Fabulosas narraciones por historias (48 page)

—Si no te marchas ahora mismo voy a pedir a Aquiles que te eche —le amenazó. Santos la miró. ¡Estaba tan bella enfadada, humillándole!

—Acuéstate conmigo y me voy —le propuso Santos.

—¡No me toques!

Pero él ya se había abalanzado sobre ella con la esperanza de que follando se acabaran los problemas. Encontró más resistencia de la que esperaba: su lengua no pudo entrar en la boca de María Luisa, que le golpeó, le arañó, le arrancó pelo y consiguió gritar pidiendo auxilio antes de que Santos le tapara la boca. Aquiles y parte del servicio acudieron al instante. Santos no pudo usar el Astra. Entre varios le inmovilizaron, le sacaron de la casa y en un oscuro callejón próximo a la plaza de Santa Bárbara, que a esas horas estaba ya atestada de público, le patearon hasta que perdió el sentido.

—En cuanto se ha proclamado oficialmente el triunfo de la República, ha empezado a lanzar gritos contra ella y ha mancillado una bandera —explicaron a todo aquel que se paró a preguntar las razones de semejante tunda. Muchos entonces parecían entenderlo y continuaban alegres camino de la Puerta del Sol, entonando el himno de Riego.

Cuando recuperó la consciencia, pudo arrastrarse a duras penas hasta un viejo portal. Le pareció que había gente. Le pareció que eran vagabundos. Le pareció que hablaban de él. ¡Hostia puta!, le pareció que decían ¿no es éste el cabronazo que nos quemó el campamento hace siete u ocho años? ¡Vaya memoria que tienes! ¿Tú no sabías que yo estudié tres años de sociología en la Sorbona?; se me desarrolló muchísimo la capacidad mnemotécnica o retentiva; te puedo jurar por mis muertos que es él, lo que pasa es que se ha dejado bigote; aunque no había mucha luz, me fijé en su cara, porque estaba seguro de que acabaría encontrándomelo; ¡vamos a matarle!, le pareció que proponían; y le pareció que le pateaban, pero también pudo ser su corazón, que latía con fuerza en las sienes; y es posible que las conversaciones fueran fruto de su desordenado pensamiento, que no alcanzaba a comprender muy bien lo sucedido. Tardó en ser dueño de sus pensamientos y sensaciones. Le dolían todos los huesos y notó su cara pegajosa. Intentó incorporarse y un pinchazo en el costado estuvo a punto de tumbarle de nuevo. Buscó respaldo, y allí se quedó, apoyado contra una pared, roto, hasta que se sintió con fuerzas para ponerse en pie. Lo hizo con esfuerzo y se tentó el vientre. El tacto del Astra le tranquilizó y le dio fuerzas para echarse a andar. No entendía por qué las calles estaban inundadas de gente. Sin duda estoy delirando, se dijo. Sólo así consiguió explicarse la existencia de aquellos energúmenos vociferantes, de cuerpos sebosos, que sonreían grotescamente mostrando dientes carcomidos por el sarro, las caries y los restos fermentados de comida. Buscó una fuente y se refrescó la cara. El agua sin embargo no disipó, como esperaba, la alucinación. Todo lo contrario; la multitud se le figuraba cada vez mayor; vio al chófer mestizo de Leo, que le insultó; y a Manuel, el secretario de La Moratilla, que le llamó señorito de mierda; se cruzó con aquel camarero del Rector's Club que les dijo todo está pagado, pero no entendió muy bien qué le gritaba. Al llegar a la Gran Vía abandonó a la masa, que parecía encaminarse a Sol, y dirigió sus pasos a la Estación del Norte, dispuesto a pagar lo que fuera por un billete a Pozuel. Pero los empleados se negaron a atenderle porque aquel doce de abril, dijeron, era un día de fiesta para todos los trabajadores españoles.

