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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Hijos de la mente (46 page)

El bebé de dulce rostro, ansioso de vida. Lágrimas de bebé por el dolor de caerse. Risa por las cosas más sencillas: por una canción, por ver una cara amada, porque la vida era pura y buena para él entonces, y nada le había causado dolor. Estaba rodeado de amor y esperanza. Las manos que le acariciaban eran fuertes y tiernas: podía confiar en todas. Oh, Ender, pensó Valentine. Cómo desearía que hubieras podido seguir viviendo aquella vida de alegría. Pero nadie puede. Nos llega el lenguaje, y con él las mentiras y las amenazas, la crueldad y la decepción. Caminas, y esos pasos te conducen fuera del refugio de tu hogar. Para conservar la alegría de la infancia tendrías que morir siendo niño, o vivir como tal, sin convertirte nunca en hombre, sin crecer jamás. Por eso puedo apenarme por el niño perdido y sin embargo no lamentar al buen hombre lleno de dolor y sacudido por la culpa, que sin embargo fue amable conmigo y con muchos otros, y a quien amé, y a quien también casi conocí. Casi, casi conocí.

Valentine dejó que las lágrimas del recuerdo fluyeran mientras las palabras de Plikt la envolvían, afectándola de vez en cuando, pero también no haciéndolo porque ella sabía más que nadie sobre Ender y había perdido más al perderle. Incluso más que Novinha, que estaba sentada delante, con sus hijos congregados a su alrededor. Valentine vio cómo Miro rodeaba a su madre con un brazo mientras abrazaba a Jane al mismo tiempo. También vio cómo Ela se aferraba a la mano de Olhado y la besaba una vez, y cómo Grego, llorando, apoyaba la cabeza en el fuerte hombro de Quara, y cómo ésta extendía la mano para atraerlo hacia sí y consolarlo. Ellos también amaban a Ender, y lo conocían; pero en su pena se apoyaban unos en otros. Eran una familia que tenía fuerzas para compartir porque Ender había sido parte de ellos y los había curado, o al menos había abierto la puerta de la curación. Novinha sobreviviría y quizá dejaría atrás la ira por las crueles trastadas que le había gastado la vida. Perder a Ender no era lo peor que le había ocurrido; en cierto sentido era lo mejor, porque lo había dejado marchar.

Valentine miró a los pequeninos, que estaban sentados, algunos entre los humanos, otros aparte. Para ellos esto era sin duda un lugar doblemente santo. Los pocos restos de Ender iban a ser enterrados entre los árboles de Raíz y Humano, donde Ender había derramado sangre de un pequenino para sellar el pacto entre las especies. Había ahora muchos amigos entre pequeninos y humanos, aunque quedaban también muchos recelos y enemistades; pero los puentes habían sido tendidos, en gran medida gracias al libro de Ender, que dio a los pequeninos la esperanza de que algún humano, algún día, los comprendiera: esperanza que los sostuvo hasta que, con Ender, se hizo realidad.

Y una inexpresiva obrera estaba sentada lejos de pequeninos y humanos. No era más que un par de ojos. Si la Reina Colmena lloraba por Ender, se lo guardaba para sí. Siempre había sido misteriosa, pero Ender la había amado también; durante tres mil años había sido su único amigo, su protector. En cierto modo, Ender podía contarla entre sus hijos también, entre los hijos adoptivos que sobrevivieron bajo su protección.

En sólo tres cuartos de hora, Plikt acabó. Concluyó simplemente:

—Aunque el aiúa de Ender sigue viviendo, como todos los aiúas viven sin morir, el hombre que conocimos se ha ido de nuestro lado. Su cuerpo ya no existe, y sean cuales fueren las partes de su vida y obra que tenemos con nosotros, ya no son él, somos nosotros, son el Ender-dentro-de-nosotros como también tenemos a otros amigos y maestros, padres y madres, amantes e hijos y hermanos e incluso desconocidos dentro, mirando el mundo a través de nuestros ojos y ayudándonos a decidir qué puede significar. Veo a Ender en vosotros mirándome. Veis a Ender en mí mirándoos. Y sin embargo ninguno de nosotros es verdaderamente él; somos cada uno nuestro propio yo, todos desconocidos en nuestro propio camino. Recorrimos durante un tiempo ese camino con Ender Wiggin. Él nos mostró cosas que de otro modo podríamos no haber visto. Pero el camino continúa ahora sin él. En el fondo, no fue más que cualquier otro hombre. Pero tampoco fue menos.

