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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (13 page)

Pero Maigrat, sin abrir la boca, sin mirarla siquiera, recostado en el quicio de la puerta, y con los brazos cruzados sobre el pecho, contestaba que no con la cabeza a cada una de aquellas súplicas.

—Nada más que pan, señor Maigrat. Ya ve que soy razonable; no quiero café… sólo dos panes de tres libras todos los días.

—¡No! —exclamó él al fin con toda su fuerza.

Su mujer había aparecido en aquel momento; era una pobre criatura, endeblucha, que pasaba los días sobre su libro de cuentas sin atreverse siquiera a levantar la cabeza. Pero se marchó enseguida, compadecida de aquella infeliz, que le dirigía miradas suplicantes. Se decía de ella que prestaba de buen grado el lecho conyugal a las muchachas de los parroquianos. Era cosa sabida: cuando un minero deseaba una prórroga de crédito, no tenía más que mandar a su hija o a su mujer, fuesen guapas o feas, con tal de que se mostraran complacientes.

La mujer de Maheu, que seguía suplicando con la vista, se sintió turbada ante la insistencia de los ojillos de Maigrat, que la contemplaban de un modo extraño. Aquello la puso fuera de sí; lo hubiera comprendido antes de tener siete hijos, cuando era joven y guapa. Y se marchó de allí arrastrando a Leonor y a Enrique, que se entretenían en recoger las cáscaras de nuez que había en el suelo de la tienda.

—Acuérdese de lo que le digo, señor Maigrat; esto le traerá alguna desgracia.

No le quedaba ya más esperanza que los señores de La Piolaine. Si éstos no le daban siquiera un par de francos, se morirían todos de hambre en su casa.

Había tomado el camino de Joiselle. Allá, a la izquierda, en un recodo de la carretera, estaba el palacio del Consejo de Administración, magnífico edificio, donde todos los años se reunían señorones de París, y príncipes, y generales, a celebrar con grandes banquetes el aniversario del establecimiento de la Compañía. Mientras caminaba, iba gastando mentalmente los dos francos: primero pan, luego un poco de café, enseguida manteca y patatas para las sopas de por la mañana y el guisote de al mediodía, y tal vez pudiera permitirse también el lujo de un poco de carne de cerdo: su marido necesitaba tomar carne en alguna comida.

Se encontró con el cura de Montsou, el padre Joire, que pasaba por allí, remangándose la sotana con la delicadeza propia de un gato mimado y bien nutrido que teme mojarse la cola. Era un hombre de buen carácter, vivía en paz con todo el mundo, y procuraba ocuparse lo menos posible de las cosas de la vida.

—Buenos días, señor cura.

El padre Joire no se detuvo: dirigió una sonrisa a los niños, y la dejó plantada en medio del camino. La mujer de Maheu no tenía religión; pero, sin saber por qué, había supuesto que aquel cura iba a darle algo. Y continuó su camino por en medio del lodazal que produjeran las últimas lluvias.

Tenía que andar dos kilómetros más, y le era necesario tirar de los chicos, que ya no podían con su alma, y que, rendidos de cansancio, habían dejado de estar alegres y juguetones.

A un lado y otro del camino se veían casas iguales a las de antes: los mismos edificios de ladrillos con sus grandes chimeneas, ennegrecidas por el humo y el polvillo del carbón. Y más allá los campos áridos, inmensos, semejantes a un desierto negro, sin que la monotonía del paisaje se alterara en lo más mínimo hasta que la vista tropezaba en el horizonte con la línea verde oscuro del bosque de Vandame.

—Llévame en brazos, mamá.

Y ella los llevaba un rato a uno y otro a otro, por turno. El camino estaba lleno de charcos, y la pobre mujer se levantaba las faldas hasta la rodilla, temiendo llegar demasiado sucia. Dos o tres veces se vio a punto de caer, porque el suelo estaba muy resbaladizo, y cuando al fin llegaron a La Piolaine, tres perros enormes se abalanzaron hacia ellos, ladrando con tal furia, que los niños se asustaron. Hubo necesidad de que el cochero cogiese un látigo.

