, no te habrías enterado de nada… Es Stefano quien nos ha metido en esta situación.

—Ah, pobre, ahora encima es culpa suya…

—Él ha querido saber del mismo modo que ella se lo ha hecho descubrir.

Andrea permaneció en silencio. Se sentía abatido, defraudado. Entonces habló:

—¿Por qué todo empieza y acaba con tanta facilidad? ¿Por qué no hay ganas de construir, de seguir adelante, de renunciar, de ser fuertes? ¿Por qué no se prefiere lo bonito, el amor limpio, el amor honesto…? ¿Por qué…? —Cerró los ojos. Las lágrimas empezaron a caer lentamente por sus mejillas. De repente abrió los ojos, recuperó la lucidez—. ¿Tú también eres así? ¿Yo también tengo que hurgar en tu vida? ¿Debo ser mezquino, debo renunciar a mi dignidad para saber si has estado en un coche o en un sórdido hotel con otro?

Sofia se puso tensa. No sentía ninguna compasión, ningún dolor. Se levantó de la cama.

—Ya te lo he dicho. —Su voz era firme y dura—. Cuando ya no te ame, te dejaré. No me hagas culpable de lo que no lo soy.

—Y tú no te quedes nunca conmigo por compasión.

—¿Tú crees que estás hablando de amor? No hay ni una pizca de amor en lo que estás diciendo. Siempre haces que me sienta culpable por algo. Y, sin embargo, han pasado ocho años y hemos sido felices. Somos felices. ¿Por qué no quieres ver que nuestro amor también ha resistido esa prueba?

—Ven aquí…

—No.

Volvió a ser la chica caprichosa y testaruda de siempre.

—Te he dicho que vengas.

—Y yo te he dicho que no.

Andrea sonrió.

—Ven aquí, por favor. —Se quedaron un rato callados. Andrea volvió a intentarlo—: Venga…

Sólo entonces consiguió que ella se moviera. Se acercó a él pero sin dejar de poner mala cara, con los brazos abandonados a los lados y la cabeza baja, herida por aquella comparación, por aquel tiempo desperdiciado así porque sí. Andrea le cogió la mano, la atrajo hacia él y la besó.

—Tienes razón, perdóname.

—No vuelvas a decirlo nunca más.

—Te quiero.

—Eso sí, eso dímelo siempre.

26

Miraba hacia arriba, hacia los grandes techos del conservatorio y las vigas envejecidas, mientras escuchaba la música. Observaba las pequeñas ventanas. Siempre hacía lo mismo cuando ella la reñía.

—¿Te he pedido algo alguna vez? Creo que siempre he sabido estar a tu lado sin preguntarte nunca por qué, en silencio, sin pedirte explicaciones. No puedes decirme que no es cierto.

Olja la había retenido al finalizar las clases, después de que se fuera el último alumno. Se quedaron hablando en aquellos bancos de madera en los que Sofia se había sentado por primera vez a la edad de seis años. Estuvieron bromeando sobre aquella época.

—¿Te acuerdas? Siempre querías hacer más, querías ser la primera.

—Era la primera.

Olja sonrió.

—Una vez conseguiste asustarme. Querías tocar el
Preludio en sol menor
de Rachmaninov y no lo conseguías. Llorabas, dabas puñetazos y te arañabas… Y sólo tenías once años. Aquella vez me diste miedo, ¿sabes? ¿Lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo. Pero tenía diez años. Era todo teatro.

—¿En serio?

—Es que era demasiado difícil para mí, especialmente los cruces de la mano izquierda… Imagínate con diez años.

—Ah, eso es cierto. Quién sabe por qué te habías atascado. Me acuerdo de que cuando viste que aquella chica que era mayor que tú…

—Ekaterina…

—Sí, cuando viste que ella lo interpretaba todo seguido… Te esforzaste todavía más.

—Y dos semanas después yo también lo conseguí.

Olja le dedicó una sonrisa.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

Sofia le cogió la mano y se la acarició.

—Sí.

—Sabes que te quiero… —Olja quería continuar, pero no encontraba las palabras para formularle aquella pregunta. Al final pensó que lo mejor sería intentarlo—. ¿Puedes acompañarme a un sitio el lunes por la mañana? Sólo te pido que me des una hora de tu tiempo. Nada más.

