Read Germinal Online

Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (2 page)

—Pues yo soy de Montsou, y me llamo Buenamuerte.

—¿Será un apodo? —preguntó Esteban admirado.

El viejo hizo un movimiento de satisfacción, y señalando la mina, contestó:

—Sí, sí por cierto… Me han sacado de allí dentro, tres veces medio muerto; una vez, con la piel de la espalda destrozada; otra, de entre los escombros de un hundimiento, y la tercera medio ahogado… Al ver que no reventaba nunca, me llamaron en broma Buenamuerte.

Y redobló su jovialidad, un chirrido de polea mal engrasada, que acabó degenerando en un violentísimo acceso de tos. El reflejo del brasero de carbón alumbraba en aquel instante su cabeza enorme, cubierta por escaso cabello completamente blanco, y su cara achatada, pálida, casi lívida y salpicada de algunas manchas moradas. Era de baja estatura, tenía un cuello enorme como el de un toro, las pantorrillas salientes, y los brazos tan largos, que sus manazas caían hasta más abajo de las rodillas. Además, pareciéndose en esto a su caballo, guardaba tal inmovilidad, a pesar del viento, que cualquiera hubiera creído que era de piedra al ver que no le hacia mella ni el frío intenso, ni las terribles rachas del vendaval.

Esteban le miraba.

—¿Hace mucho tiempo —le preguntó— que trabaja usted en las minas?

Buenamuerte abrió los brazos, exclamando:

—¿Mucho tiempo?… ¡Ya lo creo!… Mire, no había cumplido ocho años, cuando bajé por primera vez precisamente a ésa, a la Voreux; y tengo ahora cincuenta y ocho. Conque, eche un cálculo… Ahí dentro he hecho de todo: fui aprendiz, después arrastrador, cuando tuve fuerzas para ello; luego, cortador de arcilla durante dieciocho años; más tarde, a causa de estas pícaras piernas, que se empeñaron en no funcionar como es debido, me pusieron en la brigada de barrenos; después fui barrendero; me dedicaron también a las composturas del material, hasta que se vieron precisados a sacarme de abajo, porque el médico decía que me quedaría allí. Entonces, hace cinco años de esto, me dedicaron a carretero… Conque, ¿qué tal? ¡No es poco cincuenta años de mina, y de ellos cuarenta abajo, en el fondo!

Y mientras hablaba, algunos pedazos de hulla inflamada que caían del brasero iluminaban de vez en cuando su pálido semblante con un reflejo sangriento.

—Me dicen que descanse —continuó—. Pero yo no les hago caso; no soy tan idiota como ellos se figuran. Sea como sea, he de aguantar los dos años que me faltan para llegar a sesenta, a fin de atrapar la pensión de ciento ochenta francos. Si me despidiese hoy, se apresurarían a concederme la de ciento cincuenta. ¡Si serán bribones!… Además, estoy todavía fuerte, excepción hecha de las piernas, y eso a causa de tanta agua como me entró en el pellejo cuando trabajaba en las galerías. Hay días que no puedo mover una pata sin dar gritos.

Otro golpe de tos le interrumpió de nuevo.

—¿Tose por eso también? —dijo Esteban.

Pero el viejo dijo que no con la cabeza, violentamente, y luego, cuando pudo hablar, añadió:

—No, no; es que me resfrié el mes pasado. Nunca había tosido, y ahora no sé cómo librarme de esta maldita tos… Lo más raro es que escupo, y escupo sin parar…

Volvió, en efecto, a escupir una sustancia negruzca.

—¿Escupe sangre? —dijo Esteban, atreviéndose al cabo a preguntarle.

Buenamuerte se enjugó los labios con el revés de su mano velluda. —El carbón. Tengo en el cuerpo más del que necesitaría para calentarme hasta que me muera. Y eso que hace cinco años que no bajo a las galerías. Parece como si lo hubiera tenido almacenado, sin sospecharlo siquiera. ¡Bah! ¡Esto conserva!

