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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Favoritos de la fortuna (6 page)

En cuanto el último esclavo salió cargado con un montón de artefactos, Antistia se deslizó del arcón y se puso delante de Pompeyo.

—Magnus, antes de que te marches, quiero hablarte —dijo.

Era evidente que su esposo consideraba aquel comentario como una pérdida de su precioso tiempo, pero le prestó atención.

—Bien, ¿de qué se trata?

—¿Cuánto tiempo vas a estar fuera de casa?

—No tengo la menor idea —contestó él, gozoso.

—¿Unos meses? ¿Un año?

—Meses, seguramente. Sila se comerá a Carbón.

—Pues me gustaría volver a Roma a vivir en casa de mi padre mientras estés ausente.

él meneó la cabeza, perplejo por la demanda.

—¡Ni mucho menos! No pienso dejar que mi esposa ande por la Roma de Carbón mientras yo estoy luchando con Sila contra él. Tú te quedas aquí.

—Tus criados y otras gentes me detestan, y, no estando tú, me harán la vida imposible.

—¡Tonterías! —contestó él, volviéndole la espalda.

Ella le detuvo poniéndose otra vez ante él.

—¡Por favor, esposo mio, concédeme un momento! ¡Soy tu esposa!

—¡De acuerdo, de acuerdo, Antistia! —exclamó él con un suspiro—. Di lo que tengas que decir, pero de prisa.

—No puedo quedarme aquí.

—Puedes quedarte y te quedarás —replicó él, balanceando el peso de una pierna a otra.

—Magnus… cuando tú no estás, aunque sólo sea unas horas, tus gentes me son hostiles. Nunca me he quejado porque eres amable conmigo y siempre has estado en casa, menos cuando fuiste a Ancona a ver a Cinna. Pero ahora que no hay otra mujer en tu casa, me encontraré muy sola. Sería mejor que volviese a casa de mi padre hasta que acabe la guerra; de verdad.

—Ni lo pienses. Tu padre es partidario de Carbón.

—No lo es. Es independiente.

Era la primera vez que le llevaba la contraria, que se le oponía, y a Pompeyo comenzó a agotársele la paciencia.

—Mira, Antistia, tengo otras cosas que hacer que estar aquí discutiendo contigo. Eres mi esposa y te quedas en mi casa.

—En la que tu mayordomo me desprecia y me deja a oscuras; en donde no tengo sirvientes propios y nadie me hace compañía —replicó ella, mostrándose tranquila y razonable, pero sintiendo ya pánico.

—¡Son puras tonterías!

—Es verdad, Magnus. ¡Es verdad! No sé por qué todos me miran con desdén, pero es así.

—¡Pues claro que sí! —exclamó él, harto de su insistencia.

—¿Ah, si? —replicó ella, abriendo mucho los ojos—. ¿Qué quieres decir?

—Mi madre era una Lucilia —contestó él, encogiéndose de hombros—. Igual que mi abuela. ¿Y tú qué eres?

—Buena pregunta. ¿Qué soy yo?

Pompeyo notaba que estaba enojada, y eso le irritaba. ¡Mujeres! ¡Él, que estaba a punto de marchar a la primera guerra importante de su vida, y aquella criatura insignificante se dedicaba a escenificar su propio drama! ¿Es que las mujeres no tenían sentido común?

—Eres mi primera esposa —dijo.

—¿Primera esposa?

—Algo provisional.

—¡Ah, ya! —replicó ella, pensativa—. Algo provisional. Quieres decir, supongo, la hija del juez.

—Bueno, no digas que no lo sabías.

—Pero de eso hace mucho tiempo; pensé que era cosa pasada y que me amabas. Mi familia es de origen senatorial; no soy una cualquiera.

—Para un hombre ordinario, no. Pero para mí no eres suficiente.

—Oh, Magnus. ¿De dónde te viene ese engreimiento? ¿Por eso nunca te satisfaces dentro de mí? ¿Porque no soy de bastante calidad para darte hijos?

—¡Sí! —gritó él, dirigiéndose a la puerta.

