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Authors: Jesús Carrasco

Tags: #Relato

Intemperie (19 page)

El niño volvió al pozo con un cajón de madera en la mano y, cuando llegó, se agachó junto al cabrero.

—Ya está todo listo. Podemos irnos.

—¿Están los cuerpos a salvo?

El muchacho miró hacia la posada, cuya cal reflejaba los tonos rojizos del sol naciente.

—Supongo que sí.

—El infierno ya tiene sus puertas abiertas para ellos.

—Sí.

Le puso al viejo el sombrero de paja y tiró de él hasta levantarlo. Apenas tenía fuerzas para mantenerse erguido. Los pantalones repentinamente fofos. La chaqueta harapienta sobre el cuerpo fustigado. Hasta ese momento, el chico no se había dado cuenta de lo delgado que estaba el anciano. Le ayudó a sentarse sobre el brocal, le colocó el cajón bajo los pies y, tirando de sus brazos, logró que el pastor se quedara subido a la madera. Luego acercó el burro y lo puso de costado frente al cabrero. Desde su pedestal, al viejo las aguaderas le quedaban a la altura del estómago. El muchacho le ayudó a tumbarse de boca sobre la carga. Tirando de brazos y piernas, logró que finalmente el viejo quedara sentado sobre el lomo con las piernas encajadas entre los serones repletos.

El muchacho volvió a la posada por última vez. La luz en la calle ya era clara, pero todavía faltaban varias horas para que el sol penetrara en la estancia. Agarró la antorcha de estopa y recorrió la sala con la mirada, pero apenas pudo distinguir nada. Aspiró el aire rancio del interior y por primera vez identificó el olor en el que habitan los ratones. Un aroma prensado mezcla de madera raída, granos de maíz a medio comer y excrementos como fideos de chocolate. También olió el cuerpo del tullido, que ya se cocía por dentro, y el resto de los aromas curados que persistían en el ambiente a pesar del expolio. Agarró la aldaba y tiró de la puerta con fuerza para encajarla en el marco, pero la hoja no se cerró. Insistió varias veces sin resultado. En el suelo, la mano del ayudante sobresalía hacia la calle. Empujó la mano con la punta de la bota y volvió a tirar de la puerta hasta que notó cómo el pestillo entraba en su muesca. Miró hacia el pozo y vio al pastor subido al burro, con la cabeza caída y las manos cruzadas sobre la carga como un cautivo.

Se sacó el mechero del bolsillo de la camisa y lo encendió. La luz azulada le iluminó la cara sucia. Si hubiera podido vérsela en un espejo, se habría echado a llorar. Acercó la llama a las hebras de estopa que escapaban del atado de la tea y sopló hasta que prendió. Llevó la cabeza de la antorcha hacia el suelo y fue girando el mango lentamente hasta que toda la arpillera estuvo inflamada. Abrió una contraventana y arrojó el palo sobre la caótica pira y se quedó mirando. Al principio, no sucedió nada, y por un momento temió que el fuego no pasara al montón y que la antorcha terminara apagándose. Luego, pasados un par de minutos, la anea seca del asiento acogió la llama y el resto vino solo. Dejó la contraventana medio abierta para que el fuego tuviera alimento y se reunió con el pastor y los animales. Agarró al asno por el ronzal y salieron del pueblo por el norte, rumbo a los montes, cuando ya había amanecido por completo.

11

No fue hasta bien entrada la mañana, lejos ya del pueblo y la humareda, cuando se dio cuenta de que el cabrero estaba muerto. Había decidido parar a descansar en una arboleda separada del camino porque, dada la noche que habían pasado, le pareció prudente guarecerse del sol y de la gente, y tratar de dormir un poco. Supuso que al cabrero no le parecería mal porque aquélla había sido la forma en la que el viejo había dirigido las jornadas: moverse durante la noche y desaparecer durante el día.

Por primera vez desde que se conocían, no había sido el viejo quien había ordenado la parada y, tomando aquella decisión, sintió que era él quien estaba al mando y que el viejo agradecería un poco de colaboración en ese sentido.

Durante la marcha se había vuelto en varias ocasiones para comprobar que las cabras y el viejo seguían bien. En algún momento, el cuerpo del hombre se desequilibró y lo encontró apoyado entre los cuellos de las garrafas que sobresalían de las aguaderas. Supuso que se había quedado dormido y no le sorprendió que un hombre de su edad pudiera hacerlo en una posición tan incómoda porque era mucho el cansancio que acumulaban sus huesos.

Abandonaron el camino y cruzaron campo a través por un terreno seco y pedregoso. Reparó en las huellas que dejaban y sintió el impulso de borrarlas pero, aunque pudiera difuminar con ramas las marcas del burro, no estaba dispuesto a recoger las cagadas de las cabras. Pensó en la noche anterior, en el cráneo aplastado del ayudante y en la cabeza volatilizada del alguacil por arte de la pólvora, el plomo y el cabrero. También en todos los días que llevaban de marcha, en las noches sin dormir, en el hambre y en los atracones y, cerca ya de su destino, notó cómo los párpados le temblaban, y en ese instante todo le dio igual. Podría haberse quedado parado allí mismo, en medio del llano, y dormirse de rodillas, pero estaban tan cerca de la arboleda que hizo un último esfuerzo.

