Read Esta noche dime que me quieres Online

Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

Esta noche dime que me quieres (4 page)

—Eres perspicaz.

—¿Qué es lo que no te ha gustado de ella? Me parece una chica guapísima.

—El mundo está lleno de chicas guapísimas. Ésta no está casada, no tiene novio, quizá hayan roto hace poco y simplemente le gustaría enamorarse… Y yo podría servirle.

—¿Y qué? ¿Qué tiene de malo? A lo mejor hasta es divertida. Vete a saber las virtudes que puede tener esa mujer, cómo hace el amor, cómo cocina; está todo por descubrir…

—Sí, pero me ha parecido superficial. Como mucho, sabrá hacer bien lo que parece ser innato en todas las mujeres.

—¿El qué?

—Llorar.

Entonces Gianfilippo dejó que se marchara. Se quedó un rato contemplándolo mientras se alejaba por el pasillo. A continuación regresó junto a las dos mujeres y se sentó en medio de ellas. Acarició la mano de Benedetta.

—Un tipo extraño, tu hermano… Pero me gusta. Lástima que tuviera un compromiso…

—Sí…

—Mejor dicho, nos gusta mucho… Precisamente le estaba diciendo a Gabriella que sería estupendo, si hubiera ocasión… Sí, podríamos invitarlos a nuestra casa de campo…

Gianfilippo entendió en seguida a qué se refería.

—Sí, sería estupendo. Sólo que mi hermano tiene un pequeño problema…

Benedetta y Gabriella lo miraron con curiosidad y después con preocupación.

—¿Cuál?

—No quiere ser feliz.

5

Andrea tenía puestos los auriculares, escuchaba música con los ojos cerrados. Después los abrió y miró el vídeo en el que aparecía Sofia. Sus manos volaban sobre el teclado, mantenía la cabeza inclinada, cubierta por el cabello que le caía hacia delante y bailaba con ella mientras se movía sentada al piano, atrapada por sus propias notas.

Su pelo castaño estaba más claro de lo habitual, más pálido. Era septiembre, su último concierto.

Andrea la miró. La cámara se acercó a su rostro, que en aquel momento estaba de perfil. Sofia tenía los ojos cerrados y tocaba el final de la pieza. Andrea comenzó a mover la cabeza al mismo ritmo que ella, dejándose llevar por aquel fragmento, por aquellas últimas notas, tan intensas, tan conmovedoras. Y, sin querer, una lágrima le resbaló por el rostro. Siguió moviendo la cabeza; no sabía si el dolor se lo provocaba el recuerdo de aquella filmación que había realizado él mismo desde el palco del conservatorio cuando todavía podía moverse o el hecho de que desde entonces todo se hubiera detenido. Sofia no había vuelto a tocar nunca más. Su increíble y aclamado don había quedado a un lado, abandonado en un desván, olvidado. Como un regalo sin abrir, como un beso nunca dado.

Mientras Andrea escuchaba los aplausos en el vídeo, de pronto se sintió observado y bajó la pantalla del ordenador. Ante él apareció la Sofia de ocho años después.

—Eh… ¿Con quién estás chateando? Estoy celosa.

Andrea se quitó los auriculares.

—Hola, cariño, no te he oído entrar… —Le sonrió y trató de poner el ordenador sobre la mesilla que tenía al lado, pero tuvo que hacer un gran esfuerzo, como si aquel pequeño peso fuera un problema, una dificultad insuperable. Sofia estuvo en seguida a su lado y lo ayudó—. No, déjamelo aquí… Quizá después vuelva a usarlo.

—Te lo dejaré al lado cuando salga.

—Ah…

—¿Qué quieres decir?

—No, decía… que si vuelves a salir…

—Cariño, igual no te acuerdas, pero, como todos los días…, voy a dar clase.

—Me parece absurdo que hagas esto. Podrías ganar mil veces más actuando y dando alguno de aquellos conciertos a los que acudía gente de medio mundo para escucharte. Tú, en cambio, te empeñas en enseñar música en una escuela.