Ella le siguió con la lamparita en la mano, sin preocuparse porque les oyesen.

—¡Pero sí que te servía cuando Cinna quería arruinarte!

—Eso ya lo hemos dicho —replicó él, apretando el paso.

—¡Qué bien te ha venido que Cinna haya muerto!

—Una suerte para Roma y para todos los buenos romanos.

—¡Tú mandaste asesinarle!

Las palabras resonaron en aquel pasillo de piedra de amplitud suficiente para dar paso a un ejército. Pompeyo se detuvo.

—Cinna murió en una reyerta de borrachos con unos reclutas.

—En Ancona; tu ciudad, Magnus. ¡Tu ciudad! ¡Y poco después de que tú fueras allí a verle! —gritó ella.

Apenas acababa de decirlo cuando Pompeyo la aplastó contra la pared, agarrándola por la garganta. En serio.

—Mujer, no vuelvas a decir eso —dijo, bajando la voz.

—Lo dice mi padre —replicó ella con la boca seca.

—No es que a tu padre le gustara mucho Cinna —añadió él, apretando un poco las manos—, pero a Carbón no le es en modo alguno desafecto, por lo que me daría gran placer matarle. Pero no me da placer matarte a ti. Yo no mato a mujeres. Mantén la boca cerrada, Antistia. Yo nada tengo que ver con la muerte de Cinna; fue un accidente.

—¡Quiero ir a Roma, a casa de mi padre!

—Te digo que no —replicó Pompeyo, soltándola y dándole un empujón—. ¡Déjame en paz!

Y salió, llamando al mayordomo. Ella le oyó, a lo lejos, diciendo a aquel hombre abominable que no le permitiese salir de la fortaleza mientras él estuviese en la guerra. Temblorosa, regresó despacio al dormitorio que había compartido con Pompeyo durante dos años y medio como primera esposa, alguien provisional e inadecuado para darle hijos. ¿Cómo no se lo habría imaginado, cuando se preguntaba por qué él siempre acababa dejándole un charco pegajoso encima, que luego tenía que limpiarse?

Comenzaban a brotarle las lágrimas. No tardarían en caer, y en cuanto lo hicieran, serían incontenibles durante horas. La desilusión antes de que el amor hubiera perdido su aspecto más atractivo era terrible.

Oyó otro de aquellos chillidos bárbaros que ponían los pelos de punta, y la voz de Pompeyo gritando: «¡Marcho a la guerra! ¡Marcho a la guerra! ¡Sila ha desembarcado en Italia, y es la guerra!»

Apenas había amanecido cuando Pompeyo, con su armadura de plata reluciente y acompañado de su hermano de dieciocho años y de Varrón, se dirigió, encabezando un grupo de administradores y escribas, a la plaza del mercado de Auxinum, en donde plantó el estandarte de su padre, esperando con gran impaciencia a que sus secretarios se acomodaran tras una serie de mesas de caballete, con hojas de papel, plumas y piedras de tinta disueltas en gruesos tinteros de piedra.

Cuando todo estuvo listo, ya se había congregado una apretada multitud que desbordaba el espacio de la plaza y llenaba las calles vecinas. Pompeyo se encaramó ágilmente a una especie de podio que había detrás del estandarte de su padre Pompeyo Estrabón.

—¡Bien, ha llegado la hora! —gritó—. ¡Lucio Cornelio Sila ha desembarcado en Brundisium para reclamar sus derechos… un ininterrumpido imperium, un triunfo y el privilegio de depositar sus laureles a los pies de Júpiter Optimus Maximus dentro del Capitolio de Roma! El año pasado, justo por estas fechas, el otro Lucio Cornelio, el apellidado Cinna, no se encontraba muy lejos de aquí intentando reclutar para su causa a los veteranos de mi padre. No lo consiguió y halló la muerte. Y hoy aquí estoy yo, teniendo ante mí a muchos veteranos de mi padre. ¡Yo soy su heredero! Sus hombres son mis hombres; su pasado es mi porvenir, y voy a marchar a Brundisium para luchar con Sila, para que haga prevalecer su derecho. ¿Quiénes quieren seguirme?