—Quitaos los zuecos y entrad —les dijo Honorina.

En el comedor, la madre y los chicos se quedaron inmóviles, aturdidos por la brusquedad del cambio de temperatura, y turbados ante las miradas de aquellos dos señores viejos, repantigados en sus sillones.

—Hija mía —dijo la señora Grégoire—, desempeña tu cometido.

Los señores Grégoire dejaban a Cecilia la tarea de dar sus limosnas. Aquello entraba en su plan de buena educación. Era necesario ser caritativo, y añadían ellos mismos que su casa era para los pobres la casa de Dios. Además, se alababan de hacer la caridad de un modo inteligente y cuidadoso, para no ser víctimas de engaños que pudieran alimentar el vicio. Así es que nunca daban dinero, ¡jamás!, ni dos céntimos, porque era cosa sabida que en cuanto un pobre cogía algunos cuartos, iba a gastarlos en vino o en cerveza. Sus limosnas se hacían siempre en especie, y principalmente en ropas de abrigo, que distribuían en invierno a los niños indigentes.

—¡Oh, pobrecillos! —decía Cecilia mirando a Leonor y a Enrique—. ¡Qué pálidos están de haber andado al frío!… Honorina, sube a mi cuarto, y tráeme un paquete que tengo allí.

Las criadas también miraban a aquellos miserables con la compasión poco profunda de gente que tiene la comida asegurada. Mientras la doncella subía al cuarto de la señorita, la cocinera, por curiosidad y haciéndose la distraída, continuaba de pie junto a la mesa, con las manos cruzadas y sin llevarse el pastel.

—Precisamente —continuó Cecilia— tengo todavía dos trajecitos de lana de mucho abrigo… ¡Ya verá qué bien les están a estos pobrecitos!

—Muchas gracias, señorita… Son ustedes muy bondadosos…

Las lágrimas le habían humedecido los ojos; se creía segura de conseguir los dos francos, y no la preocupaba más que la forma en que debía pedirlos, si no se los ofrecían antes. La doncella no bajaba, y hubo un momento de embarazoso silencio. Los dos chicos no quitaban los ojos del pastel.

—¿No tenéis más que estos dos? —preguntó la señora Grégoire, por romper el silencio.

—¡Oh no, señora; tengo siete!

El señor Grégoire, que había vuelto a emprender la lectura de su periódico, tuvo un sobresalto de indignación.

—¡Siete hijos! ¡Virgen Santísima!

—Eso es una imprudencia —añadió su esposa.

La mujer de Maheu hizo un vago ademán de excusas.

—¿Qué quiere usted? —dijo—. Esas cosas no se piensan, y los hijos vienen naturalmente. Además, cuando son mayores, ganan dinero y ayudan a los gastos de la casa.

Su familia, por ejemplo, viviría regularmente, si no fuera porque tenían en casa al abuelo, que ya no estaba el pobre para nada, y si no existieran más que los dos hijos mayores y su hija Catalina, que podían bajar a la mina. Pero era necesario dar de comer también a los pequeños, que no servían aún para nada.

—Según eso —dijo la señora de Grégoire—, hace mucho tiempo que trabajáis en las minas. Una sonrisa silenciosa animó el lívido semblante de la mujer de Maheu.

—¡Ah! ¡Sí… sí, señora! Yo trabajé en ellas hasta la edad de veinte años. El médico dijo que me moriría si seguía trabajando, cuando tuve el segundo parto. Además, por entonces fue cuando me casé, y tenía bastante que hacer en mi casa… Pero la familia de mi marido trabaja en las minas desde tiempo inmemorial. Creo que empezó el abuelo del abuelo de mi marido; en fin, qué se yo… Desde que se dio el primer golpe de pico en la mina Réquillart.

