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Authors: Pauline Réage

Tags: #Erótico

Historia de O (20 page)

Tal vez O se fió demasiado de la indiferencia y la sensualidad de Jacqueline, tal vez Jacqueline, ingenuamente, consideró que prestarse a O podía hacer peligrar sus relaciones con René, lo cierto es que se retiró bruscamente. Hacia la misma época, pareció que empezaba a querer distanciarse de René, con quien pasaba casi todas las noches y todos los días. Nunca tuvo hacia él la actitud de la enamorada. Le miraba fríamente y cuando le sonreía, la sonrisa no llegaba a los ojos. Aun admitiendo que se abandonara a él como se abandonaba a O, lo cual era probable, O estaba convencida de que aquel abandono no comprometía a Jacqueline a gran cosa. A René, por el contrario, se le veía ciego de deseo ante ella, paralizado por un amor que él no había conocido hasta entonces, un amor lleno de inquietud, inseguro de ser correspondido y temeroso de desagradar. Vivía y dormía en la misma casa que Sir Stephen, en la misma casa que O, comía, cenaba, salía y paseaba con Sir Stephen y con O, y hablaba con ellos y, sin embargo, ni los veía ni los oía. Veía, oía, hablaba a través de ellos, más allá de ellos, tratando constantemente de alcanzar, en un esfuerzo mudo y agotador, parecido a los esfuerzos que se hacen en sueños para saltar en el tranvía que arranca, para asirse al parapeto del puente que se hunde, tratando de alcanzar la razón de ser, la verdad de Jacqueline que debían de existir en algún lugar dentro de su piel dorada, como, bajo la porcelana, el mecanismo que hace llorar a las muñecas. «Ya está aquí —se decía O—, ya está aquí el día que tanto temía yo, el día en que yo no fuera para René más que la sombra de una vida pasada. Y ni siquiera estoy triste, sólo siento lástima de él, y puedo verlo a diario sin que me duela que ya no me desee, sin amargura, sin pesar. Y, sin embargo, hace sólo unas semanas corrí a suplicarle que me dijera que me quería. ¿Era esto mi amor, algo tan frágil, tan consolable? Pero ni siquiera estoy consolada: si soy feliz. ¿Bastaba, pues, que me diera a Sir Stephen para que me desligara de él y entre unos brazos nuevos naciera a un nuevo amor?» Pero, ¿qué era René al lado de Sir Stephen? Cuerda de heno, amarra de paja, cadenas de corcho, éstos eran los símbolos de los lazos con que había querido sujetarla él, para desecharla tan pronto. Pero, i qué seguridad, qué delicia la anilla de hierro que taladra la carne y pesa siempre, la marca que nunca se borrará, la mano de un amo que te tiende un lecho de roca, el amor de un dueño que sabe apoderarse sin piedad de aquello que ama! Y O se decía que, a fin de cuentas, no había amado a René sino para aprender lo que era el amor y saber darse mejor, esclavizada y colmada, a Sir Stephen. Pero al ver a René —que tan libre fuera con ella y a quien ella amaba por su libertad— moverse como envarado, como andando por el agua, con las piernas enredadas entre las hierbas de un estanque que parece inmóvil pero está cruzado por corrientes profundas, inflamaba a O de odio hacia Jacqueline. ¿Lo adivinó René o lo dejó traslucir ella, imprudente? Cometió un error. Una tarde, fueron las dos a Cannes a la peluquería y después se sentaron en la terraza de la Réserve. Jacqueline, con pantalón pirata y jersey de lino negro, extinguía a su alrededor hasta la lozanía de los niños, tan lisa, dorada, dura y clara aparecía bajo el pleno sol, tan insolente, tan hermética. Dijo a O que tenía una cita con el director que había rodado en París, para unos exteriores, probablemente en las montañas situadas detrás de Saint-Paul-de-Vence. Allí estaba el muchacho, derecho y decidido. No hacía falta que hablara. Que estaba enamorado de Jacqueline era evidente. No había más que ver cómo la miraba. ¿Qué tenía de sorprendente? Lo sorprendente era Jacqueline. Recostada en uno de los grandes sillones basculantes de la terraza, le escuchaba hablar de fechas, de citas y de la dificultad de encontrar el dinero necesario para terminar la película. Tuteaba a Jacqueline, quien respondía con movimientos de cabeza, entornando los ojos. O estaba sentada frente a ella y el muchacho, entre las dos. No tuvo la menor dificultad en observar que Jacqueline, con los ojos entornados y al amparo de los párpados inmóviles, espiaba el deseo del muchacho, como hacía siempre, creyendo que nadie lo notaba. Pero lo asombroso era verla turbada por él, con los brazos a lo largo del cuerpo, sin sombra de sonrisa, grave como nunca la viera O ante René. Una sonrisa de apenas un segundo, cuando O se inclinó hacia delante para dejar en la mesa el vaso de agua helada y sus miradas se cruzaron, hizo comprender a O que Jacqueline se sabía descubierta. Pero no parecía inquieta. Fue O la que enrojeció.

