Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (5 page)

Todavía es Carmen quien saluda a los camaradas que van llegando, y les ofrece asiento, ceniceros, algo para beber. Tal vez pronuncia además unas pocas frases de bienvenida, destinadas a presentar al hombre que está a su lado, pero es él quien habla.

—Camaradas, Carmen y yo —y aún la pone a ella por delante, aunque ya sólo sea en la sintaxis de la cortesía— pensamos que, en momentos tan duros como los que estamos viviendo, es imprescindible recuperar cierto nivel de organización, para que los nuestros no se sientan desamparados, para que no se desmoralicen ni caigan en la tentación de creer que todo da igual, que ya lo han perdido todo por segunda vez y para siempre…

Tiene razón. Tiene tanta razón que no sólo nadie se la disputa. Nadie se detiene tampoco a relacionar la buena nueva de la liberación de Antón con la convocatoria de aquella reunión en la que Jesús Monzón se estrena como máximo dirigente del Partido Comunista de España en Francia. A partir de entonces, no para de hacer cosas. Y es verdad que nadie le ha pedido que las haga. Pero también es verdad que las hace todas bien.

Inteligentísimo, ambiciosísimo, comunista, valiente, atractivo, soberbio, seductor, egocéntrico, brillante, temerario, capaz, aventurero, reservado, conspirador, imaginativo, convincente, seguro de sí mismo, generoso, mujeriego, simpático, maquiavélico, elegante, comprensivo, astuto, cortés, exigente, cínico, selecto, culto, políglota, intrigante, sofisticado, vividor, político, amable, cosmopolita, complicado, sensual, peligroso, dominante, perverso, poderoso, gourmet, buen conversador, mejor escritor, inmejorable organizador, demasiado exquisito para despacharlo con la etiqueta de un simple burgués, cultivador experto de todos los placeres refinados y de alguno que no lo es tanto, con una formación teórica solidísima, unas dotes de mando extraordinarias, una facilidad innata para enamorar a las mujeres, un carisma como hay pocos y los escrúpulos justos, ni uno más.

Así es el hombre que en la primavera de 1939 se encuentra en Francia solo, despreciado por sus superiores, que no han querido contar con él, y aislado de sus iguales, que no comparten su desgracia, pero con las manos libres. Así es cuando mira a su alrededor, analiza la situación, evalúa las consecuencias de su análisis, y suma dos y dos. Así es hasta que sale a la luz, para demostrar que todos los calificativos que puedan llegar a encontrarse en sus descripciones se resumen en dos. Quienes le conocen a partir de entonces, sucumben sin condiciones al hechizo de un hombre fácil de amar, difícil de olvidar.

—Tú ponte guapa, cielo, y no te preocupes por nada, que para eso ya estoy yo aquí…

Entre el verano de 1940 y el invierno de 1943, aquella pobre, insignificante mecanógrafa del Comité Central de Madrid, aprende que es mucho más feliz siendo la niña mimada de un hombre todopoderoso, que ejerciendo ese poder que tan feliz le hace a él. Y a eso se dedica, a ser feliz.

Jesús decide saltarse a la torera el pacto nazi-soviético, ordena que se sabotee a cualquier precio el alistamiento de republicanos españoles en la Organización Todt, formada por compañías de trabajo controladas directamente por el ejército alemán, y Carmen es feliz.

Jesús extiende la estructura del Partido a todos los campos, todas las cárceles, todos los batallones de trabajo situados a ambos lados de la línea que divide la Francia Libre de la Francia ocupada, y Carmen es feliz.

Jesús se reúne con los dirigentes del Partido Comunista Francés en una insólita posición de superioridad, porque siendo español, tiene más militantes, más cuadros, más enlaces, más organización, y más eficaz que la suya, y Carmen es feliz.

Jesús decide que ha llegado el momento de pasar a la lucha armada, escoge su propio estado mayor entre los hombres con formación militar que más confianza le inspiran, estimula el reclutamiento de guerrilleros, establece el número, la estructura y la jerarquía de sus propias brigadas, traza sus planes de actuación, los integra en la incipiente resistencia francesa, consigue que la lideren en muchas zonas del sur del país, y Carmen es feliz.

Jesús convierte al PCE en la indiscutible fuerza hegemónica del exilio republicano español en Francia, empieza a sentir que con eso no tiene bastante, y Carmen es feliz.

Jesús piensa en Moscú, en Buenos Aires, en La Habana, en el curso de la guerra y, con las manos más libres que nunca, analiza la situación, la proyecta en el futuro inmediato, suma dos y dos, siempre le dan cuatro, y Carmen sigue siendo feliz.

Jesús sigue alquilando villas apartadas con jardín y servicio, tratándola como a una diosa, llevándola a cenar a los mejores restaurantes, escogiendo los mejores vinos, haciéndole la vida tan placentera como ella jamás se había atrevido a esperar que fuera su vida, y ya ha decidido volver a España, pero Carmen no lo sabe, y nunca ha sido tan feliz.