Hubo un momento de silencio. Los martillazos continuaban allá en el fondo de la mina, y el viento pasaba con su quejumbre, como un grito de hambre y de cansancio que brotara de las profundidades de la noche. Calentándose a la lumbre, el viejo seguía rumiando sus recuerdos. ¡No era un día ni dos los que llevaba arrancando mineral! Su familia trabajaba para la Compañía Minera de Montsou desde la fundación de ésta, y databa de antiguo, ¡de ciento seis años! Su abuelo, Guillermo Maheu, que entonces era un mozo de quince años, había sacado carbón de Réquillard, la primera mina de la Compañía, un pozo antiguo que ya estaba abandonado, cerca de la fábrica de Fauvelle, habiendo descubierto un filón nuevo, que por cierto se llamó el Filón Guillermo, del nombre de su abuelo. Él no lo había conocido. Era, según decían, un buen mozo, fuerte y robusto, que se murió de viejo a los sesenta años. Luego su padre, Nicolás Maheu, a quien llamaban El Rojo, sucumbió a los cuarenta años escasos, en el fondo de la Voreux, que estaban abriendo entonces; murió enterrado a causa de un desprendimiento; la arcilla de carbón se sorbió su sangre, y las rocas trituraron sus huesos. Más tarde, dos tíos suyos, y después tres hermanos, se habían dejado allí el pellejo también, y él, Vicente Maheu, que había sabido escapar menos mal, aunque con las piernas destrozadas, pasaba por muy hábil. ¡Y qué había de hacer, si era necesario trabajar! Eso venían haciendo de padres a hijos, como hubieran podido dedicarse a cualquier otra cosa. Su hijo, Manuel Maheu, se reventaba ya trabajando allí, lo mismo que sus nietos y que toda su familia, que vivían enfrente, en uno de los barrios para obreros hechos por la Compañía. Ciento seis años de cavar de padre a hijos para el mismo dueño: ¡eh!, ¿qué tal? Muchos burgueses no podrían contar tan bien su propia historia.

—¡En fin, si se saca para comer!… —murmuró de nuevo Esteban. —Eso es lo que yo digo; mientras se come, se puede vivir.

Nuevamente guardó silencio, dirigiendo la vista al barrio de los obreros de que había hablado, y en el cual empezaban a verse algunas luces. Dieron las cuatro en el reloj de la torre de Montsou; el frío era cada vez más intenso.

—¿Y es muy rica la Compañía? —replicó Esteban.

El viejo levantó los hombros, y luego los dejó caer lentamente, como anonadado bajo el peso del dinero.

—¡Que si es…! Quizás no lo sea tanto como su vecina la Compañía de Anzin. Pero, así y todo, tiene millones y millones. Ni siquiera sabe cuántos. Posee diecinueve minas, de las cuales trece están dedicadas a la explotación: la Voreux, la Victoria, Crevecoeur, Mirou, Santo Tomás, la Magdalena, Feutry-Cantel y otras cuantas más… Diez mil obreros, concesiones que se extienden por sesenta y siete distritos diferentes, cinco mil toneladas de hierro diarias, un ferrocarril, que pone en comunicación unas minas con otras, y talleres, y fábricas… ¡Oh! ¡Ya lo creo que tiene dinero!

El rodar de unas carretillas por los rieles hizo enderezar las orejas al caballo tordo. Sin duda habrían compuesto el ascensor ya, porque los obreros trabajaban de nuevo.

El carretero empezó a enganchar el caballo para seguir sus viajes a la boca de la mina, mientras le decía por lo bajo y lentamente:

—No hay que acostumbrarse a gandulear, como ahora, bribón… ¡Si el señor Hennebeau supiera!…

Esteban, pensativo, contemplaba la oscuridad. De pronto preguntó:

—¿De modo que la mina es del señor Hennebeau?

—No —replicó el viejo—. El señor Hennebeau no es más que el director general. Le pagan como a nosotros.

El joven indicó con un gesto la inmensidad de las tinieblas, mientras preguntaba:

—¿Pues de quién es todo eso?

