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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (3 page)

Eran inmigrantes, gentes que emigraban.

Los había visto salir del aeropuerto de Ciudad de México para coger un autobús a Morelia o Puebla, o en puertas de tránsito con destino a Quito o a Guatemala capital. Los había visto en París, llegados de Dakar, El Cairo o Kinshasa. Los había visto en Managua y en Puerto Príncipe, Caracas y Bogotá. En todos los lugares del mundo en que había estado los había visto, marchándose.

También los había visto llegar, a Nueva York, Los Ángeles, Atlanta o Washington, el destino final de un largo viaje, exhaustos y todavía muy lejos de haber terminado su épica travesía.

Y ahora ella era uno de ellos.

Allí estaba, en la zona de facturación del aeropuerto de Fráncfort. Detrás de ella, una pila de maletas demasiado grandes y de distintos colores. Antes, cuando veía maletas tan gigantescas, solía pensar: ¿A quién en su sano juicio se le ocurre llevar un equipaje tan feo y poco manejable? Ahora conoce la respuesta: a alguien que necesita empaquetar absolutamente todo, y todo a la vez.

Desperdigadas alrededor de sus feas maletas tamaño extragrande, había cuatro carros portaequipajes, un bolso, dos maletines de ordenador y dos mochilas infantiles. Después, formando distintos bultos, cazadoras, osos de peluche y una bolsa térmica llena de barras de cereales, fruta y frutos secos, además de caramelos M&M marrones, ya que todos los demás colores se habían terminado antes de llegar a Nueva Escocia.

Allí estaba ella, sujetando los pasaportes azules de la familia, diferentes de los alemanes, color burdeos, llamando la atención no solo por el color, sino porque los autóctonos no se sientan por ahí rodeados de feas maletas y sujetando pasaportes.

Allí estaba, sin entender una palabra de lo que decía nadie en un idioma del todo incomprensible. Allí estaba, después de un vuelo de siete horas de las que solo había dormido dos, con los ojos hinchados, cansada, hambrienta y con náuseas, excitada y asustada a la vez.

Allí estaba: una inmigrante más, emigrando.

Empezaba a reconciliarse con la idea de adoptar el apellido de Dexter. Era consciente de que ya no necesitaría su apellido de soltera, su nombre profesional, así que había ido a la junta de distrito de Columbia, rellenado los formularios y pagado las tasas. Había solicitado un carné de conducir nuevo y un pasaporte urgente.

Había llegado a la conclusión de que sería más fácil la burocracia y, en general, vivir en un país católico si el marido y la mujer llevaban el mismo apellido. Ya estaba renunciando al resto de su identidad —la red de apariencias que ocultaba verdades más complejas— y lo del nombre era solo una cosa más.

Así pues, se había convertido en una persona que nunca había sido antes: Katherine Moore. Se llamaría a sí misma Kate. Kate, jovial y despreocupada. En lugar de Katherine, severa y seria. El nombre le sonaba bien. Kate Moore era el nombre de alguien que sabía pasárselo bien en Europa.

Durante unos pocos días había probado a llamarse a sí misma Katie, en lugar de Kate, pero había llegado a la conclusión de que Katie Moore sonaba a personaje de libro infantil o a jefa de animadoras.

Kate Moore era quien había organizado el traslado a Europa. Había congelado, cancelado o cambiado de dirección docenas de cuentas corrientes. Había comprado aquellas maletas horrorosas. Había clasificado sus pertenencias en tres categorías: equipaje a facturar, correo aéreo, correo marítimo. Había rellenado formularios de embarque, pólizas de seguros, formularios de formalidades.

Y se las había arreglado para dejar su trabajo. No había sido ni fácil ni rápido. Pero una vez que las entrevistas y los trámites burocráticos hubieron terminado, llegó la copa de despedida en la casa de su jefe, en la colina del Capitolio. Aunque nunca en su vida de adulta había dejado un trabajo, sí había asistido a unas cuantas despedidas a lo largo de los años. Al principio le decepcionó enterarse de que no iba a ser en un pub irlandés, con todo el mundo emborrachándose alrededor de una gran mesa de billar, como en las películas. Pero, claro, la gente de su oficina no podía reunirse en un bar a tomar copas. Así que bebieron cerveza a morro en el sótano de la casa de ladrillo de Joe, la cual descubrió Kate, en parte con alivio y en parte con decepción, que no era mucho más grande ni estaba en mucho mejores condiciones que la suya.

Brindó con sus colegas y, dos días después, partió hacia otro continente.

«Esta es la oportunidad —se dijo una vez más— de reinventarme a mí misma». Para dejar de ser alguien que se parte la espalda en un trabajo poco valorado, que se esfuerza por ser una buena madre en términos generales, que vive en una casa decrépita e incómoda en un barrio de lo más inhóspito en una ciudad amargada y competitiva, un lugar que, todo sea dicho, ella misma había elegido nada más terminar la universidad y del que nunca se había marchado. Se había quedado en Washington y había seguido con su trabajo porque una cosa llevaba a la otra. No había elegido su vida, sino que esta la había elegido a ella.

