Read Graceling Online

Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (3 page)

Pero además, los monarcas no se comportaban mejor con sus propios súbditos que entre ellos. Por ejemplo, Katsa se acordaba de los granjeros de Elestia que Oll y ella sacaron a escondidas de la prisión improvisada en un establo, hacía unas semanas. Eran elestinos que no habían pagado el diezmo a su rey, Thigpen, porque el ejército del monarca les pisoteó sus campos de camino a un pueblo norgando para realizar una incursión en él. Tendría que haber sido el mismo Thigpen el que los indemnizara; hasta Randa habría accedido a hacerlo de haber sido su ejército el que hubiera ocasionado los destrozos. En cambio, Thigpen iba a ahorcar a los granjeros por incumplimiento de pago del diezmo. Birn, Drowden y Thigpen tenían muy ocupado al Consejo, sí.

Sin embargo, las cosas no habían sido siempre así. Antaño, Oestia, Nordicia, Elestia, Meridia y Terramedia —los cinco reinos que formaban el núcleo central del país— coexistieron de forma pacífica. Siglos atrás, todos ellos pertenecían a una misma familia y estaban gobernados por tres hermanos y dos hermanas que supieron sortear las envidias sin tener que recurrir a la guerra. No obstante, todo vestigio de aquel vínculo familiar hacía ya mucho tiempo que desapareció, y las gentes de cada reino quedaron a merced del capricho de los que nacían destinados a ser sus soberanos; era un puro azar, un juego a cara o cruz, y la generación actual no llevaba las de ganar.

El séptimo reino era Monmar; las montañas lo aislaban de los otros seis reinos del mismo modo que el océano aislaba a Lenidia. Leck, rey de Monmar, estaba casado con Cinérea, hermana de Ror de Lenidia. Leck y Ror sentían aversión por las disputas de los otros reinos, pero esa circunstancia no era suficiente para forjar una alianza. La distancia existente entre estos dos reinos era demasiado grande; ambos eran muy independientes y lo que hicieran las otras monarquías no les interesaba.

Casi no se sabía nada sobre la corte de Monmar. El rey Leck le caía bien a su pueblo y tenía fama de ser bondadoso con los niños, los animales y con los seres indefensos. Por su parte, la reina monmarda era una mujer dulce, y se decía que no comía desde el día en que se enteró de la desaparición de Tealiff ya que, por supuesto, el padre del rey de Lenidia también era su padre.

El secuestro del anciano príncipe lenita tenía que ser obra de Oestia, Nordicia o Elestia. A Katsa no se le ocurría otra opción, a menos que el propio rey de Lenidia estuviera involucrado. Esa idea podría parecer ridícula de no ser por la presencia del lenita que la joven encontró en el jardín del castillo de Murgon. Ese hombre llevaba joyas caras, así que debía de ser un noble. Además, cualquier huésped del castillo de Murgon era un sospechoso en potencia.

Sin embargo, Katsa no tenía la sensación de que estuviera comprometido en aquel asunto; no habría sabido explicarlo, pero ésa era su impresión. Pese a todo, ¿por qué habían raptado a Tealiff? ¿Qué circunstancia lo convertía en alguien importante?

* * *

Llegaron a Burgo de Randa antes de que saliera el sol, aunque por muy poco, y aflojaron el paso cuando los cascos de los caballos resonaron en el empedrado de la ciudad. Como ya había gente despierta, no era prudente ir a galope por las angostas callejuelas si querían evitar llamar la atención.

Los caballos dejaron atrás casas y chozas de madera, ferrerías de piedra y tiendas con los postigos cerrados; los edificios estaban bien cuidados y muchos habían sido pintados recientemente. En Burgo de Randa no había miseria; su rey no lo consentía. Katsa desmontó cuando las calles se hicieron empinadas, entregó las riendas a Giddon y tomó las del caballo de Tealiff. Guiando con las riendas al caballo de la joven, Giddon y Oll doblaron una calle que conducía por el este hacia el bosque. Así lo habían acordado, pues era menos probable que la gente se fijara en un anciano a caballo, acompañado de un chico caminando a su lado en dirección al castillo, que si iban los cuatro jinetes montados. Oll y Giddon saldrían de la ciudad y la esperarían en la arboleda.

Katsa entregaría a Tealiff al príncipe Raffin por una entrada que había en la parte alta, en un sector de la muralla del castillo caído en desuso, una entrada cuya existencia Oll procuraba por todos los medios que no llegara a conocimiento de Randa.

Katsa ajustó un poco más las mantas que cubrían la cabeza del anciano porque, aunque todavía estaba bastante oscuro, le veía los aros de las orejas, así que cualquier otra persona los vería también. El hombre iba recostado sobre el caballo, acurrucado, y Katsa no sabía si estaba dormido o inconsciente. En este último caso, no tenía la menor idea de cómo iban a recorrer el último tramo del viaje, ya que debían subir por una escalera de la muralla del castillo en mal estado, y el caballo no podía ir por allí. La joven le tocó la mejilla; el anciano se rebulló y se echó a temblar otra vez.

—Tiene que despertarse, alteza —susurró—. No puedo subirlo al castillo por la escalera.

