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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (18 page)

El desconocido llevó la mano derecha a la culata de uno de sus revólveres y lo desenfundó con gran cuidado.

Allí comenzó una interminable espera. El hombre que esperaba junto al lecho se entretenía calculando el tiempo con ayuda de los latidos de sus sienes.

—Una hora —susurró cuando hubo calculado que habían transcurrido los tres mil seiscientos segundos.

Todo continuaba igual que antes. El durmiente seguía reposando como si estuviera solo, y el hombre que estaba junto a él se esforzaba por pensar en cosas ajenas a aquel otro hombre, por temor a que sus propios pensamientos, centralizándose en él, le despertaran.

De pronto, el casi invisible guardián dejó de contar y clavó la mirada en la ventana. Una oscura silueta acababa de recortarse contra ella. El hombre levantó el revólver. Un solo movimiento con el dedo pulgar bastaría para montar el percutor y disparar luego el arma.

El que estaba al otro lado de la ventana comenzó a forzarla. Oyóse un ligerísimo chasquido, que hablaba mucho en favor de la maestría del merodeador, y la ventana, de las llamadas de guillotina, empezó a levantarse.

El pulgar del centinela curvóse sobre el percutor. En cuanto el otro penetrara en la habitación le daría el alto.

Pero el desconocido que rondaba el rancho no tenia intención de entrar, pues dejó de seguir levantando la ventana y por el espacio que ya quedaba libre introdujo una mano y tiró algo sobre la cama. En seguida desapareció y se oyeron sus pasos alejándose de la casa.

Antes de que el enmascarado tuviera tiempo de salir en persecución del fugitivo, si es que era ésta su intención, oyóse un agudo siseo acompañado de un ruido semejante al arrugar de un viejo pergamino muy seco.

El hombre comprendió que dentro del cuarto había una serpiente de cascabel.

El hallarse encerrado en la misma habitación con una serpiente de cascabel figura entre las aventuras más desagradables que puede correr un hombre. La serpiente de cascabel es cobarde y sólo ataca cuando se ve obligada a defenderse; pero aquélla, recién puesta en libertad después de un prolongado cautiverio, debía de estar loca de furia y dispuesta a atacar sin necesidad de que se la provocase más.

No se podía perder ni un segundo. Con el pulgar de la mano izquierda el enmascarado abrió la linterna sorda y, al mismo tiempo, con el pulgar de la mano derecha levantó el percutor de su revólver. El movimiento fue repetido dos veces con fulminante sucesión y el reptil, que se erguía ya sobre el centro de su cuerpo, dispuesto a herir, fue alcanzado por las dos balas y cayó destrozado sobre la cama, iluminado por el haz de luz de la linterna.

Al mismo tiempo, el durmiente, que debía de tener un sueño muy fuerte, aunque no a prueba de disparos, se sentó en la cama, con los ojos desorbitados por el espanto. Su mano derecha quiso buscar, bajo la almohada, su revólver, pero le contuvo la voz del hombre que le estaba enfocando con la linterna.

—No se moleste, Manoel Beach, no he venido a matarle, sino a salvarle. Vea el regalo que acaban de traerle.

—¿Eh? ¡Ooohhh!

La exclamación que lanzó Beach al ver la serpiente de cascabel terminó en un largo y estrangulado gruñido, al final del cual el hombre pudo decir:

—¡Qué horror!

—Se lo tiraron por la ventana —siguió el otro—. No esperaba que hicieran eso y por poco me cogen desprevenido. Disparé casi sin apuntar.

—Si falla los tiros…, no lo cuento.

—Creo que, en efecto, lo hubiera pasado usted muy mal —rió el desconocido.

—¿Y quién es usted? —preguntó Manoel Beach.

—No me conoce. Soy
El Coyote
.

—¿Usted es…
El Coyote
? —tartamudeó Beach.

Por toda respuesta
El Coyote
proyectó hacia su rostro la luz de la linterna, luego la dejó sobre la mesita de noche y, dirigiéndose a la ventana, corrió la cortina.

—Tiene usted demasiados enemigos para dormir tan confiadamente, señor Beach —reprendió
El Coyote
—. Cualquier serpiente podría haber llegado antes hasta aquí…

—¡Imposible! —exclamó Beach.

Era un hombre de unos sesenta años, de grisáceo bigote, cabello entrecano y facciones muy curtidas por el sol. Usaba camisón de dormir, muy abierto por el pecho, que aparecía sumamente blanco, en contraste con la parte que debía dejar al descubierto la camisa, o sea una porción triangular tan bronceada como la cara.

—Pues ésta llegó —dijo
El Coyote
levantando con el cañón de su revólver el reptil y tirándolo a la chimenea.

—Pero debió de traerla Blythe o alguno de sus secuaces, pues tengo alrededor de la casa una faja de medio metro de anchura llena de pedruscos de cantos agudos. A las serpientes no les gusta pasar sobre ellos, pues se estropean la barriga.