Y con eso terminó. No hubo oraciones, que ya habían sido pronunciadas antes de que hablara, pues el obispo no tenía intención de dejar que este ritual no religioso del Portavoz de los Muertos formara parte de los servicios de la Santa Madre Iglesia. Los llantos habían cesado, la pena había sido purgada. Se levantaron del suelo, los más viejos lentamente, los niños con exuberancia, corriendo y gritando para compensar el largo confinamiento. Fue bueno oír risas y gritos. También era una buena forma de decirle adiós a Ender Wiggin.

Valentine besó a Jakt y a sus hijos, abrazó a Wang-mu, luego se abrió paso entre la multitud de ciudadanos. Muchos humanos de Milagro habían huido a otras colonias, pero ahora, con su planeta a salvo, habían decidido no quedarse en los nuevos mundos. Lusitania era su hogar. No eran pioneros. Muchos otros, sin embargo, habían vuelto solamente para esta ceremonia. Jane los devolvería a sus granjas y casas en los mundos vírgenes. Haría falta quizá más de una generación para llenar las casas vacías de Milagro.

En el porche la esperaba Peter. Ella le sonrió.

—Creo que ahora tienes una cita —dijo Valentine.

Salieron juntos de Milagro hasta el nuevo bosque que aún no podía ocultar por completo los rastros del reciente incendio. Caminaron hasta llegar a un árbol brillante y resplandeciente. Llegaron casi al mismo tiempo que los otros. Jane se acercó a la brillante madre-árbol y la tocó… tocó una parte de sí misma, o al menos a una querida hermana. Entonces Peter ocupó su sitio junto a Wang-mu, y Miro se situó junto a Jane, y el sacerdote casó a las dos parejas bajo la madre-árbol, en presencia de los pequeninos; Valentine fue la única testigo humana de la ceremonia. Nadie más sabía siquiera que tenía lugar; habían decidido que no serviría de nada distraer a los demás del funeral de Ender o de la alocución de Plikt. Ya habría tiempo más tarde para anunciar los matrimonios.

Cuando terminó la ceremonia, el sacerdote se marchó, con los pequeninos sirviéndole como guías para salir del bosque. Valentine abrazó a las parejas de recién casados, Jane y Miro, Peter y Wang-mu, habló con ellos por separado un momento, murmuró palabras de felicitación y despedida, y luego retrocedió un paso y se quedó observando.

Jane cerró los ojos, sonrió, y los cuatro desaparecieron. Sólo la madre-árbol permaneció en medio del claro, bañada de luz, cargada de frutos, adornada de flores: una celebración perpetua del antiguo misterio de la vida.

Comentarios finales

La historia de Peter y Wang-mu estuvo ligada a Japón desde que comencé a planificar Ender
el Xenocida
, un libro en el que en principio pretendía incluir también todo lo que aparece en
Hijos de la mente
. Estaba leyendo la historia de Japón previa a la guerra y me intrigó la idea de que los impulsores de esa guerra no eran miembros de la elite dominante, ni siquiera los líderes supremos del ejército nipón, sino más bien los oficiales de rango medio. Naturalmente, estos mismos oficiales habrían considerado ridícula la idea de tener de algún modo el control de la guerra. La llevaban adelante, no porque el poder estuviera en sus manos, sino porque los gobernantes de Japón no se atrevían a sentirse avergonzados ante ellos.