El anciano abrió los ojos, y la luz plomiza se le reflejó en ellos.

—¿Dónde estoy? —preguntó; la voz le temblaba al tiritar de frío.

—Hemos llegado a Burgo de Randa, en Terramedia. Casi estamos a salvo.

—No tenía a Randa por el tipo de persona que lleva a cabo misiones de rescate.

—Y no lo es.

Katsa no esperaba que el anciano estuviera tan lúcido.

—Bien, pues estoy despierto —resopló Tealiff—, así que no tendrás que llevarme en brazos... lady Katsa, ¿verdad?

—Sí,
alteza
.

—He oído comentar que tienes un ojo verde, como las praderas de Terramedia, y el otro, azul, como el cielo.

—Sí,
alteza
.

—He oído también que puedes matar a un hombre con la uña del dedo meñique.

—Sí,
alteza
—contestó ella con una sonrisa.

—¿Eso te lo facilita?

La joven escudriñó al anciano que se mantenía encorvado en la silla, y le replicó:

—No le entiendo.

—Tener los ojos bonitos, quiero decir. El hecho de saber que posees unos ojos muy hermosos, ¿te aligera la responsabilidad que supone tu gracia?

Katsa rompió a reír.

—No,
alteza
. Viviría tan feliz sin lo uno ni lo otro.

—Supongo que debo estarte agradecido —dijo el anciano, y guardó silencio.

A la joven le habría gustado preguntarle si lo decía por haberlo rescatado. No obstante, el príncipe estaba enfermo y cansado, y parecía que se había dormido otra vez. No quería darle la lata; le caía bien el anciano lenita. No había muchas personas que quisieran hablar de la gracia.

Siguieron subiendo y pasaron ante portales y tejados envueltos en sombras. Katsa empezaba a acusar la noche pasada en vela y aún tendrían que transcurrir horas antes de que tuviera oportunidad de descansar. Repasó mentalmente lo que le había dicho el anciano; hablaba con el mismo acento que el otro hombre, el lenita que vio en el jardín.

Al fin acabó cargando con él, porque cuando llegó el momento, fue incapaz de despertarlo. Entregó las riendas del caballo a una chiquilla —hija de un simpatizante del Consejo— que estaba en cuclillas junto a la muralla. Katsa se echó al hombro el anciano, boca abajo; tambaleándose, subió peldaño a peldaño la escalera rota y llena de escombros. El último tramo era casi vertical y sólo la amenaza del cielo que clareaba la espoleó a continuar ascendiendo; nunca habría imaginado que un hombre, que parecía hecho de partículas de polvo, pudiera pesar tanto.

Ni siquiera le quedaba resuello para emitir la señal acordada con Raffin —un silbido flojito—, pero no importó porque él la había oído llegar.

—Es muy probable que toda la ciudad se haya enterado de tu llegada —susurró su primo—. En serio, Kat, no te creía capaz de armar tanto jaleo.

La aligeró del peso del anciano, y se lo cargó en el enjuto hombro. La joven se apoyó contra la pared para recobrar el aliento.

—Mi gracia no me proporciona la fuerza de un gigante —replicó ella—. Los que no estáis tocados por la gracia no lo entendéis; pensáis que como tenemos un don, los poseemos todos.

—He probado tus pasteles y me acuerdo de los bordados que hacías. No pongo en duda que hay muchos dones que te han pasado por alto. —Se echó a reír a la luz gris del amanecer, y ella le respondió con una sonrisa—. ¿Sucedió todo como estaba planeado?

Katsa pensó en el lenita del jardín, y contestó:

—Sí, en su mayor parte.

—Ya te puedes marchar, pero ve con cuidado —le aconsejó Raffin—. Yo me ocuparé de este hombre.

Se dio media vuelta y entró sigilosamente con su carga en el castillo. La joven bajó la escalera desmoronada a toda prisa y, con cautela, tomó un camino que llevaba al este; se caló bien la capucha para taparse la cara y echó a correr hacia el rosáceo horizonte.

Capítulo 3

K
atsa corrió sin detenerse y dejó atrás casas, talleres, tiendas y posadas, e incluso a un lechero que iba medio dormido en la carreta, de la que tiraba el caballo entre suaves resoplidos.

Se sentía ligera sin la carga; además, la calzada discurría ahora cuesta abajo. Enfiló en silencio y lo más deprisa que pudo hacia los campos de levante y no dejó de correr. Por el camino vio a una mujer, que cruzaba el corral de una granja, cargada con cubos colgados por las asas de una vara que sostenía en equilibrio sobre los hombros.

Aflojó el paso cuando se aproximó a la arboleda; allí debía caminar con mayor precaución para no romper ramitas ni dejar huellas de botas que dejaran un rastro directo hasta el punto de encuentro. De hecho, ya se notaba un poco el camino porque Oll, Giddon y los
demás
miembros del Consejo no eran tan cuidadosos como ella
y
, por supuesto, era imposible que los caballos no marcaran un camino por donde pasaban. Dentro de poco necesitarían buscar otro lugar de reunión.