Se alejó de la ventanilla sin entender lo que estaba sucediendo. ¿Sería posible que estuviera en el interior de una pesadilla? Se pellizcó, pero el escenario no desapareció. Bajó al andén y se sentó en un banco. Destartalado como un auto sin gasolina, con la mirada clavada en la punta de sus zapatos sucios, confuso como aquel boxeador fuera de combate, fue entendiendo poco a poco. Madrid. Doce de abril. Elecciones. Trabajadores. Fiesta. República. A continuación repasó en secuencias lo ocurrido en el palacete, las palabras de María Luisa y todo lo demás. A medida que las imágenes se sucedían delante de sus ojos y que todo cobraba sentido, el dolor fue disminuyendo en una proporción inversa a la de su vergüenza. La sintió subir ardiendo desde el escroto hasta el cerebelo. Tenía que pedir perdón.

Se echó a la calle de nuevo, y en la explanada de la estación cogió un taxi. A la plaza de Santa Bárbara, dijo. El taxista se hacía pasar por francés y era del tipo parlanchín. Durante toda la carrera, especialmente larga a causa de toda la gente que había ocupado la calle, no cesó de emitir máximas sobre la situación política y sobre lo nefasto que era el triunfo de los rojos. Santos ni siquiera le escuchaba. Al llegar comprobó que el auto de María Luisa no estaba frente a la puerta principal. Ni siquiera se apeó del taxi; estaba dispuesto a recorrer Madrid de arriba abajo en su busca; viajaría hasta La Moratilla si era preciso. Fue al Rector's, al Casino, al Aeródromo, al Círculo, a todos los restaurantes y cabarets donde imaginó que podría estar. Persiguió febrilmente su rastro sin resultado. A qué grado de degeneración había llegado, en qué depravado se había convertido para haber sido capaz de hacer lo que había hecho. Por su parte, el taxista no paraba de insultar a los rojos que invadían la calzada; y a Santos le dolía cada vez más el costado.

—Pejseguí a una mujej es igual que pejseguí a un pájago, señoguito, ¿cómo va tú a pejseguí un pájago? —sentenció el taxista con un acento francés que de pronto le resultó insufrible. Tiró del Astra, se la puso en la yugular y gritó:

—¡O se te quita el acento o te lo quito de un tiro, gilipollas! Anda, cállate y llévame otra vez a la plaza de Santa Bárbara. Y como tardes más de diez minutos, te vuelo la cabeza. Si tienes que atropellar republicanos, los atropellas.

Riadas de personas circulaban a derecha e izquierda del auto detenido y golpeaban festivos la chapa del capó y las ventanillas. Santos montó la automática.

—¡Te he dicho que arranques o te vuelo la cabeza!

Había decidido esperarla en el palacio, de modo que, cuando estuvo frente a la puerta, su mano fue directa hacia el pomo con la esperanza de que la puerta hiciera lo que finalmente hizo: ceder y abrirse. Santos se preparó el Astra por si el mayordomo le aguardaba con otra sorpresita, y entró con sigilo. El interior estaba oscuro y el palacete parecía completamente vacío. Sólo se oía, provenientes del exterior, amortiguados, incesantes cánticos políticos. Ya iba a volverse Santos sobre sus pasos cuando oyó un murmullo tras una puerta en la que no había reparado hasta entonces, situada en un extremo del recibidor. La abrió con cuidado y ante él apareció un largo pasillo. Contuvo la respiración y aguzó el oído. Alguien escuchaba la radio en una de las estancias que se abrían a derecha e izquierda. Caminó con cautela, y, según se acercó al fondo, la voz de un locutor se hizo cada vez más nítida. Sigiloso, convertido en sombra, inspeccionó, uno a uno, en todos los cuartos. Así llegó al final del pasillo. A la derecha se abría la última pieza, de cuya puerta entornada salía nítidamente la voz del locutor anunciando la marcha del rey Alfonso XIII. Santos se asomó con el máximo sigilo y vio a Aquiles sentado de espaldas a la puerta, en camisa, a un palmo de la radio. Entonces tuvo la idea. Primero se aseguró de que en la estancia no había persona alguna, excepto el alemán; se situó bajo el umbral, a un metro escaso del mayordomo; empuñó el Astra con las dos manos; flexionó las piernas; aguantó el dolor del costado y le chistó. Aquiles se volvió sobresaltado.