Reflexionando sobre el asunto, se me ocurrió que era la imagen que la elite gobernante tenía de la percepción del honor de sus oficiales lo que impulsaba a éstos a proyectar sus propias ideas del honor sobre unos subordinados que podrían o no haber respondido a la retirada o reatrincheramiento japonés, como temían los oficiales de mayor graduación. Así, si alguien hubiera intentado impedir la agresiva escalada bélica japonesa desde China hasta Indochina y finalmente hasta Estados Unidos, habría tenido que cambiar, no las verdaderas creencias de los oficiales de rango medio, sino las de los altos oficiales sobre las probables actitudes de esos otros oficiales. Intentar persuadir a los militares de mayor rango de que la guerra era una locura y estaba condenada habría sido inútil: ya lo sabían y decidían ignorarlo por temor a ser considerados indignos. Lo eficaz habría sido persuadir a los oficiales de alto rango de que los oficiales de grado medio, cuya alta estima era esencial para su honor, no los condenarían por retirarse ante una fuerza irresistible, y que preferirían honrarlos conservando la independencia de su nación.

Mientras lo pensaba, me di cuenta de que incluso esto era demasiado directo: no podía hacerse. Haría falta no sólo probar que los oficiales de grado medio habían cambiado de opinión, sino dar también razones plausibles para ese cambio. Sin embargo, me pregunté, ¿y si algún influyente pensador o filósofo considerado afín a la cultura de la elite militar hubiera reinterpretado la historia de forma que transformara auténticamente la concepción militar de un gran comandante? Tales ideas transformadoras se han dado antes, y sobre todo en Japón, que a pesar de la aparente rigidez de su cultura, y quizá por su prolongada convivencia con la cultura china, es la nación que más éxito ha tenido en los tiempos modernos para adaptar y hacerse suyas ideas y costumbres como si desde siempre hubieran formado parte de su patrimonio; da así una imagen de rigidez y continuidad cuando es, de hecho, enormemente flexible. Una idea así podría haber barrido la cultura militar y dejado a la elite con una guerra que ya no parecía necesaria ni deseable; si esto hubiera sucedido antes de Pearl Harbor, Japón podría haberse echado atrás en su agresiva guerra contra China, consolidado sus posesiones, y restablecido la paz con Estados Unidos.

(Que esto hubiera sido bueno o malo es otra cuestión, por supuesto. Haber evitado la guerra que costó tantas vidas y causó tantos horrores -en especial el bombardeo de las ciudades japonesas y al final el uso de armas nucleares por primera y, de momento, única vez en la historia- habría sido indiscutiblemente bueno; pero no olvidemos que fue perder la guerra lo que condujo a la ocupación americana de Japón y a la imposición de ideas y prácticas democráticas con el consiguiente florecimiento de la economía y cultura niponas, algo que tal vez nunca habría sido posible bajo el gobierno de la elite militar. Es una suerte que no tengamos el poder de repetir la historia, porque entonces nos veríamos forzados a elegir: ¿Vendemos el coche para comprar gasolina?)

En cualquier caso, tuve claro que alguien (al principio pensé que sería Ender) tendría que ir de mundo en mundo en busca de la fuente definitiva de poder en el Congreso Estelar. ¿Qué opinión había que cambiar para transformar la cultura del Congreso Estelar y detener la Flota Lusitania? Ya que todo el asunto comenzó mientras reflexionaba sobre la historia de Japón, decidí que una cultura nipona situada en el lejano futuro debía jugar un papel importante. Así, Peter y Wang-mu llegaron al planeta Viento Divino.

Otra ruta de pensamiento me llevó también a Japón. Casualmente visité a unos queridos amigos en Utah, Van y Elizabeth Gessel, poco después de que Van, profesor de japonés en la Brigham Young University, hubiera adquirido un CD llamado
Music of Hikari Oe
. Van puso el CD (música potente, hábil, evocadora de la tradición matemática occidental) y me habló de su compositor. «Hikari Oe -me dijo- es retrasado, tiene una lesión cerebral; pero en lo referente a la música, es un superdotado. Su padre, Kenzaburo Oe, recibió hace poco el premio Nobel de literatura; y aunque Kenzaburo Oe ha escrito muchas cosas, sus obras más intensas y por las que casi sin duda recibió el Nobel son aquellas en las que trata el tema de su relación con su hijo retrasado: tanto el dolor por tener un hijo así como la alegría de descubrir la verdadera naturaleza de ese hijo mientras descubría a su vez la auténtica naturaleza del padre que se queda y lo ama.

