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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

Fantasmas (34 page)

—¿Estáis seguros de que está muerta?

Miss América se inclina y le pone dos dedos en el costado del cuello membranoso a la Camarada Sobrada, por debajo del cuello alto de encaje, presionando la piel de color blanco azulado. El Chef Asesino observa esto, de rodillas, con su cuchillo de deshuesar, una hoja de acero del tamaño de un dedo. Con la mano que le queda libre aparta el montón de encaje blanco y gris y de muselina amarilla, la pila de faldas y enaguas. Mira la hoja de su cuchillo y dice:

—¿Crees que tendríamos que esterilizar esto?

—No le vas a sacar el apéndice —dice Miss América, todavía apretando con los dos dedos el costado del cuello blanco azulado de ella—. Si estás preocupado —dice—, podemos simplemente cocinar la carne más tiempo…

En cierta forma, los miembros de la Expedición Donner tuvieron suerte, dice el Conde de la Calumnia, sin dejar de tomar apuntes en su cuaderno. Igual que el avión lleno de jugadores de rugby sudamericanos que se estrelló en los Andes en 1972. Tuvieron más suerte que nosotros. Tenían el frío de su lado. Refrigeración. Cuando alguien moría, tenían tiempo para debatir los matices de qué comportamiento humano resultaba aceptable. Solamente había que enterrar a los muertos en la nieve hasta que todos tenían tanta hambre que se dejaban de remilgos.

Aquí, hasta en el sótano, hasta en el subsótano donde están los cuerpos envueltos en terciopelo de la Dama Vagabunda y del señor Whittier y del Duque de los Vándalos, no hace un frío que congele. Si no nos la comemos ahora, antes de que las bacterias del interior de la Camarada Sobrada empiecen su propio festín, se va a estropear. A hincharse y a pudrirse. Tan llena de toxinas que por mucho que le demos vueltas y más vueltas en el microondas no se volverá a convertir en comida.

No a menos que nos decidamos. A menos que la cortemos en trozos ahora mismo, sobre esta moqueta dorada y floreada que hay entre los sofás de tela tapizada y las lámparas de aplique de cristal del vestíbulo del segundo rellano, será uno de nosotros el que esté aquí muerto mañana. O pasado mañana. El Chef Asesino con su cuchillo de deshuesar estará cortando nuestra ropa interior por detrás para dejar al descubierto nuestro culo marchito y lívido y nuestros muslos como palillos. Con la parte de atrás de las rodillas de color gris.

Uno de nosotros será comida a punto de estropearse.

Sobre una nalga flaca, la tela de las bragas al apartarse deja al descubierto un tatuaje, una rosa con los pétalos abiertos. Tal como ella dijo.

Es porque se leyó el libro sobre aquellos jugadores de rugby perdidos en los Andes que el Chef Asesino sabe que hay que trinchar primero las nalgas.

Miss América aparta sus dos dedos del cuello frío y se pone de pie. Se sopla una bocanada de aire cálido en los dedos y luego se frota las manos deprisa y se las mente dentro de los pliegues de la falda.

—Sobrada está muerta —dice.

Detrás de ella, la Baronesa Congelación se gira hacia las escaleras que bajan hasta el vestíbulo. Con la falda arrastrando por el suelo y susurrando y con una voz que se aleja lentamente, dice:

—Voy a buscar un plato o una bandeja que puedas usar. —Dice—: La forma de presentar la comida es muy importante. —Y se marcha.

—Tened —dice el Chef Asesino—. Que alguien me aparte esta mierda. —Y aparta con el codo el montón de faldas y de tela apelmazada que sigue intentando caer allí donde él tiene que trabajar.

El Conde de la Calumnia pasa por encima del cuerpo y se pone a horcajadas sobre su cintura, mirándole los pies. Las piernas están enfundadas en unos calcetines blancos remangados hasta la mitad de los huesos nudosos de las pantorrillas surcadas de venas, y los pies dentro de unos zapatos de tacón rojos. El Conde de la Calumnia recoge las faldas con los dos brazos y se agacha para apartarlas. Deja escapar un suspiro y se sienta, apoyando el culo en los omóplatos muertos de la Camarada Sobrada, con las rodillas apuntando al cielo y los brazos perdidos en el montón de faldas y encaje. Con la rejilla del micrófono sobresaliéndole del bolsillo de la camisa. Con la lucecita roja de
RECORD
encendida.

Y con los dedos extendidos de una mano, el Chef Asesino agarra con fuerza la piel de una nalga. Y con la otra mano, hace una raja con el cuchillo. Como si estuviera trazando una línea recta de arriba abajo del culo lívido de la Camarada Sobrada, una línea que se vuelve más gruesa y más oscura a medida que la va trazando. Cortando con el cuchillo en paralelo a la raja de su culo. La línea se ve negra sobre la piel lívida, de un color rojo-negro hasta que la sangre empieza a gotear, roja, sobre las faldas que hay debajo del cuerpo. Roja sobre la hoja del cuchillo de deshuesar. De un rojo humeante. Con las manos rojas y humeantes, el Chef Asesino dice:

—¿Se supone que una persona muerta sangra tanto?