El chófer alemán subió el volumen de la música, una melodía electropop de los ochenta.

—¡Nueva ola! —exclamó—. ¡Me encanta!

Tamborileaba con fuerza en el volante con los dedos y pisaba el embrague con fuerza mientras parpadeaba como un loco. Y eran solo las nueve de la mañana. ¿Anfetaminas?

Kate apartó la vista de aquel maniaco y se dedicó a contemplar la bucólica campiña alemana por el cristal, las suaves colinas, los espesos bosques y los pequeños núcleos de casas de piedra, muy juntas las unas de las otras como si buscaran protegerse del frío, formando pequeñas aldeas rodeadas de amplios pastos.

Reinicio. Relanzamiento. Se convertirá, por fin, en una mujer que no se pasa la vida mintiendo a su marido sobre lo que realmente hace, sobre quién es en realidad.

—Hola —había dicho Kate al entrar en el despacho de Joe a primera hora de la mañana, dos sílabas por todo preámbulo—. Siento comunicarte que dejo el trabajo.

Joe levantó al vista del informe que estaba leyendo, páginas grisáceas salidas de una impresora matricial que probablemente estaba en una mesa de despacho metálica hecha en la Unión Soviética o en algún rincón de Centroamérica.

—A mi marido le han ofrecido un trabajo muy atractivo en Europa. En Luxemburgo.

Joe levantó una ceja.

—Así que hemos pensado irnos.

Esta explicación era un tremenda simplificación, pero tenía la ventaja de ser la verdad. Kate estaba dispuesta a ser del todo sincera en este proceso. Excepto en una cosa, si es que surgía. Y estaba segura de que así sería, tarde o temprano.

Joe cerró la carpeta, una tapa azul rígida y adornada con varios sellos, firmas e iniciales. Tenía un cierre metálico en uno de los laterales. Lo enganchó.

—¿Qué clase de trabajo?

—Dexter trabaja en seguridad electrónica para bancos.

Joe asintió.

—En Luxemburgo hay muchos bancos —añadió Kate.

Joe esbozó una media sonrisa.

—Va a trabajar para uno de ellos.

Kate estaba sorprendida por la creciente sensación de arrepentimiento que la invadía. A cada segundo que pasaba, estaba más convencida de que había tomado la decisión equivocada, pero seguir adelante con ella ahora era una cuestión de honor.

—Ha llegado mi momento. Llevo haciendo esto…, no sé…

—Mucho tiempo.

El arrepentimiento venía acompañado de vergüenza, una vergüenza retorcida provocada por su orgullo, por su incapacidad de reconsiderar una mala decisión una vez tomada.

—Sí, mucho tiempo. Y, si te soy sincera, estoy aburrida. De hecho llevo aburriéndome un tiempo. Y esta es una gran oportunidad para Dexter. Para los dos. De vivir una aventura.

—¿No has tenido bastantes aventuras ya en tu vida?

—Quiero decir como familia. Una aventura familiar.

Joe asintió secamente.

—Aunque en realidad no es por mí. Por lo menos no solo por mí. Es por Dexter. Por su carrera y por la posibilidad de ganar algo de dinero, por fin. Y de llevar una clase de vida distinta.

Joe abrió un poco la boca dejando ver unos dientes grisáceos bajo un tupido bigote cano que parecía pegado en su rostro ceniciento. Para ser coherente con esta coloración, Joe acostumbraba a vestir trajes también grises.

—¿Hay alguna posibilidad de hacerte cambiar de idea?

Durante los días inmediatamente anteriores, cuando era Dexter quien se ocupaba de los detalles más prácticos, la respuesta probablemente habría sido que sí. O, al menos, quizá, es posible. Pero en medio de la noche anterior Kate se había hecho a la idea de que la decisión estaba tomada, se había incorporado en la cama y retorcido las manos, despierta como un búho a las cuatro de la madrugada, desesperada, tratando de decidir qué era lo que quería. Había pasado gran parte de su vida —en realidad toda— considerando otra pregunta: ¿qué era lo que necesitaba? Pero decidir lo que quería resultaba un desafío del todo distinto.

Llegó a la conclusión de que lo que quería, de momento, pasaba por dejar su trabajo. Abandonar su profesión para siempre. Empezar un capítulo nuevo —un libro nuevo— en el que sería un personaje distinto. No quería por fuerza ser una mujer que no trabaja, sin obligaciones profesionales; pero tampoco quería ser una mujer con su trabajo actual, con sus obligaciones.

Así que, en la luz tenue de aquella mañana nublada de agosto, la respuesta fue:

—No, Joe. Lo siento.

Joe sonrió de nuevo, esta vez una sonrisa más pequeña y apretada, casi una mueca. Toda su actitud cambió, ya no se parecía al burócrata anodino que aparentaba ser, sino al guerrero despiadado que Kate sabía que era.

—Muy bien —apartó la carpeta azul y la colocó junto a su ordenador portátil—. Supongo que sabes que habrá un montón de entrevistas.