Carmen cree que los dos forman un equipo en el que él manda y ella se ocupa de ponerse guapa sin preocuparse de nada, pero los hombres explosivos terminan por explotar, porque esa es su condición, su naturaleza.

A principios de 1943, Jesús Monzón tiene una idea nueva, tan buena, tan brillante, tan visionaria como suelen ser sus ideas. Él no sabe que sus camaradas del Buró Político han pensado en algo parecido antes que él, pero tampoco tiene cerca a ningún Stalin cuya opinión le impida ponerlo en práctica. La Unión Nacional Española —heredera en su nombre de la organización que, en la inmediata posguerra, intenta levantar en el interior Heriberto Quiñones—, concebida como una plataforma de programa democrático, moderado, en la que están representadas todas las organizaciones que se oponen a la dictadura de Francisco Franco pero controlada en apariencia por el PCE, y más exactamente por él, que para eso es quien se la ha inventado, será el interlocutor ideal cuando llegue el momento de que los aliados, después de derrotar a las potencias del Eje, se planteen el problema de España.

A principios de 1943, Jesús Monzón está seguro de que Hitler va a perder la guerra, pero incluso si el conflicto se alarga, si se complica por factores imprevisibles, la Unión Nacional es una idea excelente, como demostrarán todas las fuerzas democráticas españolas más de veinte años después, poniendo en pie plataformas semejantes.

Él lo tiene todo pensado. Ha hablado, por un lado, con don Juan Negrín y con el general Riquelme, y por otro, con representantes del PSOE, de la CNT, de la UGT y de Izquierda Republicana en Francia. Es cierto que sus contactos con los restantes socios del Frente Popular, que ganó las elecciones en febrero de 1936, no pertenecen a las cúpulas de sus respectivos partidos, pero también lo es que habría resultado imposible que fuera de otra manera. Ninguno de los máximos dirigentes socialistas o republicanos viven en Francia en los años cuarenta, y cinco años después de la derrota, la CNT está prácticamente desarticulada. Pero de todas formas, para que nadie se asuste, para que las potencias democráticas que ya han traicionado a la República una vez, no vuelvan a lavarse las manos, escudándose en la propaganda contra las hordas marxistas que ha llevado a Franco hasta el palacio de El Pardo, también ha concertado citas con monárquicos, con carlistas, con falangistas rebeldes y con cedistas descontentos, para verlos en Madrid.

—¡Ay, así que volvemos a Madrid! —exclama la pobre Carmen cuando se entera—. ¡Qué bien!

—No, cariño… —él procura desilusionarla con suavidad—. Yo me voy a Madrid. Pero he pensado que lo mejor es que tú te vayas a Suiza, con Manolito Azcárate.

Luego le explica que ha establecido contacto con un norteamericano llamado Noel Field, un funcionario de la delegación de Estados Unidos en la Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra, que desde 1941 trabaja en paralelo para el Unitarian Service, una organización benéfica de ayuda a los refugiados, a través de la cual se canalizan fondos de su gobierno para sostener la actividad de los antifascistas europeos. Field, que a su vez ha sido reclutado ya por Alien Dulles —quien durante la Segunda Guerra Mundial, antes de convertirse en el primer director civil de la CIA, ocupa el puesto de jefe de la delegación de los Servicios Secretos norteamericanos en Suiza—, está en contacto permanente con la precaria dirección clandestina de los comunistas alemanes. Tal vez por ese conducto ha sabido Monzón de la existencia del filántropo misterioso que al final resulta ser en efecto lo primero, pero no tanto lo segundo.

Pablo Azcárate, a quien su cargo de embajador de la República Española en Londres convirtió durante la guerra civil en una especie de ministro de Asuntos Exteriores permanente del gobierno Negrín ante el Comité de No Intervención, se hizo amigo de Field, que a la sazón frecuentaba, o residía en el Reino Unido, en el curso de aquella extenuante batalla. El norteamericano siempre se ha comportado como un antifascista sincero y un leal amigo de la República, y como tal lo recuerda Manolo Azcárate, hijo de Pablo, camarada y amigo de Jesús Monzón. Por eso, Carmen intenta decir que no, que no, que de ninguna manera, que por qué, que ella se va a Madrid con él y que Azcárate se vaya solo a Ginebra, ya que ese Field era amigo de su padre, pero Jesús no cede.

—Tú eres la que manda aquí, Carmen —pobre Carmen—. La delegada del Buró Político eres tú, no yo. Así que te vas a Suiza, le sacas a ese tipo todo el dinero que puedas, y luego te vuelves aquí, porque lo que no podemos hacer de ninguna manera es dejar al Partido desamparado en Francia.

Pobre Carmen, que no es muy lista, pero tampoco tan tonta como para no darse cuenta de que aquel mago capaz de hacer salir cualquier cosa de su chistera, en el mejor de los casos, se ha cansado de ella, en el peor, ya le ha sacado todo el provecho que puede sacarle, y en cualquiera de los dos, se la va a quitar de encima. Jesús, que es demasiado astuto como para levantar ninguna liebre antes de tiempo, procura deshacer esa impresión por todos los medios, y logra que Carmen se vaya a Ginebra de mejor humor, a trabajar para él, para el Partido Comunista de España, que ya es sólo él.