Otra vez el señor Grégoire había dejado el periódico, y contemplaba con expresión singular a la pobre mujer y a sus dos hijos, con aquella carne de color de cera, con aquellos cabellos despeinados, roídos por la anemia y con la fealdad triste de la gente hambrienta. Sobrevino otro momento de silencio, interrumpido tan sólo por el chisporroteo de la lumbre en la chimenea. En el comedor se disfrutaba de esa tranquilidad, de ese colorcito agradable, característico en el hogar de los burgueses ricos.

—¿Qué hace esa muchacha? —dijo Cecilia, impaciente—. Melania, sube a decirle que el paquete está en la última tabla del armario, a la izquierda.

El señor Grégoire terminó de formular en voz alta las reflexiones que le inspiraba la vista de aquellos pobres diablos.

—La verdad es que las cosas de este mundo andan mal; pero preciso es confesar también, buena mujer, que los obreros no suelen ser precavidos… Así, en vez de economizar algún cuarto, como hace la gente del campo, nuestros mineros beben, contraen deudas y acaban por carecer de lo necesario para mantener a sus hijos.

—El señor tiene razón —contestó tranquilamente la mujer de Maheu—. No todos andan por buen camino. Eso les digo a muchos cuando se quejan… Yo he tenido suerte, porque mi marido no bebe. Algunos domingos toma una copa de más; pero, en fin, eso sucede rara vez. La cosa es tanto más de agradecer, cuanto que antes de casarnos estaba siempre como una cuba, y ustedes perdonen la expresión… Y, sin embargo, maldito si adelantamos gran cosa con que sea hombre de bien. Hay algunos días, como hoy, por ejemplo, que no se encuentra en casa ni un cuarto, ni un mendrugo de pan.

Quería preparar el terreno para que le ofreciesen los dos francos, y continuó explicándoles la deuda fatal que habían contraído, pequeña al principio, más grande después, y por fin insoportable para sus escasos recursos. Mientras se cobraba puntualmente las quincenas, menos mal; pero en cuanto que por cualquier causa se retrasaba el cobro, aunque sólo fuera un día, no había ya medio de volverse a poner al corriente. La situación iba empeorando cada vez más, y los hombres se cansaban de trabajar, viendo que no sacaban ni lo indispensable para comer. Nada, no había remedio; no volvía uno a nivelarse en toda la vida. Además, era necesario comprender la razón: los carboneros necesitaban un jarro de cerveza de cuando en cuando para quitarse el polvo de la garganta. La cosa empezaba por ahí, y concluía por no salir el hombre de la taberna cuando estaba disgustado. Quizás fuera (y esto lo decía con el debido respeto y sin quejarse de nadie) que no pagaban a los obreros como era debido.

—Yo creía —dijo la señora Grégoire— que la Compañía les daba casa y lumbre. La mujer de Maheu miró oblicuamente la chimenea del comedor.

—Sí, sí; nos dan carbón… no muy bueno… pero, en fin, que arde… En cuanto a la casa, no nos hacen pagar más que seis francos al mes; parece que no es nada, y muchas veces no se pueden pagar… A mí, por ejemplo, aunque me hiciesen pedazos hoy, no me sacarían ni un cuarto. Donde no hay, no hay.

El señor Grégoire y su esposa callaban, cómodamente arrellanados en las butacas, y empezando a sentir cierto malestar ante el espectáculo de aquella miseria. Ella temió haberlos ofendido, y añadió con su aire tranquilo de mujer práctica:

—Todo esto no lo digo por quejarme. Las cosas están así, y es preciso aceptarlas como son, tanto más, cuanto que hiciéramos lo que hiciéramos estaríamos lo mismo… Así es que lo mejor, ¿no les parece?, es dedicarse a cumplir los deberes que Dios nos ha impuesto a cada cual.

