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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

Finis mundi (14 page)

—Sólo hay dos caballos, y seremos cinco personas —explicó Lucía con una sonrisa; parecía encontrarse muy cómoda con ropas masculinas—. Se me ha ocurrido que podemos usarlos como bestias de carga.

—Yo no suelo llevar mucho equipaje.

—Será necesaria comida para varios días. La vía del sur no es segura desde que la tomaron los moros, así que iremos por el norte y tendremos que atravesar una zona de bosque muy cerrado. No hay caminos, sólo senderos muy estrechos. Y nada de aldeas hasta llegar al mar.

—Pero habrá animales, ¿no? Ya cazaremos algo.

Ella sonrió, pero negó con la cabeza.

—Yo no te aconsejaría abandonar el sendero. Puede que te descuides y no puedas volver a encontrarlo.

Mattius no respondió. Salió del establo sin una palabra.

En la puerta de la casa esperaban ya Cercamón, Michel, Orazio —bostezando ruidosamente— y
Sirius
.

Martín salió a despedirlos. Mattius no creía mucho en las bendiciones, pero aceptó humilde y agradecido la del maestro del gremio de juglares.

—Tened cuidado, hijos míos. Y que Dios y Santiago os acompañen.

Los juglares y el monje asintieron. Lucía ya sacaba los caballos del establo.

Los ojos de Martín despidieron un destello luminoso.

—Y cuando volváis —concluyó—, pasad por aquí para contarme todo lo que hayáis visto.

Cercamón sonrió.

—Lo haremos, maestro —dijo—. Y lo contaremos en cantares.

Salieron de Santiago con una fina lluvia calándoles los huesos. Lucía iba a la cabeza, seria, decidida, avanzando por un sendero comido por helechos y matojos de un verde brillante. Michel y los juglares la seguían. Mattius y Orazio guiaban un caballo cada uno.

Pronto la marcha tuvo que hacerse más lenta. La lluvia arreció, las piedras del camino estaban resbaladizas y los cascos de los caballos tropezaban y avanzaban con dificultad. Un poco más allá, frente a ellos, un bosque impenetrable les cerraba el paso. No era un panorama alentador, pero Lucía seguía adelante, y los demás, para no ser menos, le iban a la zaga sin el menor comentario.

Penetraron en una zona prácticamente virgen. Los árboles se elevaban altísimos y los helechos invadían con frecuencia el estrecho sendero que los guiaba. Cuando llovía, el bosque parecía más salvaje, oscuro y amenazador; pero cuando lucía el sol se llenaba de sombras y claroscuros, y los sonidos de animales no identificados desde la espesura les ponían los pelos de punta.

Ninguno lograba dormir bien por las noches, pese a que
Sirius
estaba de guardia. Ni aun en los días más secos dejaba el suelo de estar húmedo, y resultaba difícil encontrar, en aquel bosque tan cerrado, un sitio lo bastante amplio como para poder estirar las piernas al tumbarse.

Los cinco compañeros no hablaban mucho entre ellos. Si alguien iniciaba una conversación, invariablemente ésta derivaba hacia el peligro de un ataque moro, la dureza de la marcha o —lo que era peor— el Apocalipsis que se acercaba. Incluso el infatigable Orazio, que hablaba por los codos al salir de Santiago, había perdido las ganas de hacer comentarios.

Avanzaban lentamente y el bosque les parecía siempre igual, de modo que pronto perdieron la cuenta de los días que llevaban de camino, aunque no llegara a una semana. Pero un día la espesura pareció despejarse un poco, y el sendero se abrió ante ellos: llegaban a la orilla de un río. Más allá, al otro lado, el bosque se hacía más claro.

—¡Menos mal! —estalló Orazio—. Me sentiré mucho mejor en cuanto crucemos este río.

Lucía se volvió hacia él y le indicó silencio.

—Ahora es cuando más peligro hay —dijo en un susurro—. Los moros no suelen adentrarse en un bosque como éste; pero nada les impide acercarse a la costa.

Mattius estaba estudiando el río con aire crítico. Michel se hallaba junto a él.

—¿Sabes nadar? —le preguntó el juglar al muchacho.

Éste palideció. Lucía les dirigió una sonrisa.

—Lo siento, es temporada de lluvias —dijo—. El río está muy crecido.

Michel recordó de pronto algunas zonas que había visitado, donde la sequía se había llevado las cosechas y las vidas de los niños. Lucía malinterpretó su aire de tristeza.

—No te preocupes, hay un puente algo más al sur —le informó—, aunque supondrá desviarnos un poco.

La marcha continuó por la ribera del río hacia el sur, hasta que tropezaron con un antiquísimo puente de piedra. Una vez al otro lado, avanzaron con más cautela. Los árboles ya no abundaban tanto, y podían ser presa fácil de los enemigos.

—Aunque no es posible que Al-Mansur siga por aquí —dijo Lucía—, sí es probable que haya dejado algún destacamento. Estamos muy al norte, pero no lo bastante todavía. Esto es aún territorio fronterizo. Hasta aquí ha llegado el islam.