—¿Tienes calor? —preguntó Jacqueline—. En cinco minutos nos vamos. Además, te sienta muy bien.

Después, volvió a sonreír, pero esta vez con tan tierno abandono, levantando los ojos hacia su interlocutor, que parecía imposible que éste no se abalanzara a besarla. Pero no. Él era demasiado joven para saber el impudor que hay en la inmovilidad y el silencio. Dejó que Jacqueline se levantara, le tendiera la mano y le dijera adiós. Ya lo llamaría. Él se despidió también de la sombra que para él había sido O y, de pie en la acera, vio alejarse el «Buick» negro por la avenida, entre las casas, que el sol quemaba, y el mar excesivamente azul. Las palmeras parecían recortadas de hojalata, los transeúntes, muñecos de cera mal fundida, animados por un mecanismo absurdo.

—¿Tanto te gusta? —preguntó O a Jacqueline cuando el coche salía de la ciudad y tomaba por la carretera de la cornisa alta.

—¿Te importa? —repuso Jacqueline.

—Importa a René —afirmó O.

—Algo que importa a René y a Sir Stephen y, si no he comprendido mal, a otros varios, es que estas muy mal sentada. Vas a arrugarte el vestido.

O no se movió.

—Y también creía —prosiguió Jacqueline— que nunca debías cruzar las rodillas.

Pero O no la escuchaba. ¿Qué le importaban las amenazas de Jacqueline? ¿Imaginaba que amenazando con denunciarla por esta falta venial impediría que ella la denunciara a René? No sería por falta de ganas si no lo hacía. Pero René no podría soportar la idea de que Jacqueline le mentía o de que quería disponer de sí misma por su propia cuenta. ¿Cómo hacer creer a Jacqueline que si O callaba sería para no ver a René perder la cara, palidecer por otra que no era ella y, tal vez, tener la debilidad de no castigarla? ¿Más aún, que sería por temor de ver volver contra ella la cólera de René, por ser portadora de malas noticias y delatora? ¿Cómo decir a Jacqueline que ella callaría sin que pareciera que deseaba hacer un trato de toma y daca con ella? Porque Jacqueline imaginaba que O tenía un miedo espantoso, un miedo que le helaba la sangre, de lo que le harían si Jacqueline hablaba.

Bajaron del coche en el patio de la casa sin volver a dirigirse la palabra. Jacqueline, sin mirar a O, arrancó un geranio blanco junto a la fachada. O la seguía lo bastante cerca para percibir el olor fino y penetrante de la hoja aplastada entre sus dedos. ¿Creía que así disimulaba el olor del sudor que le pegaba al cuerpo el lino del jersey y le ponía unas manchas más oscuras en los sobacos? René estaba solo en la gran sala de baldosas rojas y paredes encaladas.

—Os habéis retrasado —les dijo cuando entraron—. Sir Stephen te espera aquí al lado —añadió dirigiéndose a O—. Te necesita. No está muy contento.

Jacqueline se echó a reír y O la miró y enrojeció.

—Podríais haber elegido otro momento —dijo René, interpretando equivocadamente la risa de Jacqueline y el sonrojo de O.