Sofia permaneció en silencio. Se preguntó qué podía significar lo que le había pedido, qué había detrás de aquellas palabras y, sobre todo, quién. «No —sonrió para sí—, no puede ser. Lo prometió, es más, lo juró. ¿Y si hubiera llegado hasta Olja? Ese tipo no se detiene ante nada. Tancredi es de los que juran, de los que dan su palabra a sabiendas de que no la mantendrán. Pero ¿por qué me obstino en pensar que él tiene que estar siempre detrás de todo lo que ocurre en mi vida? ¿Será porque en realidad me gustaría que fuera así?»

—Estate tranquila, no debes preocuparte… —Olja había entrado en sus pensamientos con su acostumbrada educación, de puntillas, como una zarina rusa habituada a la elegancia y el respeto. Había notado inmediatamente que Sofia se había puesto a la defensiva.

La joven enrojeció. No era en aquello en lo que estaba pensando. Entonces miró a Olja. Su maestra sonreía con ternura, aguardaba esperanzada su respuesta. «¿Qué podrá ser?», se preguntó Sofia.

—¿Se trata de trabajo? ¿Tiene que ver con la música?

—Sí, pero de una manera especial. Es difícil de explicar. Creo que lo más sencillo es que vayamos juntas a la cita.

Seguir con las preguntas habría sido descortés. Sofia asintió. Olja no le estaba pidiendo más que una hora de su tiempo. Entonces volvió a verse en aquella sala, sentada al piano con ella al lado, muchos años atrás.

—Cuando toques, mantén los codos más pegados al cuerpo. ¡La postura, Sofia! ¡Espalda derecha! —Las manos de su profesora repetían algunos pasajes y después los probaba ella. Sus deditos de niña se afanaban en intentar seguirla. Con el tiempo, sus manos se hicieron más largas, más afiladas, más seguras; sin embargo, las de su profesora envejecían, se hacían más nudosas, menos vivaces. Cuánta paciencia había tenido Olja con ella, cuánto amor le había dedicado. Y su sueño de preparar a una gran pianista, sus renuncias, la espera de todos aquellos años, el cansancio, todo se había desvanecido de repente.

Sofia la miró, observó aquel rostro cansado y marcado por el tiempo, y en sus ojos vislumbró un atisbo de felicidad, una esperanza encendida. No podía decirle que no.

—Claro, Olja, te acompañaré encantada.

Aquella mañana, de pie delante de la iglesia, Olja mantenía las manos entrelazadas sobre la barriga, sujetaba con fuerza un pequeño bolso de piel y miraba continuamente a su alrededor esperando a que llegara Sofia. Ahí estaba. Reconoció su coche, que avanzaba a una velocidad bastante baja. Olja no pudo resistirse y miró el reloj. Las diez y cuarto. Iban bien de tiempo, la cita era a las once. El Golf se detuvo delante de ella. Sofia se estiró hacia la parte del pasajero para abrirle la puerta. El cierre estaba un poco estropeado. Olja subió al coche. Sofia arrancó.

—¿Cuánto hace que me esperas?

—Oh, no mucho. —No era cierto. Había llegado a las diez menos veinte, preocupada por si iba tarde.

—Toma… —Sofia la ayudó a ponerse el cinturón. Olja consiguió abrochárselo.

—¿Sabes el camino?

—Claro, he mirado la dirección en Internet, me la he impreso. —Sofia sacó una hoja del bolso—. Es ésta. Está en el Eur. Llegaremos allí en media hora.

—Bien. —Olja se tranquilizó. Se arrellanó cómodamente en el asiento y se quedó así, con las manos apoyadas en el bolso que tenía sobre las piernas. Mientras conducía, sin que Olja se diera cuenta, Sofia se fijó en cómo iba vestida su profesora. Se había puesto elegante, pero quizá un poco seria. Había escogido un vestido gris demasiado oscuro. Debajo llevaba una camisa blanca abrochada hasta arriba, con un cuello pequeño y redondo y unos botones planos y nacarados. Llevaba un collar que Sofia le había visto lucir en las grandes ocasiones. No se había dado cuenta hasta entonces de que el colgante contenía un icono ruso en miniatura. Sofia sonrió: ciertamente aquel atuendo no era el símbolo de la modernidad.

—¿Has desayunado? ¿Te apetece un café?

—No, no, gracias. Estoy bien. —Olja no tenía muchas ganas de hablar. Se notaba que estaba tensa. Sofia se percató de su estado de ánimo, así que encendió la radio y la sintonizó en una emisora de música ligera.

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