Nadie dice nada.

Una, dos, tres, cuatro veces, en otra parte, San Destripado susurra:

—¡Ayuda!

El codo del Chef Asesino se mueve de arriba abajo mientras se dedica a serrar, hundiendo el pequeño filo en el mejunje rojo y sacándolo. Con su línea recta original ya perdida en la carnicería. El humo se eleva con ese olor a sangre de los tampones, ese olor a lavabo de mujeres en el aire frío. Por fin deja de serrar y con una mano levanta un jirón de algo rojo. Sus ojos no lo siguen. Su mirada sigue fija en la carnicería, en el rojo que hay en el centro del montón de enaguas parecido a un montón de nieve. Esa enorme flor humeante, desplegada sobre la moqueta del foyer del segundo rellano. El Chef Asesino blande el jirón rojo en la mano que tiene levantada. Eso que no puede mirar y que está goteando y chorreando líquido rojo oscuro. Y dice:

—Que alguien lo coja…

Pero nadie extiende la mano.

Con la rosa tatuada ahí, en el centro del jirón.

Y todavía sin mirarlo, el Chef Asesino grita:

—¡Cogedlo!

Con un susurro de satén de cuento de hadas y de faldas de brocado, la Baronesa Congelación aparece de vuelta entre nosotros. Y dice:

—Oh, Dios mío…

Debajo del jirón rojo goteante aparece un plato de cartón y el Chef Asesino lo deposita en el mismo. Una vez que está en el plato, se convierte en carne. En un bistec fino. Como una chuleta pequeña. O como esas tiras largas de carne que llevan la etiqueta de «bistecs estrechos» en el expositor de la carnicería.

El codo del Chef Asesino vuelve a moverse, serrando. Con la otra mano se dedica a extraer jirón tras jirón chorreante del centro rojo y humeante de la enorme flor blanca. Ya hay un montón grande en el plato de cartón, que se está empezando a doblar por la mitad por el peso. Por el borde se derrama jugo rojo. La Baronesa va a buscar otro plato. Y el Chef Asesino también lo llena.

El Conde de la Calumnia, todavía sentado sobre la espalda del cuerpo, cambia de postura y aparta la cara de la carnicería humeante. No se trata de una carne inolora como la carne limpia y fría del supermercado. Lo que se percibe es ese olor de los animales medio atropellados que van dejando un rastro de mierda y sangre mientras se alejan arrastrando las patas traseras aplastadas en una autopista calurosa en verano. El olor sucio de los bebés en el momento en que nacen.

Luego el cuerpo de la Camarada Sobrada suelta un gemido débil.

El gemido débil de alguien que está dormido y soñando.

Y el Chef Asesino se cae hacia atrás, con las dos manos chorreando. Dejando el cuchillo clavado y sobresaliendo en ángulo recto del centro rojo de la flor… hasta que las faldas caídas revolotean y bajan flotando para cubrir la carnicería. La Baronesa deja caer el primer plato de cartón atiborrado de carne. La flor se cierra. El Conde de la Calumnia se pone de pie de un salto y se aparta de ella. Nosotros permanecemos todos a una distancia segura. Mirando. Escuchando.

Necesitamos que pase algo.

Necesitamos que pase algo.

Luego una, dos, tres, cuatro veces, en otra parte, San Destripado susurra:

—¡Ayuda!

Sin levantar para nada su vozarrón.

En otra parte se oye a la Directora Denegación llamando:

—Ven, gatita… gatita, gatita. —Estirando las palabras y luego interrumpiéndose para sollozar, dice—: Ven… con mamá… nenita…

Con las manos pringadas de algo rojo y viscoso, el Chef Asesino flexiona los dedos, sin tocar nada, limitándose a mirar el cuerpo, y dice:

—Pero si me has dicho…

Miss América se inclina hacia delante y le chirrían las botas de cuero. Vuelve a meter dos dedos dentro del cuello de encaje de la blusa y presiona un costado del cuello lívido. Y dice:

—Sobrada está muerta. —Asiente con la cabeza mirando al Conde de la Calumnia y dice—: Debes de haber hecho que le salga un poco de aire de los pulmones. —Miss América señala con la cabeza la carne caída del plato, ahora rebozada de polvo y pelusa de la moqueta del foyer, y dice—: Recoge eso…

El Conde de la Calumnia rebobina su cinta y la voz de la Camarada Sobrada repite una y otra vez el mismo gemido. Nuestro loro. La muerte de la Camarada Sobrada grabada encima de la del Duque de los Vándalos grabada encima de la del señor Whittier grabada encima de la muerte de la Dama Vagabunda.