—No es eso —dijo Jacqueline—. ¿No sabías que tu hermosa y obediente amiga no es tan obediente cuando tú no estás? Fíjate qué arrugado tiene el vestido.

O estaba de pie en medio de la sala, de cara a René. Él le dijo que se volviera, pero ella no pudo moverse.

—Además, cruza las rodillas —continuó Jacqueline—. Pero eso no se nota, desde luego. Y tampoco, que trata de conquistar a los chicos.

—Eso no es verdad —gritó O—. ¡ Si has sido tú!

O saltó sobre Jacqueline y René la sujetó en el momento en que iba a golpearla. Se debatía entre sus manos, por el placer de sentirse la más débil, estar a su merced, cuando, al levantar la cabeza, vio a Sir Stephen en la puerta, mirándola. Jacqueline había retrocedido hasta el diván, con su pequeño rostro endurecido por el miedo y la cólera y O sintió que René, aunque ocupado sujetándola a ella, sólo estaba pendiente de Jacqueline. Dejó de debatirse y, desesperada al verse pillada en falta por Sir Stephen, repitió, ahora en voz baja:

—No es verdad. Juro que no es verdad.

Sin una palabra, sin una mirada para Jacqueline, Sir Stephen hizo una seña a René para que soltara a O, y a O le indicó que pasara. Pero, al otro lado de la puerta, O sintió que la empujaba hacia la pared, que le asía el vientre y los senos y le abría la boca con la lengua y gimió de felicidad y de alivio. La punta de sus senos se endurecía bajo la mano de Sir Stephen. Con la otra mano, él le palpaba tan rudamente el vientre que ella pensó que iba a des mayarse. ¿Se atrevería a decirle algún día que no había placer, ni alegría, ni fantasía que pudiera compararse con la felicidad que sentía por la libertad con que él se servía de ella, por la idea de que no le guardaba ningún miramiento ni ponía límite a la forma en que buscaba el placer en su cuerpo? La certeza que tenía de que cuando él la tocaba, ya fuera para acariciarla o para golpearla, que cuando le ordenaba algo era únicamente porque lo deseaba, la certeza de que él no pensaba más que en su propio placer, colmaba a O de tal manera que, cada vez que tenía prueba de ello, o solamente cada vez que lo pensaba, se abatía sobre ella una capa de hierro, una coraza ardiente que le iba desde los hombros hasta las rodillas. Allí, de pie, apoyada contra la pared, con los ojos cerrados, murmurando que lo quería, cuando no le faltaba el aliento, sentía que las manos de Sir Stephen, aunque frescas como una fuente sobre su fuego, la hacían arder más todavía. Él se apartó suavemente, dejó caer su falda sobre sus muslos húmedos y cerró el bolero sobre sus senos erguidos.

—Ven conmigo, O. Te necesito —le dijo.