—Sí, esa visitante fue traída a mano; pero no la envió Blythe.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó, desafiador, el viejo.

—¿Por qué no me pregunta cómo supe que corría usted peligro y vine a salvarle?

—Es verdad. ¿Cómo lo supo?

—De la misma forma que supe que no era Peter Blythe quien deseaba asesinarle. Los dos han estado haciendo el tonto y, lo que es mucho peor, haciéndole el juego a alguien que se ha debido de estar riendo de ustedes.

—Oiga, señor
Coyote
, habla usted de una manera muy extraña. ¿Desde cuándo está en Grana?

—Para usted desde ese momento, y dé gracias a Dios de que no haya llegado más tarde.

—Ya las doy; pero me gustaría…

—No espere que me quite la careta y le diga quién soy —rió
El Coyote
—. Sería tonto por mi parte el confiar en un hombre tan descuidado como usted. ¿Puede decirme qué opina de lo que está ocurriendo en este Valle?

—No sé. Me han dicho que el
sheriff
ahorcó a Banning. ¿Es verdad?

—Lo es. Ya no son más que cinco los propietarios de Ryan.

—¡Eh! ¿Por qué dice eso?

—He querido decir que ya sólo quedan cinco propietarios importantes en el Valle de la Grana.

—¡Ah! Lo de Ryan es una tontería que nos está costando mucho dinero. Lo emprendimos por consejo de Irah Bolders y por él continuamos en el asunto.

—¿Es mal negocio?

—No es negocio ni bueno ni malo. Es negocio desastroso.

—En cambio, las tierras del Valle de Grana valen tanto como si estuviesen llenas de oro, ¿no?

—Eso sí que es negocio. ¿Qué será de las de Banning? ¿Se las queda su hija?

—Creo que las han otorgado a la familia de un agente del
sheriff
que resultó muerto.

—Ya. Si la herida me permitiese levantarme iría a pujar por ellas, pues supongo que la familia las venderá.

—Tal vez. Y por poco también se hubieran subastado sus tierras, señor Beach, pues si la serpiente llega a morderle…

—¿Eh? ¿Cree usted que todo es una trampa para deshacerse de nosotros?

—No, creo que la serpiente cayó del techo, y que a sus hijos los mataron sin ningún motivo, y que a Tobías Banning le asesinaron en un afán de imponer una ley que prácticamente no existe, ya que la justicia no se molesta en detener ni interrogar al hombre que por una discusión de juego mata a un compañero y deja su cuerpo en medio de la calle, mientras él vuelve a reanudar la partida.

—Esley Carr siempre me ha parecido un canalla. Lo que hizo con mi pobre Charles…

—¿Quién cree usted que puede apoyar a Carr?

—No sé… Él está en muy buenas relaciones con Irah Bolders. Casi son carne y uña.

—Irah Bolders es el propietario más importante del Valle de Grana, ¿no es cierto?

—Sí; ha acaparado la mayor parte de las tierras.

—Bien. —
El Coyote
pareció quedar pensativo unos instantes, luego murmuró—: ¡Qué desarmado estaba usted! ¡Sólo un revólver!

—No —replicó Beach—, tenía dos. Fíjese.

Mostró al
Coyote
las dos armas, y el enmascarado las cogió como si quisiera examinarlas.

—Buenos revólveres —comentó tras un breve examen.

Luego, sin soltarlos, dirigióse al hogar y dejando las armas de Beach sobre la repisa de la chimenea inclinóse y de entre la ceniza recogió el cadáver de la serpiente. A la luz de la linterna examinó los colmillos del reptil y, al fin, sonrió, satisfecho. Volvió a tirar el cuerpo del crótalo a la chimenea y recogiendo los revólveres de Manoel Beach los tiró sobre la cama.

—¿A qué viene eso? —preguntó el hombre.

—Por un momento he pensado que tal vez todo había sido una broma. La mordedura de una serpiente no es peligrosa si antes se ha extraído el veneno.

—No entiendo.

—Es muy sencillo. De los seis principales propietarios del Valle sólo podía confiar absolutamente en dos. Uno de ellos, por estar muerto. El otro, por ciertas causas. Ahora también confío en usted. Le mataron a un hijo y le han enviado una serpiente venenosa.

—No entiendo. ¿Por qué se llevó los revólveres?

—Para quitarle, si no era usted honrado, la tentación de disparar sobre mí. Quizá algún día le necesite. Recuerde que le he salvado la vida.

—Ya lo creo que lo recordaré… ¿Qué quiere que haga?

—Explíqueme a qué obedece la fundación Ryan.

—Pues Irah Bolders nos dijo que podíamos adquirir sin dificultades las únicas tierras habitables en aquel endiablado valle, donde en verano no hay quien resista el calor. Dijo que el Valle era rico en minerales, que los dueños del agua seríamos, en realidad, los dueños de todo lo demás, pues si alguien encontraba oro, tendría que gastarlo comprándonos el agua. Como las tierras podían ser de quien las quisiera, adquirimos una porción considerable y Bolders propuso la fundación de una ciudad que, no sé por qué, se bautizó con el nombre de Ryan. Nos la repartimos amistosamente, en partes iguales, aunque ahora, al morir Banning, nuestra parte aumentará con la de él.