Me sentí de inmediato plenamente identificado con Kenzaburo Oe, no sólo porque mi escritura se parece en cierto modo a la suya, sino porque también yo tengo un hijo retrasado y he seguido mi propio camino para afrontar su existencia en mi vida. Como Kenzaburo Oe, no puedo mantener a mi hijo al margen de mis escritos; aparece en ellos una y otra vez. Sin embargo, esta sensación de paralelismo me empujó a evitar buscar la obra de Oe; temía que tuviera ideas sobre ese tipo de niños con las que yo no estuviera de acuerdo y que me hicieran sentir dolido o furioso, o que por el contrario sus ideas fueran tan verídicas y poderosas que me viera obligado a guardar silencio por no tener nada que añadir. (Esto no es un miedo infundado. Tenía un libro llamado
Genesis
contratado con mi editor cuando leí la novela
Ancient of Days
de Michael Bishop. Aunque los argumentos de ambas obras no eran ni remotamente parecidos, aparte de tratar de hombres primitivos que sobrevivían hasta los tiempos modernos, las ideas de Bishop eran tan sugerentes y su escritura tan veraz que tuve que cancelar ese contrato; me resultaba imposible escribir el libro en aquel momento, y probablemente nunca lo haga de esa forma.)

Cuando ya había escrito los tres primeros capítulos de este volumen, me encontraba en una librería en Greensboro, Carolina del Norte, cuando vi en el expositor un único ejemplar de un librito llamado
Japan, the Ambiguous, and Myself
. El autor, Kenzaburo Oe. Yo no lo había buscado, pero él me había encontrado. Compré el libro; me lo llevé a casa.

Permaneció sin abrir junto a mi cama durante dos días. Entonces pasé una noche de insomnio cuando estaba a punto de empezar a escribir el capítulo cuatro, en el que Wang-Mu y Peter entran por primera vez en contacto con el planeta Viento Divino (al principio con una ciudad que llamé Nagoya porque ésa fue la ciudad japonesa donde mi hermano Russel sirvió en una misión mormona allá por los setenta). Vi el libro de Oe y lo cogí, lo abrí y empecé a leer la primera página. Oe empieza hablando de su larga relación con Escandinavia, pues de niño ya leía traducciones (o, más bien, versiones japonesas) de una serie de historias escandinavas sobre un personaje llamado Nils.

Dejé de leer inmediatamente, pues nunca se me había ocurrido que hubiera ninguna similitud entre Escandinavia y Japón. Pero con esa sugerencia, me di cuenta de que Japón y Escandinavia eran ambas naciones periféricas. Llegaron al mundo civilizado a la sombra (¿o deslumbrados por el brillo?) de una cultura dominante.

Pensé en otros pueblos periféricos: los árabes, que encontraron una ideología que les dio poder para barrer el mundo romano, culturalmente abrumador; los mongoles, que se unieron lo suficiente para conquistar y luego ser asimilados por China; los turcos, que pasaron de la periferia del mundo musulmán a su mismo corazón y luego derribaron los últimos restos del mundo romano, pero que sin embargo se replegaron para convertirse de nuevo en un pueblo periférico a la sombra de Europa. Todas estas naciones de la periferia, ni siquiera mientras gobernaron a las mismas civilizaciones a cuya sombra se habían acurrucado, pudieron desprenderse de su sensación de no-pertenencia, del temor de que su cultura fuera irremediablemente inferior y secundaria. Como resultado se comportaron de un modo demasiado agresivo y se extendieron demasiado, creciendo más allá de los límites que pudieron consolidar y conservar; por otra parte fueron demasiado tímidos y entregaron todo lo que su cultura tenía de realmente poderoso y fresco mientras conservaban sólo externamente la independencia. Los gobernadores manchúes de China, por ejemplo, pretendían no mezclarse con el pueblo que dominaban, decididos a no ser engullidos por las fauces devoradoras de la cultura china; el resultado, sin embargo, no fue el dominio de lo manchú, sino su inevitable marginación.

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