Pero Buenamuerte era víctima de un nuevo golpe de tos, y apenas si podía ni respirar. Al fin, cuando pudo escupir, y se hubo limpiado la espuma negruzca de los labios, contestó gritando para poder ser oído a pesar del estruendo del viento, que cada vez era más fuerte:

—¡Eh! ¿Que de quién es todo eso?… ¡Vaya usted a saber!… De los accionistas…

Y con la mano señalaba en la oscuridad un punto vago, un sitio ignorado y lejano en que habitaban aquéllos para quienes estaban trabajando Maheu y los suyos desde hacía más de un siglo. Su voz había tomado un acento de temor religioso, como si hubiera hablado de un tabernáculo inaccesible, donde se adorara el ídolo al que todos aquellos hombres sacrificaban su vida, sin haberlo visto jamás.

—Pero, en fin, si se tiene el pan que se necesita… —repitió Esteban por tercera vez, y sin transición aparente.

—¡Esa es la cuestión! ¡Si se tuviera siempre el pan! Lo malo es que muchas veces no se tiene…

El caballo había echado a andar, y el carretero desapareció tras de él arrastrando los pies como un inválido. Junto al montón donde se vaciaban las carretillas, el obrero ocupado en aquella faena se acurrucó otra vez con la barba entre las rodillas, y fijando en el vacío sus ojos sin expresión, como si no hubiera advertido siquiera la presencia de un extraño.

Esteban recogió su paquete, que había dejado en el suelo; pero no se marchó aún. Las ráfagas de viento le helaban la espalda, mientras el calor de la hoguera le achicharraba el pecho. Quizás, de todos modos, haría bien en dirigirse a la mina: tal vez el viejo no sabía lo que pasaba: además, se resignaría y aceptaría cualquier faena. ¿Adónde iría, qué iba a hacer en aquella tierra donde no había más que hambre y miseria? ¿Había de dejarse morir como un perro callejero? Sin embargo, le turbaba cierta vacilación, cierto temor que sentía al pensar en la Voreux, casi oculta en las tinieblas, en medio de aquel inmenso llano. El viento era cada vez más fuerte. En el azul del cielo no se veía brillar ninguna luz; solamente los hornos se distinguían en medio de la oscuridad, pero sin iluminar el llano. Y la Voreux, entre tanto, sumido en aquel precipicio, respiraba cada vez con más fuerza, jadeando fatigosamente, como si le costara trabajo la digestión de aquella carne humana que engullía todos los días.

II

El barrio de que hemos hablado, y que se llamaba de los Doscientos cuarenta, dormía en medio de la oscuridad.

Se distinguían vagamente los cuatro inmensos cuerpos de edificio que formaban las casitas, presentando el aspecto de un cuartel o un hospital, geométrico, paralelamente colocados, y divididos por tres calles muy anchas, flanqueadas de unos jardinillos iguales. Y en la desierta planicie que se extendía delante del barrio, no se oía más que el silbar desesperado del viento y el crujir de puertas y ventanas.

En la casa de los Maheu, en el número 16 del segundo cuerpo, no se había movido nadie. Espesas tinieblas envolvían la única habitación del primer piso, como abrumando bajo su peso el sueño de los seres que se adivinaban allí, amontonados, con la boca abierta, destrozados por el cansancio. A pesar del frío intenso del exterior, el aire enrarecido tenía un calor vivo, ese aliento caluroso de los cuartos que huelen a ganado humano.

Las cuatro sonaron en el cu-cu de la sala del entresuelo. Pero nadie se movió; continuaba oyéndose la respiración de los que dormían, acompañada de sonoros ronquidos, hasta que de pronto se levantó Catalina. Tan cansada estaba, que había contado, por la fuerza de la costumbre, las cuatro campanadas del reloj que oyera a través del suelo de tablas, sin tener ánimo para levantarse, ni aun para despertarse completamente. Luego, con las piernas fuera de las sábanas, tentó, y acabando por encontrar los fósforos, frotó uno y encendió la vela. Pero siguió sentada en el borde del colchón, con la cabeza tan pesada, que se le iba para uno y otro lado, cediendo a la invencible necesidad de volver a dormir.