Al caer la tarde comenzaron a notar la fresca brisa marina. Lucía señaló unas lomas en el horizonte.

—Allá detrás se ocultan los acantilados. Contra ellos baten las olas del mar Océano.

Pronto abandonaron el abrigo protector de los árboles. El camino siguió a través de un campo de hierba brillante hasta avanzar, serpenteando, entre dos altas colinas.

Ya atardecía cuando
Sirius
se detuvo y olfateó el aire.

—Esperad —dijo Mattius, parándose junto a él—. No sigáis por ahí.

Los otros se volvieron hacia ellos, interrogantes. Mattius parecía inquieto. El perro gruñía por lo bajo, con la piel del lomo erizada.


Sirius
no se preocupa por nada —dijo Mattius, receloso—. Mucho me temo que no nos aguarde nada agradable ahí delante.

Cercamón miró a su alrededor. Estaban en un punto en que el sendero se estrechaba entre las dos lomas, y torcía hacia la derecha un poco más adelante.

—Éste es un sitio perfecto para una emboscada —asintió—. Mejor será que volvamos atrás.

Iban a hacerlo cuando unas figuras altas les salieron al paso. Tras ellos, más hombres les cerraron el camino. Estaban atrapados.

Eran un grupo de diez. Algunos iban a pie y otros a caballo, pero todos llevaban las holgadas ropas flotando al viento y las cimitarras colgadas al costado. Los miraban con unos ojos negros y penetrantes brillando en sus rostros de piel oscura. Sobre ellos ondeaba una bandera con el emblema de la media luna.

—Estamos perdidos —musitó Michel.

Sirius
se lanzó sobre el moro más adelantado, ladrando y gruñendo, pero éste lo rechazó de un estacazo. El animal gimió, reculó un poco y se volvió de nuevo hacia el hombre, dispuesto a repetir el ataque. Mattius lo llamó a su lado, porque sabía que no tenía la más mínima oportunidad contra diez hombres armados, pero el perro no le obedeció y cargó de nuevo contra el moro. Un segundo garrotazo lo puso fuera de combate definitivamente.

—¡
Sirius
! —gritó Mattius y corrió hacia él.

Los moros no se lo impidieron. Tras ver que su perro no estaba muerto, sino sólo inconsciente, Mattius miró a su alrededor. Pese a la resistencia de Orazio y Cercamón, los moros los reducían y ataban a todos, para desvalijarlos.

Estaban prisioneros. Mientras otro de los sarracenos le amarraba las manos a la espalda, Mattius decidió que era inútil resistirse. Los pusieron a todos juntos para vigilarlos mejor.

—¿Nos matarán? —susurró Michel al oído de Mattius.

Éste no respondió. Estaba más pendiente de Lucía, que hacía todo lo posible para disimular su condición de mujer, tapándose el rostro con las greñas sucias de su cabello castaño. Con suerte, los moros no repararían en ella y la tomarían por un muchacho. En ciertas circunstancias, para una doncella cristiana era mejor morir que ser enviada al serrallo de algún noble granadino o cordobés.

Cercamón dio un breve codazo a Mattius. Ambos entendían un poco de árabe. Era importante saber qué opinaban los moros de ellos.

Sus captores examinaban las pertenencias de los viajeros. Presentaron ante el que parecía ser el jefe un confuso montón de laúdes, rabeles, zanfonas y panderetas. Cuando éste se inclinó y tomó entre las manos uno de los rabeles como si fuera un tesoro, Mattius adivinó que habían tenido suerte: era aficionado a la música. Pero él no sabía nada de la música árabe, y dudaba de que Cercamón conociera mucho más.

Los moros conversaban entre ellos. El capitán asintió, pensativo. Sus ojos se detuvieron en el monje y sus labios se curvaron en una extraña sonrisa. Mattius reprimió una maldición. Llevaba más de un año tratando de convencer a Michel de que cambiara sus gastados hábitos por algo que llamara un poco menos la atención, pero no había tenido éxito.

A una seña de su cabecilla, varios de los guerreros agarraron al monje y lo desvalijaron. El muchacho apenas trató de resistirse: estaba aterrado.

Los moros depositaron ante su jefe el zurrón de Michel. Dentro estaba la copia del códice de Beato de Liébana, los manuscritos de Bernardo de Turingia y el saquillo con el Eje del Presente.

El moro examinó el libro y frunció el ceño ante las impactantes ilustraciones sobre el Apocalipsis. Mattius sintió cómo todo su cuerpo entraba en tensión cuando tomó el saquillo, y dirigió una mirada a Michel; éste, sin embargo, observaba al moro con expectación, como si aguardara que pasara algo. «Probablemente», se dijo Mattius, «está esperando que arda en llamas por atreverse, siendo infiel, a tocar un objeto tan sagrado».

Pero el moro no ardió en llamas, aunque sí se quemó la piel al coger la piedra, exactamente como le había sucedido a Michel en la cripta de Carlomagno. Sin embargo, en lugar de arrojar el eje contra las piedras del camino, el infiel lo cogió con más cuidado, procurando no tocar la gema, y la examinó con una mezcla de curiosidad, suspicacia y temor reverente. Alzó entonces el eje hacia el sol y miró a través de él.