Breve y sencillo, pensó Varrón admirado. Quizás el joven tuviera razón en aspirar a la silla curul consular esgrimiendo la espada en lugar de bellas palabras. Desde luego, no veía un solo rostro entre aquella muchedumbre que pareciera echar nada de menos en el discurso de Pompeyo. Apenas había acabado de pronunciarlo cuando las mujeres comenzaron a cuchichear respecto a la inminente ausencia de maridos e hijos, y, mientras algunas se retorcían las manos, otras se dedicaban ya a llenar petates con túnicas y calcetines, y otras bajaban los ojos al suelo, ocultando taimadas sonrisas. Los hombres, apartando a su paso a los excitados niños con amagos de bofetadas y puntapiés, se iban acercando a las mesas, y al cabo de un rato los escribas de Pompeyo no daban abasto inscribiendo nombres.

Desde un punto elevado en la escalinata del viejo templo de Picus en Auxinum, Varrón contemplaba sentado todo aquel bullicio, preguntándose si la gente se habría alistado tan de buen grado en las campañas del bizco Pompeyo padre. Seguramente que no. Pompeyo Estrabón había sido el señor de horca y cuchillo; un buen jefe, pero un hombre duro, y, sin duda, le habrían servido de buena gana pero con caras adustas. Era muy distinto con el hijo. Soy testigo de un fenómeno, pensó Varrón. Los mirmidones no se habrían alistado tan alegremente para combatir con Aquiles, ni los macedonios con Alejandro Magno. ¡Cómo le adoran! Es su querido, su mascota, su hijo a la par que su padre.

Una pesada humanidad se dejó caer en el escalón contiguo, y Varrón volvió la cabeza. Era un hombre de rostro coloradote, rematado por cabello rojizo, con unos ojos azules inteligentes que le escrutaban curiosos, a él, el único extranjero de la localidad.

—¿Tú quién eres? —inquirió el rubicundo gigante.

—Me llamo Marco Terencio Varrón, y soy sabino.

—Ah, igual que nosotros, ¿no? Aunque de eso hace ya mucho tiempo. Ahí le tienes —añadió, señalando con su callosa manaza a Pompeyo—. ¡No sabes cómo esperábamos este día, Marco Terencio Varrón, el sabino! ¿No te parece el elegido de los dioses?

Varrón sonrió.

—No sé si será eso exactamente; pero entiendo lo que dices.

—¡Ah, ya veo que no sólo eres un caballero con tres nombres, sino un caballero instruido! ¿Acaso eres amigo de él?

—Puede ser.

—¿Y con qué te ganas la vida?

—Soy senador en Roma y criador de yeguas en Reate.

—¿Mulas no?

—Es mejor criar yeguas que mulas. Tengo unas cuantas rosea rura y algunos asnos sementales.

—¿Y qué edad tienes?

—Treinta y dos —contestó Varrón, encantado del diálogo con aquel lugareño.

Pero el hombre de pronto dejó de preguntar, se acomodó más, apoyándose con el codo en el peldaño superior, y estiró sus hercúleas piernas, que cruzó. Fascinado, el pequeño Varrón contempló aquellos mugrientos pies con dedos tan grandes como los de sus manos.

—¿Y tú cómo te llamas? —inquirió, en el mismo estilo llano de su interlocutor.

—Quinto Scaptio.

—¿Te has alistado?

—¡Todos los elefantes de Aníbal no hubieran podido impedírmelo!

—¿Eres veterano?

—Me enrolé en el ejército de su padre a los diecisiete años. Hace ya cinco, pero he servido en doce campañas, así que no tengo que ir a ninguna más si no quisiera —respondió Quinto Scaptio.

—Pero has querido.

—¡Los elefantes de Aníbal, Marco Terencio, los elefantes de Aníbal!

—¿Eres centurión?

—Quizá lo sea en esta campaña.