—Dejando a un lado el hecho de que lo hago en una escuela y también en el conservatorio, ya sabes que me gusta mucho enseñar, hay muchas jóvenes promesas.

—Sí, como ese Daniele que te escribió una carta de amor…

—¡Pero si tiene siete años!

—¿Y qué? A lo mejor no tiene prisa y persiste en su sueño.

—¡Sí, salvo por un pequeño detalle: que cuando él tenga dieciocho años yo tendré cuarenta!

—¿Y? Están de moda las parejas en las que él es mucho más joven…

—Cariño… —Sofia le sonrió y le dio un beso en los labios—, ya sabes que a mí me gusta ir al revés de la moda, ¿no?

En aquel momento advirtió que, sin querer, había tropezado con las bolsas de la orina y las heces. Iba a cogerlas cuando Andrea la detuvo.

—No, déjalo estar…

—Pero están llenas.

Andrea contestó con rabia:

—¡He dicho que lo dejes!

Sofia se apartó como asustada por aquel grito inesperado. Andrea se dio cuenta y le habló con más calma:

—Susanna vendrá más tarde. Prefiero que lo haga ella.

—Claro… Tienes razón. —Pero aquello no le pareció suficiente—. Perdóname.

Y a continuación se fue a la cocina, acabó de vaciar las bolsas de la compra una tras otra y, tratando de distraerse, empezó a colocar las cosas en la nevera. Después se detuvo, apoyó las manos en la mesa y cerró los ojos. Exhaló un largo suspiro y, tras volver a abrirlos, miró a su alrededor. De repente todo le pareció viejo; era como si el mundo se hubiera parado y permaneciera inmóvil; como si todo estuviera allí desde hacía demasiado tiempo: la lámpara colgada en el rincón, a la derecha de la nevera; las tostadas sobre la encimera; la tabla de madera; el viejo cuchillo grande. Era como si su vida se hubiera paralizado aquel día.

Miró el reloj.

«No me lo puedo creer, ¡cuánto tarda! Tengo un hambre… Ya son las nueve y media. Pero ¿cuánto tiempo hace falta para cambiar una pizza? De haberlo sabido, no se lo habría pedido. Vaya con la pizza…» Sofia se echó a reír, era absurdo pelearse por algo así. Y, además, últimamente se había sentido muy inspirada. Sin decirle nada a nadie, y mucho menos a Andrea, estaba preparándole una sorpresa, algo que los uniría para siempre: el pasaje de Liszt
Aprés une lecture de Dante
, para ella la pieza más bonita y sublime de los
Años de peregrinaje
. Era una obra que la conmovía profundamente, como imaginaba —es más, estaba segura de ello— que debió de conmover al propio compositor cuando la escribió. Liszt estaba locamente enamorado de la princesa Carolyne Iwanowska y, ciento cincuenta años más tarde, ella, Sofia, princesa de nada, se la dedicaba a su enamorado, a su príncipe —sí, no se avergonzaba de llamarlo así.

Se sentó al piano y miró el teclado. ¿Cuánto más tendría que estudiar? Quizá un par de semanas y luego… Y luego, en el primer concierto, con sencillez, después del último aplauso del público, diría: «Como bis me gustaría tocar una pieza de Franz Liszt que dedico a una persona muy cercana a mí.» Miraría a Andrea y él, en primera fila, le devolvería la mirada. Se sentaría al piano y empezaría a tocar mientras imaginaba cómo él, con cada pasaje turbulento, convulso y virtuoso, se iba quedando cada vez más boquiabierto.