El señor Grégoire aplaudió mucho la reflexión.

—Con tales sentimientos, está uno siempre por encima del infortunio.

Honorina y Melania entraron con el paquete. Cecilia lo deshizo, y sacó los dos trajecitos, unas medias y unos mitones para cada chico. Todo les iba a sentar muy bien, y la joven se apresuraba a ponerles la ropa, porque acababa de llegar su maestra de piano, y no era cosa de hacerla esperar. Así es, que empujaba suavemente a la madre y los chicos hacia la puerta.

—Estamos tan atrasados —balbuceó la mujer de Maheu—, que si tuviésemos siquiera una moneda de dos francos…

La frase quedó sin concluir, porque los Maheu eran orgullosos, y no mendigaban nunca. Cecilia, intranquila, miró a su padre; pero éste se negó rotundamente, como quien cumple un deber sagrado.

—No; dinero no damos.

Entonces la joven, compadecida de la cara descompuesta de la pobre mujer, quiso mimar a los niños. Las dos criaturas seguían mirando con ansia el pastel, y Cecilia cortó dos pedazos grandes y dio uno a cada uno.

—¡Tomad, esto para vosotros!

Y bajo las miradas enternecidas del padre y de la madre, la señorita de Grégoire acabó de llevarlos hasta la puerta. Las pobres criaturas, que estaban muertas de hambre, salieron de allí, sin embargo, con el pastel en las manos, que apenas podían mover de frío.

La mujer de Maheu arrastró a sus hijos fuera de la casa, sin reparar en el camino lleno de barro, ni en el frío siquiera en los desiertos campos, ni en el cielo encapotado y triste. Decidida a entrar en casa de Maheu al pasar de vuelta por Montsou, entró, y tanto suplicó, que acabó por sacarle dos panes, algunas otras provisiones, Y hasta los dos francos que necesitaba, porque debemos advertir que aquel hombre era también prestamista, a una semana de plazo. No la quería a ella; a quien deseaba era a Catalina; la mujer de Maheu lo comprendió así, cuando le recomendó mandase a su hija por lo que les hiciese falta.

Pero eso ya se vería. Catalina era muy capaz de abofetearle si se propasaba con ella.

III

Daban las once en la capilla del barrio de los Doscientos cuarenta, un edificio de ladrillo, adonde iba a decir misa todos los domingos el padre Joire. Al lado, en la escuela, que también era de ladrillo, se oían las voces monótonas de los muchachos a pesar de hallarse las ventanas cerradas para resguardarse del frío del exterior. Las amplias calles, señaladas por jardinillos unidos unos a otros, continuaban desiertas; y aquellos jardines, destrozados por los vientos de invierno, causaban tristeza más que otra cosa. En todas las casas estaban haciendo la comida; las chimeneas humeaban; de tarde en tarde se veía una mujer en la calle, que abría una puerta y desaparecía enseguida. Por todas partes, a las orillas de las aceras, los canales iban a desbordar en los agujeros de las alcantarillas, aun cuando hacía ya días que no había llovido, tan cargado estaba el cielo de humedad. Y aquel pueblecillo, levantado como por encanto en medio de la desierta llanura, bordeado por caminos negruzcos que parecían una orla de luto, tenía el aspecto más triste que se puede imaginar.

Antes de entrar en su casa la mujer de Maheu, dio un rodeo para comprar patatas en casa de la mujer de un vigilante, que conservaba algunas de la cosecha anterior. Detrás de un grupo de árboles, aunque raquíticos, cosa bien rara en aquella estéril llanura, se veían unas cuantas casas aisladas, rodeadas de jardín. La Compañía reservaba estas viviendas para los capataces, por lo cual los obreros llamaban a aquel barrio el de las Medias de seda, de igual modo que al suyo le tenían apellidado Paga tus deudas, por el deseo de burlarse de su propia miseria.

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