El pinar era pequeño, aunque lo suficientemente profundo como para poder adentrarse en él y no ser vistos desde el camino. Por supuesto, si alguien quería encontrarlos, no tardaría en dar con ellos, pero incluso eso era algo que en ese momento no le importaba. Rápidamente, reunió algunas ramas y construyó un redil entre varios arbustos. Con la ayuda del perro, guardó las cabras y volvió para bajar al pastor y descargar al burro.

—Vamos a descansar aquí, si no le parece mal.

El viejo no se inmutó. El chico se acercó al asno y coló su mirada por debajo del ala del sombrero del cabrero. Tenía los ojos cerrados y pensó que así quería estar él. Desenganchó las piernas del pastor, aprisionadas entre los serones y los costillares del burro. Metió el hombro contra su cintura y tiró hacia sí de la espalda del viejo para intentar descabalgarlo. El peso del cabrero se le vino encima y ambos cayeron sobre la pinocha crujiente.

El cuerpo del anciano sobre él apestaba tanto como el suyo. No comprendía qué hacía allí debajo y, si no hubiera sido por el hedor, allí mismo se hubiera quedado. Empujó al cabrero y su cuerpo giró sobre el suelo como una puerta. Se quedó tendido junto al cadáver del viejo como si se hubiese quitado de encima una manta en una mañana calurosa. El agotamiento lo unía a la tierra. Respiraba mirando a la copa de los pinos. Los millones de agujas peinaban la luz amarilla y tamizaban un cielo que no admitía ser mirado directamente. La brisa hacía chocar las acículas, llenando el aire de un sonido balsámico. No necesitó zarandear la cara del cabrero o abrirle los párpados. Sabía que estaba muerto y que eso era todo. No tenía fuerzas, ni ganas de pensar en lo sucedido ni en lo que estaba por venir, porque su cuerpo infantil estaba extenuado. Movió el culo y los hombros para acomodar su cuerpo al colchón de pinocha. Luego, sin pretenderlo, unió su brazo al del viejo y se entregó al sueño como quien deja que el viento airee su cara frente al mar.

Le despertó el perro hincando el hocico bajo sus riñones. Abrió los ojos y palpó la cabeza del animal, que al instante se relajó y la posó contra el suelo para dejarse hacer. Las copas de los pinos seguían en su sitio, pero ya no filtraban la luz poderosa del mediodía, sino que atenuaban el naranja polvoriento del atardecer. Notó el brazo del viejo contra el suyo y, sin mirarlo, se incorporó y se quedó sentado como una escuadra. Sintió que le dolía el estómago. Se echó mano a la espalda y se palpó un punto doloroso. Se dio la vuelta, se puso de rodillas y escarbó entre las acículas hasta encontrar una piña compacta y picuda. La miró sin dejar de tocarse la espalda y la lanzó más allá de las cabras. No sabía cuánto tiempo había dormido. El burro permanecía todavía de pie, cargado con todos los víveres y los utensilios. Fue hacia él y pegó su cara al carrillo del animal mientras le acariciaba la mandíbula. Luego vació las aguaderas, le quitó el bozo y le puso agua en un cazo que había cogido de la posada.

Fue hasta el borde del pinar para divisar el camino con el estómago punzándole. La luz a campo abierto era mayor y, desde donde estaba, pudo inspeccionar un trecho largo de vereda. No encontró signos de vida en ninguna dirección y regresó adonde estaba el viejo. Pensó que el dolor que sentía en la tripa bien podría deberse al agua podrida que estaban bebiendo y, que si no había aparecido antes, era porque su cuerpo no había dispuesto de un solo minuto de calma. Sintió sed pero, en lugar de beber, decidió que, a partir de ese momento, cocería el agua primero. Observó al burro con el hocico metido en el cazo hasta los ollares, y sus ojos fueron del cazo al animal y luego a las cabras. Miró a su alrededor como si quisiera encontrar algo en el aire que le rodeaba. Un poco de brisa que aventara una fogata o un manantial volador que vertiera agua fresca desde la nada a su boca de cuero repujado. Palpó el mechero del alguacil en su bolsillo y así fue como decidió no encender la fogata para purificar el agua.

Deambuló por el lugar sin ton ni son, evitando deliberadamente mirar al viejo. Repasó los víveres, comprobó la solidez de la sartén y olió el aceite. Soltó a las cabras para que se movieran un poco y vio cómo el perro se activaba para controlarlas. Acarició al burro, volvió al borde del bosque y se sentó en un tronco caído. Después de un rato recordó que tenía sed y regresó al campamento.

Eligió a la cabra con las ubres más llenas, se puso tras ella y las amasó con una mano hasta que le extrajo las primeras gotas. Colocó el cazo debajo y ordeñó al animal hasta que el fondo del recipiente le sonó lo suficientemente lleno. Le dio una palmada a la cabra para que se fuera y levantó el cazo para beber la poca leche que le había sacado al animal.