—Mira. He entrado sin llamar. ¿Qué te parece? —le anunció con una jovialidad exagerada, notando la amplitud de su propia sonrisa. Las dos pupilas de Aquiles se movieron hacia el cañón de la automática, y así, bizco, se cayó muerto hacia atrás aquel cabrón con un agujero entre ceja y ceja que a Santos le pareció formidable.

Se olvidó del dolor en el costado. Liquidarse al mayordomo le proporcionó una euforia vesánica, y corrió por el palacete sin saber muy bien qué hacer ni adonde ir. Pensó quedarse a vivir allí para siempre o aprovechar que ya era un asesino para matar también a María Luisa, en vez de pedirle perdón. Atravesó el salón de baile donde hacía muchos años, la noche que murió Babenberg, se había celebrado aquella lejana fiesta de la primavera. Con todas las luces apagadas, el escenario que tantas veces había visto en las litografías de
Mujer de Hoy
no parecía tan grande. Los divanes vacíos, el ambigú desnudo, la tarima de los músicos desierta, todo tenía el aspecto triste de un circo abandonado. Recordó a las Women con los pechos al aire y al repeinado José Antonio, a quien conoció allí. Subió al piso de arriba; se quedó un instante en el umbral del cuarto de las orgías y se acordó de la vellosa Múlder. Buscó la alcoba de María Luisa, entró en ella y abrió cajones y cajones hasta que dio con su ropa interior. A dos manos se la echó por encima como si fuera el agua fresca de un limpio manantial. Luego, inspeccionó detenidamente todas sus bragas, las olió y pasó la lengua con deleite por la parte delantera. Cuando se cansó de jugar al fetichista, bajó de nuevo y rememoró sus bailes con Esperanza, y también la amargura que sintió cuando vio el beso de revista entre Pátric y María Luisa. Se dirigió a la biblioteca y por el camino se topó con una acogedora salita de mullida alfombra, algo recargada de óleos, en cuyo centro había una pequeña mesa. El maldito cenador, se dijo; y contempló la mesa bajo la cual María Luisa y Patricio debieron de rozarse los pies por vez primera. Y fue entonces, al figurarse el pie descalzo de María Luisa, cuando empezó a preguntarse qué sucedería si prendiera fuego a toda esa mierda, a la alfombra, a la mesita y a los óleos; y qué sucedería si en ese momento quemara no sólo ese coqueto cenador, sino todo el palacio de Santa Bárbara, con sus tapices, sus obras de arte y las bragas de María Luisa esparcidas por el suelo de su alcoba; qué sucedería si incendiaba el fondo de los daguerrotipos que tantas veces había contemplado boquiabierto, el origen de sus desdichas juveniles, la raíz de su infelicidad, la casa de la mujer más fabulosa del mundo; qué pasaría; qué pasaría, eh; qué pasaría. Y mientras gritaba esto, había acercado ya un mixto a las cortinas y éstas habían tomado ávidamente la llamita como si la hubieran esperado desde siempre. Con qué alegría bailó el fuego en aquella estancia. No se privó. Fue visitando habitación por habitación, prendiendo colchas, cortinas y muebles y sintiendo, según lo hacía, excitación —mucho mayor que la experimentada tras el asesinato—, consuelo y esperanza. Desaparecido el palacio de Santa Bárbara, volvería a empezar de nuevo esta vez con bastantes más posibilidades de ser feliz.

Cuando todo el edificio era ya un gran incendio, salió de allí y se alejó renqueante oyendo a lo lejos los primeros gritos de fuego, fuego. Mientras buscaba desesperadamente un taxi empezó a sentir frío, un frío desproporcionado, como si estuviera muerto. Se preguntó si le habrían inoculado un veneno durante la paliza, si María Luisa habría decidido exterminarle como seguramente había hecho junto a Pátric con el pobre barón. Por fin apareció un auto de alquiler. Lo paró, se montó y dijo:

—A Santander.

—No conoscó esa callé —repuso el taxista con acento francés.

—No es una calle, es una provincia, gilipollas.

—¡Hostiá, señoguitó! No puedo llevajlé a una provinsiá.