La vela alumbraba ya la habitación, que era cuadrada, con dos ventanas, y estaba ocupada con tres camas. Había también un armario, una mesa y dos sillas viejas de nogal, cuyo oscuro color se destacaba fuertemente del fondo de la pared, pintada de amarillo claro. En la pared se veían ropas colgadas de clavos, y en el suelo un cántaro junto a un cuenco de barro que servía de palangana. En la cama de la izquierda, Zacarías, el hijo mayor, mozo de veintiún años, estaba acostado con su hermano Juan, que acababa de cumplir once; en la de la derecha, dos pequeñuelos, Leonor y Enrique, la primera de seis años y el segundo de cuatro, dormían uno en los brazos de otro, mientras que Catalina compartía la otra cama con su hermana Alicia, tan pequeña y endeble para tener nueve años, que ni siquiera la hubiera sentido, si no fuese porque se le clavaba a menudo en las costillas la joroba de la enferma. La puerta vidriera estaba abierta, y por ella se veía el corredor y una especie de antesala, donde el padre y la madre ocupaban otra cama, junto a la cual había sido necesario instalar la cuna de la más pequeña, Estrella, que tenía tres meses no cumplidos.

Al fin, Catalina, hizo un esfuerzo desesperado. Se estiraba, crispaba las manos y se tiraba de los cabellos rojizos, y tan enmarañados, que se le venían a la cara. Era muy delgada para los dieciséis años que tenía; no enseñaba, fuera de la especie de funda que le servía de camisa, más que unos pies azulados, como tatuados por el carbón, y unos brazos delicados, de una blancura de leche, que contrastaban grandemente con el color de la cara, cuyo cutis estaba ya estropeado por el continuo lavarse con jabón negro. Otro bostezo le abrió la boca, un poco grande, con unos dientes magníficos en medio de la palidez clorótica de las encías, mientras que los ojos le lloraban a fuerza de quererse abrir, dándole una expresión dolorosa, que parecía hinchar de fatiga su desnudez entera.

En aquel momento se oyó una especie de gruñido; la voz de Malhumorado decía:

—¡Vamos! ¡Que ya es hora!… ¿Eres tú quien enciende, Catalina?

—Padre… Ya ha dado la hora en el reloj de abajo.

—¡Pues date prisa, holgazana! Si no hubieras bailado tanto ayer, nos hubieses despertado antes… ¡Vaya una pereza!

Y siguió gruñendo; pero el sueño le dominó a él también; sus reproches se apagaron en un nuevo ronquido.

La joven, en camisa, con los pies descalzos, iba y venía de una parte a otra del cuarto. Al pasar junto a la cama de Leonor y Enrique, los arropó con la colcha que se había caído al suelo, y ellos, dormidos como duermen los chicos a esa edad, no se despertaron. Alicia, con los ojos abiertos, había dado una vuelta en la cama para colocarse en el lado caliente que acababa de dejar su hermana, sin decir una palabra.

—¡Eh, Zacarías!, y ¡tú, Juan! —repetía Catalina en pie, delante de sus dos hermanos, que seguían durmiendo a pierna suelta con la cara hundida en la almohada.

Al fin, tuvo que coger al mayor por un brazo y zarandearlo con toda su fuerza; luego, mientras el muchacho le prodigaba todo género de injurias, ella optó por quitarles la ropa de la cama. No pudo menos de echarse a reír con todas sus fuerzas cuando vio el cuadro que presentaban los dos muchachos, con las piernas al aire.

—¡Qué bestia eres!, ¡déjame! —gruñó Zacarías con mal humor cuando se hubo sentado en la cama—. No me gustan las bromas… y pensar que no tiene uno más remedio que levantarse… ¡Maldita sea mí suerte!

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