Aquélla sería su pieza, y nunca, nunca más, volvería a tocarla. Empezó a hacer sonar las notas y se olvidó del mundo que existía allí afuera. No advirtió que no muy lejos de ella sucedía otra cosa: su móvil se encendía continuamente; una tras otra, se sucedían las llamadas; sus amigas del alma, sus amigos y también sus padres; al final, el hospital. Pero Sofia seguía tocando embelesada por la emoción de aquella pieza. La había trabajado durante un año y la tocaría sólo para él, para el hombre al que amaba y amaría toda su vida. Sonrió pensando en las tontas discusiones de siempre, en su carácter algo caprichoso, en su inquietud permanente. Entonces esbozó una gran sonrisa ante aquella única certeza: «La tocaré para ti, Andrea.» Y con aquel último convencimiento, se dejó llevar por completo. Movía las manos por el teclado rápidamente; bajo sus dedos, las notas saltaban impetuosas; golpeaba las teclas con rabia, en ocasiones con dulzura; y, con pasión, acompañó aquella pieza hasta el final. Agotada, no tuvo tiempo de apartarse del piano antes de oír aquel ruido. Golpes en la puerta y luego, otra vez, el timbre. Insistente, continuo, precipitado. Como si alguien se hubiera pegado a él. Una vez más, aquellos golpes en la gruesa madera de la puerta, como si al otro lado hubiera más de una persona. «¿Tan mal habré tocado? —Sonrió para sus adentros mientras iba corriendo a abrir—. ¿Será que es muy tarde? —Miró el reloj—. Podría tocar al menos hasta las diez y media…»

Al abrir se quedó atónita. ¿Qué hacían allí Giorgio y Stefania, los del piso de abajo?

—Pero ¿qué ocurre…? ¿Qué ha pasado?

Stefania la miró a los ojos, indecisa sobre qué decirle y cómo. Escogió una única palabra.

—Andrea…

Sofia se llevó la mano a la boca, desesperada. Después realizó una profunda inspiración que se le atascó en la garganta. Fue como si en aquel instante una catedral de himnos, de coros, de notas, de fragmentos, toda la música que desde pequeña tanto había amado, se hiciera añicos ante sus ojos.

Un poco más tarde se encontró en el hospital, afanada en una desesperada búsqueda por urgencias. Sofia no podía creer lo que veían sus ojos, le parecía estar viviendo una pesadilla; era como un círculo infernal: hombres y mujeres heridos, con el rostro blanco, con expresión de dolor, se movían por la sala. Uno lloraba, otro se desesperaba, y había gente que permanecía en un silencio atónito, como si no quisiera aceptar de ningún modo lo que había ocurrido.

—¿Dónde está? Dígame dónde está… —empezó a gritarle al primero que le pareció que tenía aspecto de médico. Al fin alguien se lo dijo. Así que se halló delante de la sala de operaciones. Estaba sola. Había avisado a su madre, pero estaba de viaje y le había dicho que llegaría lo antes posible. Pasaron los minutos, interminables, y las primeras horas. Un silencio inimaginable. Casi podía oírse cómo transcurrían los segundos: como si hubiera un único reloj en el centro de la Tierra que marcaba el lento, inexorable pasar del tiempo. Sofia estaba acongojada. Se había quedado inmóvil mientras se cubría el rostro con las manos, doblada hacia delante sobre sí misma, acodada en las rodillas. Entonces le llegaron las terribles palabras del único médico que parecía creíble:

—Lo estamos operando, pero no quiero mentirle: no creo que salga de ésta. Y si lo consigue, será muy duro para él. Quizá no pueda volver a caminar nunca más. —Sofia se sintió desfallecer, se habría caído si aquel médico no la hubiera sostenido—. No volverá a caminar…

Aquellas palabras le retumbaban en la cabeza. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía esperar? En el caso de que tuviera que decidir, ¿qué elegiría? Si un médico le preguntara:

«—Dígame, Sofia, ¿qué prefiere para Andrea? ¿La vida… o la muerte?

»—Pero ¿qué vida, doctor? ¿Una vida infeliz? ¿Una vida de paralítico, una vida de inválido? Él, que siempre se ha enorgullecido de su forma física, de su fuerza; él, el chico sin fronteras, el que no conoce el miedo, el de los mil deportes, el de las mil aventuras; él, que parece que nunca tiene sueño, que nunca está cansado; él y sus ganas de amar, él y sus ganas de vivir… ¿Qué me está preguntando, doctor? ¿Que qué elijo? ¿Y si un día volviera a caminar? Los médicos se han equivocado tantas veces…»

Y así, con aquel último y desesperado pensamiento, a Sofia no le quedó más que rezar: «Haz que viva, Señor…»

Lentamente empezó a enumerar las posibles renuncias, una tras otra. Prometía en silencio abandonar todo lo que amaba a cambio de la vida de Andrea.