Entonces, al abrir los ojos, O descubrió que en la habitación había alguien más. Aquella gran pieza desnuda y encalada, parecida a la sala de la entrada, se abría también al jardín y, en la terraza que precedía al jardín, sentado en un sillón de mimbre, con un cigarrillo entre los labios, había una especie de gigante calvo, enorme vientre que le tensaba la camisa desabrochada y el pantalón de lino, que miraba a O. Se levantó y se acercó a Sir Stephen, que empujaba suavemente a O ante él. O vio que de una cadenita que asomaba del bolsillo del reloj colgaba el disco de Roissy. Sir Stephen se lo presentó cortésmente, aunque sin darle otro nombre que
el Comandante
y, por primera vez desde que trataba con los afiliados de Roissy (aparte Sir Stephen), O tuvo la sorpresa de ver que le besaban la mano. Entraron los tres en la sala, dejando el balcón abierto. Sir Stephen se acercó a la chimenea del ángulo y llamó. Encima de la mesa china, al lado del diván, O vio la botella de whisky, el sifón y los vasos. Entonces no era para pedir bebida. Vio también, en el suelo, cerca de la chimenea, una gran caja de cartón blanco. El hombre de Roissy se había sentado en un sillón de mimbre y Sir Stephen, de lado en la mesa redonda, balanceando una pierna. O, a quien indicaron el diván, se sentó dócilmente, después de levantarse la falda. Sentía en los muslos el suave piqué de algodón de la funda provenzal. Entró Nora. Sir Stephen le dijo que desnudara a O y se llevara sus ropas. O se dejó quitar el bolero, la falda, el ceñidor que le apretaba el talle y las sandalias. En cuanto la hubo desnudado Nora salió y O, sumida de nuevo en el automatismo de la regla de Roissy, segura de que Sir Stephen no deseaba de ella más que absoluta docilidad, se quedó de pie en medio de la sala, con los ojos bajos. En esta actitud, adivinó más que vio a Natalie entrar por el balcón abierto, vestida de negro como su hermana, descalza y callada. Seguramente Sir Stephen había hablado ya de Natalie, pues ahora se limitó a presentársela al visitante, quien no hizo comentario alguno, y pedirle que sirviera bebidas. En cuanto ella hubo repartido whisky, seltz y hielo (y, en aquel silencio, el simple tintineo de los cubitos de hielo en el cristal hacía un ruido estremecedor),
el Comandante
, con el vaso en la mano, se levantó del sillón de mimbre en el que permaneció sentado mientras desnudaban a O y se acercó a ella. O creyó que con la mano libre le cogería un seno o el vientre. Pero no la tocó, contentándose con mirarla muy de cerca, desde la boca entreabierta hasta las rodillas ligeramente separadas. Dio la vuelta en derredor, atento a sus senos, sus muslos, sus caderas. Aquella atención sin una palabra, la presencia de aquel cuerpo gigantesco tan cerca trastornaba a O de tal modo que no sabía si deseaba huir de él o, por el contrario, que la tumbara y la aplastara. Estaba tan azorada que levantó los ojos hacia Sir Stephen, en demanda de socorro. Él comprendió, sonrió, se acercó a ella y tomándole las dos manos en una de las suyas, se las unió a la espalda. Ella se apoyó en él, con los ojos cerrados y fue en un sueño o, lo menos, en el crepúsculo de un duermevela de agotamiento, como cuando, siendo niña, al salir de una anestesia oyó hablar de ella a las enfermeras que la creían aún dormida, de sus cabellos, de su tez pálida, de su vientre liso en el que apenas asomaba una pelusa, oyó ahora que el desconocido felicitaba a Sir Stephen, elogiando sus senos abultados, su cintura delgada y las anillas más gruesas y más largas de lo acostumbrado. Entonces se enteró también de que seguramente Sir Stephen había prometido prestarla la semana siguiente, pues el hombre le daba las gracias. Y entonces Sir Stephen, tomándola por la nuca, le dijo suavemente que despertara y que subiera a su habitación y le esperase allí con Natalie.

¿Merecía la pena sentirse tan turbada y que Natalie, loca de alegría por la idea de ver a O abierta por otro que no fuera Sir Stephen, bailara a su alrededor una especie de danza piel roja gritando:

—¿Crees que te entrará también en la boca, O? ¿No te has fijado cómo te miraba la boca? ¡Ah, qué suerte tienes de que te deseen así! Seguro que te golpea con el látigo. Tres veces ha mirado las marcas. Por lo menos, durante ese tiempo no pensarás en Jacqueline.

—¡Pero si no estoy pensando continuamente en Jacqueline! —dijo O—. Eres estúpida.

—No; no soy estúpida y sé muy bien que la echas de menos.

Era verdad, pero no del todo. Lo que O echaba de menos no era Jacqueline, sino un cuerpo de muchacha con el que pudiera hacer lo que quisiera. De no haberlo tenido prohibido, hubiera tomado a Natalie y lo único que le impedía quebrantar la prohibición era la certeza de que, dentro de unas semanas, le entregarían a Natalie en Roissy y que sería ante ella, por ella y gracias a ella como Natalie sería entregada. Ardía por suprimir aquella muralla de aire, de espacio, de vacío, que existía entre Natalie y ella, al tiempo que se deleitaba en aquella espera que le había sido impuesta. Se lo dijo a Natalie, que movió negativamente la cabeza, con incredulidad.

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