Ella lo hace, y lo hace bien, como una discípula digna de su maestro. Tras varias entrevistas, le saca a Noel Field más de medio millón de pesetas de 1943, una fortuna que va a parar a Madrid, a un chalé confortable, discreto y, por supuesto, con jardín, del barrio de Ciudad Lineal, la casa desde la que Jesús Monzón subyuga, domina, seduce, convence, organiza y manda tanto, o más, que al otro lado de la frontera, la casa desde la que concierta entrevistas con un número limitado, pero selecto, de desertores del franquismo, la casa en la que recluta a muchos descontentos sin apellidos políticos, la casa en la que hace del PCE del interior el germen de una organización tan admirable como el PCE del exilio francés, la casa en la que cuenta con la ayuda de una asistente de físico nada insignificante que, después de un mes, como mucho un mes y medio, deja de aparentar que es su pareja, para empezar a serlo de verdad.

Esa es la casa del espejismo, de la alucinación de Jesús Monzón. Aquí, tan cerca de la Puerta del Sol, tan lejos de Moscú, de Buenos Aires, de La Habana, y con Toulouse a la distancia de un chasquido de sus dedos, mientras todo va mejor de lo que se habría atrevido a esperar y algunos dirigentes históricos de la derecha española le tratan de usted, Monzón se emborracha de poder, se cree inmortal, invencible, omnipotente, y empieza a equivocarse.

O quizás no, quizás no se equivoca. Quizás conserva intacta su capacidad de análisis, porque sus cálculos fallan, sí, pero por pocas décimas. En el verano de 1944, sus hombres, porque son suyos, porque él los ha formado, los ha organizado, los ha dirigido, porque le obedecen a él, al único dirigente que se había estado jugando la vida igual que ellos, y no a los que han estado de vacaciones en Moscú, en Buenos Aires o en La Habana, liberan el sur de Francia. Entonces, el hombre de Ciudad Lineal comprende que Jesús Monzón Reparaz, él mismo, aquel dirigente de tercera, el navarro oscuro y despreciable con quien nadie quiso contar en 1939, a quien nadie ofreció un puesto en ningún avión ni encomendó misión alguna, tiene, además del poder en Francia y en España, un ejército propio, veinticinco mil, treinta mil hombres bien armados, perfectamente adiestrados, disciplinados y victoriosos, que han derrotado a los nazis y sólo esperan una orden suya para cruzar la frontera.

—Ríete de mí ahora, Dolores —murmuraría Jesús Monzón en su confortable casa de Madrid, tan lejos de la Plaza Roja, tan cerca de la Puerta del Sol—. Ríete ahora, anda, y ya veremos quién se ríe el último…

La última en reírse es ella, pero por un pelo. Por un pelo, Franco sigue viviendo en el Pardo durante treinta y un años más. Por un pelo, la cara de Jesús Monzón no se repite en millones de sellos de correos y de billetes de banco. Por un pelo, el paseo de la Castellana, en Madrid, no se llama ahora avenida de Jesús Monzón. Por un pelo, aquel hombre a quien ya nadie recuerda, no se convierte en el héroe, en el salvador, en el padre de la Patria.

Porque cuando comienza el otoño de 1944, Jesús Monzón Reparaz ordena, desde su madrileña casa de Ciudad Lineal, que el ejército de la Unión Nacional Española, su propio ejército, cruce los Pirineos.

Radio España Independiente, la emisora de radio clandestina del PCE, conocida popularmente como «la Pirenaica», anuncia en sus noticiarios que la operación «Reconquista de España» se ha puesto en marcha.

Y el 19 de octubre de 1944, jueves, el ejército de la Unión Nacional Española pasa en efecto la frontera para invadir el valle de Arán.

I. Aquí, Radio España Independiente…

Harina, la que admita.

Cuando entré en la cocina, me encontré los mármoles relucientes, el suelo recién fregado y ningún cacharro a la vista. Todavía no eran las ocho de la mañana, pero la cocinera y su ayudante se habían marchado ya.

Respiré hondo, apoyé las manos en la tabla de amasar y cerré los ojos. Mi corazón latía a un ritmo descompensado, frenético, como el mecanismo de un juguete de cuerda a punto de romperse, de saltar alegremente por los aires en una cascada de muelles y tornillos diminutos para no volver a funcionar nunca más, pero mi cuerpo, mi rostro, mis manos mantenían el control, una apariencia de normalidad que me resultaba imprescindible aunque no hubiera nadie cerca para mirarme. Tardé unos segundos en percibir los olores propios de una cocina recogida, lejía y jabón, humedad y limpieza, un aroma humilde, doméstico, que me serenó como si pudiera acariciarme con sus dedos.

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