Lo más probable es que la muerte de la Camarada Sobrada se haya debido a un ataque al corazón. La señora Clark dice que es por carencia de tiamina, lo que llamamos vitamina B1. O podría haber sido la escasez de potasio en su flujo sanguíneo, que le ha provocado debilidad muscular y nuevamente un ataque al corazón. Así es como murió Karen Carpenter en 1983, después de varios años de anorexia nerviosa. Desplomada en el suelo como la han encontrado, la señora Clark dice que no hay duda de que ha sido un ataque al corazón.

Nadie se muere realmente de hambre, dice la señora Clark. La gente se muere de neumonía provocada por la malnutrición. Se mueren de colapsos renales provocados por la falta de potasio. Se mueren de shock cuando se les rompen los huesos por culpa de la oesteoporosis. Se mueren de ataques provocados por la falta de sal.

Sea como sea que haya muerto, dice la señora Clark, es como moriremos la mayoría. A menos que comamos.

Por fin, nuestro diablo nos da órdenes. Estamos orgullosos de ella.

—Tan fácil como quitarle la piel a una pechuga de pollo —dice el Chef Asesino, y deja caer otro cacho de carne en el plato de cartón chorreante. Y dice—: Dios bendito, cómo me encantan estos cuchillos…

PLAN B

Un poema sobre el Chef Asesino

«Para ser famoso en todos los hogares —dice el Chef Asesino—,

lo único que hace falta es un rifle.»

Es algo que aprendió enseguida, viendo las noticias. Leyendo el periódico.

El Chef Asesino en el escenario, con esos pantalones a cuadros blancos y negros que solamente pueden llevar los cocineros profesionales.

Muy anchos, pero bien prietos a la altura del culo.

Sus manos, sus dedos, un patchwork de costras y cicatrices de viejas quemaduras relucientes.

Las mangas blancas de su camisa remangadas,

y todo el vello de sus antebrazos musculosos chamuscado.

Sus gruesos brazos y piernas que no se doblan

tanto como se pliegan por los codos y las rodillas.

En el escenario, en vez de un foco, parpadea el fragmento de una película:

donde dos manos en primer plano, con las uñas limpias y las palmas perfectas

como un par de guantes rosados,

despellejan una pechuga de pollo.

Con la pantalla redonda de su cara perdida bajo una capa de grasa, con su boca perdida debajo del pincel de repostería

de un pequeño bigote,

el Chef Asesino dice: «Es mi plan de reserva».

El Chef dice: «Si mi banda de garaje nunca consigue un contrato discográfico…».

O si su libro nunca encuentra editor…

Si su guión de cine nunca ve la luz verde…

Si ninguna cadena elige su episodio piloto…

Las manos perfectas se retuercen y se deslizan sobre la cara del Chef: despellejan y deshuesan,

machacan y sazonan

empanan y fríen y adornan,

hasta que el trozo de carne muerta queda demasiado bonito para comérselo.

Un rifle. Una mirilla. Buena puntería y un desfile de vehículos.

Lo que aprendió de niño, mirando las noticias en la televisión todas las noches.

«Para que no me olviden», dice el Chef.

Para que su vida no haya sido en vano. Dice: «Ese es mi Plan B».

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Un relato del Chef Asesino

AL SEÑOR KENNETH MACARTHUR

DIRECTOR DE COMUNICACIÓN CORPORATIVA

CUCHILLOS KUTTING-BLOK, S. L.

Querido señor MacArthur:

Para su información, fabrican ustedes un cuchillo magnífico. Un cuchillo excelente.

Ya es bastante duro dedicarse profesionalmente a la cocina sin tener que aguantar un mal cuchillo. Va uno a hacer un
allumette
de patata perfecto, que es más fino que un lápiz. O el corte
cheveu
perfecto, que tiene un diámetro como el de un cable, o sea, la mitad de grueso que una patata frita. Uno se gana la vida cortando zanahorias
brunoisette
con la sartén para el salteado muy caliente y la mantequilla ya esperando, y con la gente pidiendo a gritos las patatas cortadas estilo
minunette
, y uno descubre enseguida la diferencia entre un mal cuchillo y un Kutting-Blok.

Cuántas historias podría contarle. Cuántas veces sus cuchillos me han salvado el pellejo. Pásese usted ocho horas haciendo
chiffonade
de endibias belgas y podrá hacerse una idea de cómo es mi vida.

Con todo, no falla nunca, uno puede pasarse el día torneando zanahorias enanas, cortando todas y cada una en forma de pelotas de fútbol perfectas de color naranja, y la única que te sale mal, esa zanahoria aterriza en el plato de un cocinero fracasado, un don nadie con una licenciatura en hostelería conseguida en una universidad de repesca, un simple trozo de papel, y que ahora se cree crítico de restaurantes. Un gilipollas que apenas sabe masticar y tragar y va y escribe en el periódico de la semana siguiente que el chef de Chez Restaurant no sabe tornear bien las zanahorias.

Alguna puta que ningún responsable de catering contrataría ni siquiera para cortar champiñones estilo flauta se dedica a poner por escrito que mis chirivías estilo
bâtonnet
son demasiado gruesas.

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A Chancer by Kelman, James
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