—Tengo dinero para pagarte la ida, la vuelta y el taxi entero —le espetó Santos tirándole a la cara un billete de quinientas pesetas.

—No, no, no, señoguitó, no, no, no.

No sabía por qué se acordaba entonces de Martini. ¿Le había dicho él que era muy fácil matar después de hacerlo una vez? ¿O había sido el Cantos? Ninguno de los dos. Lo estaba experimentando él mismo en carne propia. No le costó nada, pero nada, sacar el Astra de nuevo y pegarle al taxista afrancesado cinco tiros en la nuca, que le dejaron seco. Echó el cuerpo a la calle de un patadón y se marchó de allí, raudo y veloz, camino de Santander.

«Apenas puesto a la venta el número almanaque de la novela de hoy, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista PATRICIO CORDERO PEREDA ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que se titula
LAS POBRES HERMANAS ORTIZ: DE HONRADAS, NADA.»

Mujer de Hoy
(abril de 1931), pág. 45.

En el pueblo y en la familia se comentó durante muchos años aquella machada, que llegó a convertirse en leyenda. ¡Cuántas veces contó la Chari que abrió la puerta de una patada, que le vio aparecer en el umbral, todo sucio, descamisado y sin afeitar; y que le ordenó Chari, levántate y anda, coge tus cosas! La Chari dice que en ese momento se curó. Esperó a que se aviase, y cuando las monjitas que pululaban a su alrededor protestando por semejante atropello se pusieron muy pesadas, Santos agarró a la superiora del pescuezo, la alzó y le dijo algo al oído que la Chari no pudo oír. Cuando dejó de levitar, tenía mudada la color y se llevó espantada a todas sus hijas. ¿Qué le dijo usted, Santos, qué le dijo?, le preguntaron en el pueblo durante muchos años; pero él siempre mantuvo que no se acordaba. La Chari asegura que las únicas palabras que Santos articuló durante el viaje de Santander a Fuentelmonge en un taxi matrícula de Madrid fueron «prepara lo que tengas que preparar porque pasado mañana nos casamos por mis cojones». Esto era un miércoles. El viernes siguiente ya eran marido y mujer.

A Santos la boda le proporcionó una desconocida y reconfortante sensación de seguridad. La vida con la Chari no fue ese regreso en silencio tras la derrota en que se van convirtiendo los matrimonios con el tiempo. Ellos no podían volver desde el deseo hasta la piedad porque nunca llegaron al primero. Por eso tuvieron que trazar el camino inverso. Se casaron sin asco y sin lujuria, sólo por los cojones de Santos, y poco a poco, con fe, fueron haciendo el camino que otros cubren rápidamente antes de la primera noche. Ya que estaban casados, hicieron lo posible por desearse.

Por lo demás, Santos se fue adscribiendo a un vivir ordenado. Se levantaba temprano y daba un largo paseo hasta la Cañada Seca, hasta Torlengua o Cañamaque. Paseando por la veguilla nadie podía hacerle daño. Almorzaba, como se decía en Fuentelmonge al desayunar, huevos, torreznos y café. Se encerraba con el administrador hasta el mediodía. A las dos, la Chari le ponía la comida y él encendía la radio para oír las noticias; y después de comer se echaba un poco. A las cinco volvía al despacho para contestar la correspondencia. El matrimonio recibía a la hora de la merienda. Los habituales eran María Elena, la hermana de la Chari y Adrián. Después de haberse relacionado durante su juventud con personas que le sobrepasaban en ambición y capacidades, charlar a media tarde con un hombre como él, bueno, sencillo, sin especial inteligencia y sin aspiraciones desmesuradas en ningún campo, le sirvió a Santos de bálsamo tonificante y de inmejorable fondo para su capacidad mimética.

Other books

Unbroken Promises by Dianne Stevens
Thief of Light by Rossetti, Denise
An Army at Dawn by Rick Atkinson
Part II by Roberts, Vera
The Zombie Letters by Shoemate, Billie
Sylvia Day - [Georgian 03] by A Passion for Him
Mistletoe Mystery by Sally Quilford
Bar Girl by David Thompson