Siguieron conversando sin dejar de mirar a Pompeyo, que estaba delante de la mesa del centro saludando jovialmente a unos y a otros de entre la multitud.

—Dice que partirá antes de que la luna se haya ocultado —dijo Varrón—, pero no sé cómo. Comprendo que ninguno de los que se alistan necesitan mucha instrucción, pero ¿de dónde va a sacar armas y corazas? ¿Y acémilas, carros y bueyes? ¿Y de dónde va a sacar el dinero para tan gran empresa?

Scaptio lanzó un gruñido, al parecer jovial.

—¡De eso no tiene por qué preocuparse! Su padre nos dio a todos armas y corazas cuando la guerra contra los itálicos, y cuando murió, el hijo nos dijo que nos las quedásemos. Todos tenemos una mula, y los centuriones tienen carros y bueyes. ¡A los Pompeyos no se les sorprende dormidos! Hay trigo de sobra en los graneros, y mucha comida en las despensas. Nuestras mujeres e hijos no pasarán hambre porque nosotros comamos bien en la guerra.

—¿Y el dinero? —insistió Varrón, afable.

—¿Dinero? —repitió Scaptio con un bufido de desdén—. Servimos a su padre sin que viésemos mucho, es verdad. Por entonces casi no había. Cuando lo tenga, nos lo dará. Si no lo tiene, nos quedamos sin él. él es un buen amo.

—Ya lo veo.

Cesó el diálogo, y Varrón contempló a Pompeyo con renovado interés. Todos contaban historias sobre la proverbial independencia de Pompeyo Estrabón durante la guerra itálica; comentaban cómo había mantenido en pie sus legiones mucho después de que se le ordenara licenciarlas, y cómo con ello había alterado personalmente el curso de los acontecimientos en Roma. No había pasado una fuerte factura al tesoro de Roma cuando Cinna había saldado cuentas después de la muerte de Mario, y ahora Varrón entendía el porqué. Pompeyo Estrabón no se había preocupado por pagar a sus tropas. ¿Por qué había de hacerlo si prácticamente eran de su pertenencia?

En aquel momento, Pompeyo se llegó despacio hacia la escalinata del templo de Picus.

—Voy a salir a buscar un lugar para emplazar el campamento —dijo a Varrón—. Ya veo que has madrugado, Scaptio —añadió, dirigiendo una amplia sonrisa al hercúleo compatriota.

—Sí, Magnus —contestó el gigante, poniéndose en pie—. Ahora voy a irme a casa a preparar mis pertrechos, ¿no?

Así que todos le llamaban Magnus, pensó Varrón, poniéndose también en pie.

—Te acompaño, Magnus —dijo.

Ya disminuía la muchedumbre y las mujeres regresaban a la plaza; algunos comerciantes comenzaban a instalar sus tenderetes, y los esclavos se apresuraban a exponer en ellos las mercancías. En torno a la fuente, sobre las piedras, empezaban a apiñarse montones de ropa sucia, frente al altar de los Lares, y un par de muchachas se alzaron las faldas para meterse en el agua. Un pintoresco pueblo, pensó Varrón, unos pasos a la zaga de Pompeyo; soleado y polvoriento, unos cuantos árboles de sombra, el zumbido de los insectos, sensación de eternidad, manzanas rugosas en invierno, gente afanosa que lo sabían todo unos de otros. En Auxinum no había secretos.

—Son hombres muy valerosos —comentó a Pompeyo cuando abandonaban la plaza del mercado para ir a por los caballos.

—Varrón, son sabinos como tú —respondió Pompeyo—, aunque procedan de tiempos inmemoriales del este de los Apeninos.

—¡Como yo no! —replicó Varrón, dejándose izar en la silla por un gañán de Pompeyo—. Seré un sabino, pero no soy soldado por naturaleza ni por entrenamiento.

—Pero cumplirías tu deber en la guerra itálica.

—Si, claro; y he servido en seis campañas. En esa guerra se sucedieron muy rápidamente. Pero desde que concluyó no he vuelto a pensar en una espada ni en una cota de mallas.

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