Ya era de día cuando llegó por fin a la zona de espesos matorrales que usaban de escondrijo. Los caballos pacían; Giddon se había tumbado en el suelo y Oll estaba recostado en un montón de alforjas. Los dos hombres dormían.

Katsa reprimió el enfado y se acercó a los caballos. Los acarició y les examinó los cascos, uno por uno, para comprobar si tenían grietas o gravilla incrustada. Los animales se habían portado bien y, además, eran más listos que sus jinetes; ellos no se habían quedado dormidos en el bosque, tan cerca de la ciudad y a tanta distancia del lugar donde Randa daba por hecho que se encontraban. La montura de la joven relinchó, y Oll rebulló a su espalda.

—¿Qué habría ocurrido si alguien os hubiera sorprendido dormidos en el lindero del bosque cuando deberíais estar a mitad de camino de la frontera oriental? —los increpó—. Qué explicación habríais dado, ¿eh?

—No tenía intención de dormirme, mi señora —contestó Oll.

—Eso no cambia nada.

—No todos tenemos su resistencia, mi señora, en especial los que ya peinamos canas. Oh, venga, no ha pasado nada malo. —Sacudió a Giddon, que, por toda respuesta, se tapó los ojos con las manos—. Despierte, mi señor. Será mejor que nos pongamos en marcha.

Katsa no dijo nada más. Colocó las alforjas en su caballo y esperó junto a los animales. Oll recogió las otras alforjas y las aseguró en las monturas.

—¿El príncipe Tealiff está a salvo, mi señora?

—Lo está.

Dando traspiés y rascándose la cabeza, Giddon se les acercó. Desenvolvió una hogaza de pan y se la ofreció a Katsa, pero ésta la rechazó.

—Comeré más tarde —comentó. Giddon partió un trozo de pan y le tendió el resto a Oll.

—¿Estás molesta por no habernos encontrado haciendo ejercicio físico cuando llegaste, Katsa? ¿Tendríamos que haber estado practicando gimnasia en las copas de los árboles?

—Os podrían haber capturado, Giddon. Y si os hubieran visto, ¿dónde estaríais ahora?

—Ya se te habría ocurrido algo —respondió él—. Nos habrías salvado, como salvas a los demás.

Y una sonrisa le iluminó el apuesto rostro que denotaba seguridad en sí mismo, pero no le sirvió para aplacar a Katsa. Giddon era aún más joven que Raffin, de constitución fuerte y buen jinete, así que no tenía excusa por haberse quedado dormido.

—Vamos, mi señor —intervino Oll—. Nos comeremos el pan en la silla o, en caso contrario, la dama se marchará sin nosotros.

La joven sabía que le tomaban el pelo, ya que la consideraban demasiado exigente, pero también estaba convencida de que ella no se habría dejado vencer por el sueño, porque era peligroso quedarse dormida.

Claro que ellos tampoco habrían dejado con vida al graceling lenita... Si se enteraran, se pondrían furiosos, y no podría darles una explicación racional.

Avanzaron en zigzag hacia un sendero del bosque que avanzaba en paralelo a la calzada, y se dirigieron al este. Se calaron bien las capuchas para taparse el rostro y pusieron los caballos al galope. Al cabo de unos minutos de cabalgar envuelta en la trápala de los cascos, la irritación de Katsa se desvaneció. Cuando entraba en acción, la preocupación nunca le duraba mucho.

* * *

Los bosques del sur de Terramedia dieron paso a las colinas; al principio eran bajas, pero irían aumentando de tamaño conforme se aproximaran a Elestia. Hicieron sólo una parada a mediodía para cambiar las monturas en una fonda apartada que prestaba servicio al Consejo.

Con los caballos de refresco avanzaron a muy buen paso, y al caer la noche, ya se hallaban cerca de la frontera de Elestia. Si partían temprano, llegarían a mediodía al predio elestino al que se dirigían, harían el trabajo encargado por Randa y después regresarían. Podrían viajar a un paso moderado y aun así llegarían a Burgo de Randa al día siguiente, antes de que se hiciera de noche, que era cuando se esperaba su regreso. Entonces Katsa sabría si el príncipe Raffin había averiguado algo gracias al anciano lenita.

Acamparon al abrigo de una peña enorme que afloraba en la base de una de las colinas orientales, y pese a que la noche era fría, optaron por no encender lumbre. Las colinas a lo largo de la frontera elestina eran terreno abonado para fechorías, y aunque dos buenos espadachines y alguien como Katsa no estaban faltos de protección, no tenían por qué buscarse problemas. Tras cenar pan, queso y agua, se enfundaron en los petates.

—Esta noche voy a dormir bien —aseguró Giddon entre bostezos—. Es una suerte que esa fonda ofreciera sus servicios al Consejo, porque si no habríamos reventado a los caballos.

Other books

Espadas de Marte by Edgar Rice Burroughs
Bloodstone by Sydney Bristow
You and Me by Veronica Larsen
Fashionistas by Lynn Messina
Anna Maria's Gift by Janice Shefelman
The Whisperers by John Connolly
Natural Born Hustler by Nikki Turner
Ward Z: Revelation by Cross, Amy