Permaneció quieto durante un rato. Dejó el recipiente en el suelo y fue adonde estaba el pastor. Por primera vez desde que había muerto, se atrevió a mirar el cadáver. Estaba tendido sobre el suelo, con el rostro relajado. Parecía como si hubiera perdido algunas de sus arrugas. El sombrero estaba a medio metro del cuerpo, tal y como había rodado desde su cabeza al caer del burro. Tenía los dedos cerrados, casi formando dos puños. La chaqueta, sucia y abierta, con las marcas de la paliza asomando por los costados. Podría estar dormido, pero lo cierto es que ya debía de estar pudriéndose por dentro. Las cabras hacían sonar sus cencerros a su espalda y el niño se dejó caer y comenzó a llorar junto al cuerpo quieto.

Todavía era de noche cuando le despertaron las hormigas. Le recorrían el dorso de la mano que le hacía de almohada y le subían por la cara. Se puso de rodillas y se las sacudió rápidamente. Apenas se veía a un par de metros. Palpó el cadáver del viejo a su lado y notó su frialdad. Escarbó con las manos en la pinocha hasta que dio con la tierra y entonces abrió un claro mayor. En el centro amontonó unas pocas agujas secas y con el mechero encendió una fogata minúscula. La pequeña luz bailarina le resultó suficiente para ver cómo los bichos recorrían la cara y el pecho del pastor. Alcanzó una pequeña rama de pino y la usó como escoba para limpiar de insectos el cuerpo. Fue a los serones en busca de la sartén del tullido y se colocó a los pies del cabrero. Con el mango de la sartén trazó unas líneas en el suelo que salían de la coronilla y de los talones y se prolongaban hacia la izquierda del viejo. Luego midió con las manos la anchura de los hombros y transportó la medida al lugar en el que iba a excavar.

Al principio, avanzó con rapidez. Despejó de acículas una franja de suelo al lado del cuerpo y, con la ayuda de la sartén, retiró las primeras capas de arena suelta. A un palmo de profundidad, empezó a encontrar raíces que cruzaban la tierra en todas direcciones, formando un tejido subterráneo en el que la sartén se trababa todo el tiempo.

Al amanecer había excavado un hoyo de un par de cuartas de profundidad que no servía ni para cubrir la nariz del viejo. A media mañana paró a reponer fuerzas y, desde dentro del agujero, comprobó que la superficie del suelo le llegaba a la altura de las rodillas. Podría meterlo ya, pero los perros no tardarían en sacarlo de allí. Decidió continuar hasta que, por la tarde, se vio hundido en el hoyo hasta la cintura.

Como en todas las jornadas previas, las horas transcurrieron entre la vigilia y el trabajo. El cansancio como una segunda piel. Tan sólo sucedió algo que le distrajo. Al mediodía, el perro se levantó de donde descansaba para olisquear el aire en dirección al camino. El chico lo calmó y lo llevó sujeto hasta el borde del bosque. Unos arrieros pasaban en dirección norte. En total, tres hombres y diez o doce mulos cargados. El chico pensó que la caravana no había tenido más remedio que pasar por la aldea y, en consecuencia, debían de estar al tanto de que la posada se había incendiado. También habrían visto la moto del alguacil a la entrada del pueblo y, seguramente, habrían curioseado en el interior de la fonda y descubierto los cuerpos carbonizados.

Empujó el cadáver al hoyo y, en la caída, se dio la vuelta y quedó boca abajo. El chico lo miró y meneó la cabeza con fastidio. La fosa era tan justa que tardó más de media hora en ponerlo hacia arriba. Luego le dedicó una última mirada y le tapó la cara con el trozo de gualdrapa que quedaba. Llenó la sepultura de tierra hasta que la dejó enrasada con el suelo. Repartió la tierra sobrante por los alrededores y lo cubrió todo con pinocha. Pensó que, en un par de horas, la mancha de humedad de las acículas revueltas se habría evaporado y la tumba sería invisible a simple vista. Permaneció de pie, mirando el lugar bajo el que yacía el cabrero, y después se alejó unos pasos. Volvió con dos palitos de no más de una cuarta y los colocó en el suelo, uno encima de otro, formando una cruz. La contempló y no logró entender lo que significaban aquellos dos trozos de madera en ese lugar remoto y sombrío. Empezó a rezar un padre nuestro, pero a la mitad comenzó a murmurar hasta que la oración se embarró en sus labios y la dio por terminada. Le hubiera gustado conocer el nombre del viejo.

Pasó el resto de la tarde descansando. Comió a su antojo y bebió tanta leche como les pudo sacar a las cabras. Dormitó sobre los serones y, antes de que se hiciera de noche por completo, cargó el burro, deshizo el redil y reemprendieron la marcha. Anduvieron bajo la luna por los caminos llanos y vacíos que conducían al norte. La Estrella Polar servía como guía. A veces se desviaban del rumbo pero, tarde o temprano, siempre encontraban un sendero que les volvía a dirigir hacia su destino.

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