Estaba amaneciendo cuando el cirujano salió de la sala de operaciones. Sofia levantó el rostro con lentitud y encontró su mirada. Temerosa, cerró los ojos durante un instante: «Te lo ruego, Señor, juro que cumpliré todo lo que te he prometido a cambio de su vida…»

Cuando volvió a abrirlos, vio que el cirujano sonreía.

—Saldrá de ésta. Necesitará tiempo, pero lo conseguirá.

Entonces comenzó a llorar y, en aquella felicidad, notó el silencioso dolor de su promesa: no volvería a tocar nunca más.

Más tarde fue a ver el lugar donde se había producido el accidente. La moto todavía estaba tirada junto a la acera de la calle, completamente retorcida. Había algunos fragmentos de cristales del coche, y otros muchos, más pequeños, del faro de la moto, de los intermitentes y del cuentakilómetros. Entonces Sofia observó con mayor atención. En el suelo no había ninguna marca de frenazo. No le había dado tiempo. Un poco más allá estaba el coche de la señora. Tenía la puerta central deformada, el cristal de la ventanilla destrozado, la chapa partida. Sofia pasó la mano por la portezuela. Sintió entre sus dedos el grito de Andrea, el dolor, el impacto, los sueños que se hacían añicos, los pensamientos que se perdían en el viento. La retiró en seguida, asustada por todo lo que se había malogrado. De repente, un poco más lejos, entre unas matas que había junto a la acera, realizó un doloroso descubrimiento. Se sintió culpable, como si aquella tragedia le perteneciera sólo a ella, como si toda la culpa fuera suya, sólo suya. Abierta, mirando al cielo, teñida por el incipiente amanecer, había una caja de cartón.

Una pizza llena de tierra yacía tirada sobre el asfalto. Las hormigas se estaban comiendo la
mozzarella
y los tomates
cherry
ya fríos.

En aquel momento, Sofia se acurrucó sobre el suelo y se echó a llorar. Se sentía culpable como nunca, y tan sucia como aquella pizza, incluso más.

6

—La mayor parte de tus ganancias las has conseguido gracias a él. Quizá ésa sea otra de las razones por las que te cae tan bien.

Sara continuó colocando las camisas que había recogido en la tintorería. Abrió el gran armario blanco del dormitorio y cogió unas cuantas perchas.

Davide, que acababa de llegar de Turín, la siguió por la habitación.

—Siempre me ha caído bien. Desde que íbamos al colegio. Y, por otra parte, no es cierto, nunca he basado mis valoraciones personales o mis sentimientos en los beneficios. Al contrario…

Sara se volvió de golpe.

—¿Al contrario? ¿Acaso quieres decir que no te he hecho ganar dinero o, peor aún, que te lo he hecho perder?

Davide se sentó en la cama.

—No estaba hablando de ti. Hablaba de mis amigos. A veces los he ayudado a hacer buenos negocios. Mira a Caserini: gracias a mí se ha comprado la casa, y la verdad es que no nada en la abundancia… De hecho, no he aceptado mi porcentaje. Lo habría puesto en un apuro.

—Ya… —Sara colgó dos camisas de seda en las perchas y cerró el armario—. Pero, mira por dónde, Tancredi te cae mejor que los demás. Le has comprado casas en Miami, en Lisboa, en Nueva York, en San Francisco y no me acuerdo de en qué más ciudades del mundo; y otras cinco o seis propiedades en los sitios más bonitos de Italia: en Capri, en Venecia, en Florencia, en Roma… Todas ellas enormes y en lugares céntricos y, por si no fuera suficiente, incluso has hecho que se compre una isla…

Other books

A Wicked Kiss by M. S. Parker
A New York Christmas by Anne Perry
Aliens In The Family by Margaret Mahy
The Tenth Power by Kate Constable
Keep It Down! by David Warner
Hitched by Watts, Mia, Blu, Katie
Thawing the Ice by Shyla Colt