Y todos vieron con asombro cómo su rostro se transfiguraba en una expresión de asombro y espanto. Gritó algo y dejó caer el eje. Su semblante duro e impenetrable, curtido por el sol, por el viento, por la lluvia y por mil penalidades, estaba pálido como la cera.

Mattius se preguntó qué había visto aquel hombre a través del Eje del Presente. Por los gestos de sus captores, estaba claro que ellos también se lo estaban preguntando.

El capitán se inclinó de nuevo y recogió el amuleto con sumo cuidado. Después se acercó a Michel, lo alzó frente a él y le dijo algo que el muchacho no entendió, y que Mattius no llegó a oír. Y depositó el eje en el suelo, a sus pies.

Con una inclinación de cabeza y un curioso saludo, el moro se separó de Michel y se dirigió a sus hombres, dándoles unas órdenes que Mattius identificó como de retirada. Ellos mostraron sorpresa, pero no discutieron.

Momentos después, se alejaban hacia el sur, y pronto los perdieron de vista.

Nadie dijo nada hasta que el ruido de los cascos se apagó. Entonces, Orazio reaccionó.

—Oye, Cercamón, no te quedes ahí pasmado. Llevo una daga en mi bota. A ver si puedes alcanzarla. Esos hijos de Satanás podrían habernos liberado, por lo menos.

Cercamón no se movió, pero Mattius se apresuró a aproximarse al genovés y tratar de recuperar el puñal. Una vez hecho, lo sujetó ente las manos para que Orazio frotara las cuerdas contra su filo. Estaban espalda contra espalda, en una posición más bien incómoda, pero no se dieron por vencidos, y finalmente lograron soltar las cuerdas. Momentos después, todos estuvieron libres.

—No puedo creer que no se hayan llevado nada —comentó Lucía, con un silbido de admiración, mientras examinaba las alforjas—. Ni siquiera han cogido nuestros caballos. ¿Habrá visto el moro algo que no hayamos visto ninguno de nosotros?

Al punto, Michel cogió el eje y miró a través de él, como había hecho el capitán musulmán. Sólo vio un sol de un curioso color púrpura.

—Dicen que ellos pueden ver las cosas de distinto modo que nosotros —musitó Cercamón, todavía pálido.

Mattius le miró, y se preguntó qué podía haberle impresionado tanto. Entonces recordó que él había estado junto a Michel cuando el musulmán le había hablado.

El monje pareció tener la misma idea.

—¿Has entendido lo que me ha dicho el moro, Cercamón? —preguntó.

El juglar asintió.

—Dijo que poseías la mirada de Alá y que Alá te acompañaría para que realizases tu misión.

Michel se sintió tan impresionado que ni siquiera frunció el ceño al oír mencionar el nombre de Alá.

Todavía sin acabar de creerse su buena suerte, volvieron a cargar los caballos y siguieron adelante.

Anochecía ya cuando el mar se abrió ante ellos en un espectáculo sorprendente: la desembocadura del río se ensanchaba de tal forma que el océano parecía querer penetrar en ella; agua salada y agua dulce se fundían en un abrazo.

—Una ría —dijo Lucía, al ver que todos se paraban a mirarla—. ¿Nunca habéis visto ninguna?

Junto a la desembocadura del río había un pequeño pueblo de pescadores. Un sendero estrecho y retorcido que bordeaba la ría llevaba directamente a él.

—No tiene murallas —observó Michel, mientras avanzaba por la vereda con cierta dificultad—. Los moros estaban muy cerca. ¿Cómo se defienden?

—No creo que necesiten defenderse —respondió Cercamón—. Un pequeño pueblo pesquero no interesa a nadie. No tienen nada que robar ahí. Las conquistas se hacen por ciudades.

—Pero en tiempos de necesidad no se libra nadie —añadió Mattius—, y seguro que sufren de vez en cuando algún ataque vikingo. No me extrañaría que esa gente viviera con el miedo en el cuerpo. No les vendrá mal una compañía de juglares que amenice las veladas.

En la aldea los acogieron amablemente. Era un lugar tan apartado que sólo hablaban gallego. Lucía les preguntó por su situación exacta, y asintió tras las indicaciones.

—Lo que yo me imaginaba —les dijo a sus compañeros—. La senda a través del bosque no era recta. Aún nos quedan uno o dos días de camino hacia el norte.

Se alojaron aquella noche en una pequeña posada y actuaron para prácticamente todos los habitantes del pueblo, reunidos en la plaza. Por turnos, los tres juglares contaron historias y recitaron cantares.

Lucía permanecía sentada junto a un abrevadero de piedra, observando detenidamente a Orazio, que estaba actuando en aquellos momentos. El genovés sólo conocía una balada en gallego y a menudo pronunciaba mal alguna palabra, pero se desenvolvía bastante bien.

De pronto, la joven sintió que una mano le aferraba el hombro.

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