—¿Por qué?

—Porque se convino que, si alguno moría sin herederos varones que pudieran continuar su obra, su parte iría a manos de los demás socios.

—O sea que, si además de Banning hubieran muerto usted y Blythe, los demás se hubieran encontrado con sus partes duplicadas.

—Eso es. Pero ¿a quién puede interesarle aquel infierno?

—No sé; pero sí puedo decirle una cosa: que hay en Grana un hombre a quien le interesa comprar tierras en el Valle de la Muerte. Se trata de un caballero californiano un poco ridículo que, si usted quiere, le comprará su parte o lo que quiera venderle.

—¿Quién es ese loco?

—Un tal Echagüe, que ha llegado hoy. Vaya a verle y véndale tierras del Valle de la Muerte. ¿Puede hacerlo?

—Nadie puede impedírmelo.

—Hágalo. Tengo interés en ver lo que sucede. Diga en público que va a vender sus tierras a ese californiano.

—Lo haré; pero ¿debo vendérselas todas?

—No es necesario si no quiere. Basta con que él ingrese en la sociedad. Y ahora, señor Manoel Beach, busque una habitación más segura donde no lleguen ni las serpientes ni los puñales.

El Coyote
soltó una burlona carcajada y, cerrando la linterna, salió del cuarto y dirigióse a la cocina. Entró en ella para dejar la linterna donde la había encontrado y se disponía a apagarla cuando una voz le ordenó:

—Quieto, don
Coyote
. Esta vez ha sido torpe como un niño. Nunca le hubiera creído tan inocente.

El Coyote
volvióse lentamente hacia el sitio de donde partía la voz. Una figura entró dentro del haz de luz de la linterna y el californiano vio a un hombre vestido con una especie de dominó sin capucha El desconocido se cubría la cabeza con un sombrero de alas anchas y el rostro hasta los ojos, con un gran pañuelo anudado a la nuca.

Pero lo más importante de su persona era el negro revólver que empuñaba con mano firme. Porque aquel revólver estaba apuntando al corazón del
Coyote
quien tenia sus armas enfundadas y lo bastante lejos de sus manos para que antes de poderlas alcanzar le alcanzase a él el plomo del otro revólver.

—Creo que he perdido —sonrió
El Coyote
.

—Cree bien; por fin sabremos quién e el famoso enmascarado que ha estado asustando a los niños en California.

—A los niños y a los canallas como tú Mick Strauss —replicó
El Coyote
.

Capítulo V: La justicia del
Coyote

—¿Me ha reconocido? —preguntó el otro, casi apretando el gatillo de su arma.

—La voz.

—¿Cuándo la oyó?

—Oigo las voces de todos los canallas. No podía dejar de oír la suya.

—Será la última que oirá.

—Hubiera preferido oír otra más agradable.

—Siento no poderle complacer. ¿No pregunta cómo he llegado hasta aquí?

—¿Para qué? Ya lo sé. Soltaste la serpiente y al oír los disparos volviste atrás, nos oíste hablar y esperaste en la cocina para que, al marcharme yo, pudieras asesinar tranquilamente a Beach. Cuando me viste entrar se te heló la sangre en las venas; pero reuniste el valor suficiente para avanzar hacia mí y darme el alto. Ahora estás tratando de reunir el valor que te hace falta para arrancarme la máscara. No sabes si matarme antes y verme después el rostro, o si arrancar primero el antifaz. Para esto hace falta más valor que para lo otro. Por lo tanto, me asesinarás y luego verás quién soy, y así no disfrutaré de tu asombro al reconocer a un viejo amigo.

—¿Me crees cobarde,
Coyote
?

—Sé que lo eres.

—Pues voy a arrancarte la máscara para ver lo amarillo que te pones antes de morir. Quizá seas tan valiente que mueras riendo.

Mick Strauss alargó la mano izquierda hacia el antifaz del
Coyote
, dispuesto a arrancarlo y descubrir la identidad del hombre que para tantos era un misterio.

La emoción de aquel momento e hizo olvidar que estaba frente a un hombre que había sabido librarse de infinitas situaciones tan peligrosas o más que aquélla. Por eso no vio que
El Coyote
bajaba lentamente los brazos. Fue sólo un movimiento de unos dos o tres centímetros; pero era cuanto necesitaba el enmascarado para el ataque que se disponía a lanzar. De pronto el brazo izquierdo del
Coyote
describió un velocísimo semicírculo y su mano pegó de lleno en el revólver, desviándolo y haciendo que el disparo se perdiese en el vacío.

Acompañando aquel golpe, un veloz puñetazo contra la barbilla de Strauss lanzó a éste hacia la pared del fondo.

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