Kate asintió. Aunque allí no se solía hablar de las dimisiones, era vagamente consciente de que no eran un proceso rápido ni sencillo. Y sabía que no volvería a poner un pie en su oficina de dos por dos metros, que jamás volvería a aquel edificio. Sus objetos personales le serían enviados por mensajero.

—Y van a empezar ya. —Joe abrió su ordenador—. Por favor —hizo un gesto con la mano, autoritario y despectivo al mismo tiempo, con la mandíbula tensa y el ceño fruncido—, cierra la puerta.

Echaron a andar desde el hotel por el laberinto de estrechas calles empedradas del centro, siguiendo los contornos naturales de la fortificación medieval. Pasaron junto al palacio real, varios cafés con mesas al aire libre, una amplia plaza con un mercado de frutas, verduras y flores.

A través de la fina suela de goma de sus zapatos Kate notaba los salientes y las hendiduras del suelo de piedra. En otra época de su vida había pasado mucho tiempo recorriendo calles desiguales en los vecindarios más feos de ciudades desconocidas; entonces había tenido el calzado adecuado. Incluso había recorrido estos mismos empedrados, más de quince años atrás. Reconocía los soportales que unían las dos plazas principales, en cuyo extremo sur se había detenido una vez preguntándose si no se estaba metiendo en una trampa mortal. Había estado siguiendo a un chico argelino cuyo horrendo crimen luego resultó ser ir a comerse una crêpe.

Eso había sido mucho tiempo atrás, cuando sus pies eran más jóvenes. Ahora iba a necesitar renovar por completo sus zapatos, a tono con todo lo nuevo que había en su vida.

Los niños caminaban formales delante de sus padres, enfrascados en una conversación marciana, típicamente infantil, sobre cómo tienen el pelo las figuras de Lego. Dexter cogió a Kate de la mano, allí en pleno centro de la ciudad, en el bullicio de una plaza europea, donde la gente bebía y fumaba, se reía y coqueteaba, y le hizo cosquillas en la palma con la punta del dedo índice, una invitación clandestina —una promesa subrepticia— a hacer algo más tarde, a solas. Kate notó cómo se ponía colorada.

Se sentaron en una
brasserie
de la plaza principal. En el centro de la plaza, abarrotada y llena de árboles, una banda de diez músicos —adolescentes— tocaba una cacofonía. La escena le recordó a Kate las muchas ciudades mexicanas que en otro tiempo había recorrido: plazas llenas de cafés y tiendas para turistas, varias generaciones de residentes, desde recién nacidos balbucientes a mujeres mayores que murmuran cogidas del brazo, todos reunidos alrededor de una banda de música cuyos miembros, aficionados, tocaban, y mal, los temas más populares.

El largo brazo del colonialismo europeo.

Kate había pasado la mayor parte del tiempo en el zócalo de Oaxaca, a menos de un kilómetro al este de su apartamento de un dormitorio, cerca de la academia de idiomas donde daba clases particulares de nivel avanzado varias horas al día, aprendiendo a dominar dialectos. Se vestía como las otras mujeres, con largas faldas de lino y blusas de campesina, un pañuelo sujetándole el cabello que dejaba ver un pequeño —y falso— tatuaje de una mariposa en la base de la nuca. Su trabajo era mezclarse con la población local pasando tiempo en cafés, bebiendo cerveza Negra Modelo y guardando las compras que hacía en el mercado 20 de Noviembre en un capazo de esparto.

Una noche se juntaron varias mesas, una pareja alemana y unos cuantos americanos, además del joven mexicano de turno que no hacía más que tirar los tejos a las mujeres —aquellos tipos tiraban a ciegas, pero de vez en cuando daban en el blanco—, cuando un hombre de aspecto atractivo y seguro de sí mismo les preguntó si podía unirse a ellos. Katherine sabía quién era, todo el mundo lo sabía. Se llamaba Lorenzo Romero.

Visto de cerca, era todavía más guapo de lo que le había parecido en las fotografías. Cuando se hizo evidente que estaba allí para hablar con Kate, esta a duras penas pudo controlar su nerviosismo. Su respiración se volvió entrecortada y jadeante y empezaron a sudarle las manos. Tuvo que hacer un esfuerzo para seguir las bromas y las insinuaciones en la conversación general, pero no importaba. Sabía de qué iba aquello y dejó que se le entreabriera un poco la blusa. Le tocó el brazo con suavidad y durante demasiado tiempo.

Dio un último sorbo a su cerveza e hizo acopio de valor. Entonces se inclinó hacia él.

—Cinco minutos —le dijo en español, e hizo un gesto con la cabeza hacia la catedral, en el extremo norte de la plaza. Él asintió, haciendo ver que había comprendido, y se pasó la lengua por los labios con ojos ávidos.

Atravesar la plaza se le hizo eterno. Todos los niños y sus padres se habían ido a casa, dejando solos a los jóvenes, a las personas mayores y a los turistas en la plaza, envueltos en una mezcla de humo de tabaco y marihuana, ingleses borrachos hablando en argot y abuelas cacareando. Bajo los árboles, lejos de la luz de las farolas, varias parejas se magreaban sin pudor.

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