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Authors: John Gribbin

Tags: #Ciencia, Ensayo

Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi) (40 page)

Todo este reciclaje de materia enriquece el medio interestelar y suministra materia prima para estrellas como el Sol, planetas como la Tierra, y gente como nosotros. No existiríamos si no hubieran existido generaciones previas de estrellas que estuvieron activas de este modo. La materia prima de la cual se formaron las primeras estrellas (hace al menos diez mil millones de años) contenía únicamente un 75 por 100 de hidrógeno, un 25 por 100 de helio y tan sólo algunos vestigios del siguiente elemento ligero, el litio, producido en el Big Bang, en el cual nació el universo (véase el capítulo 11). El Sol nació hace sólo cinco mil millones de años, de una nube de materia que ya estaba tan enriquecida que casi un átomo de cada mil era de un elemento más pesado que el litio.

Las estrellas más antiguas de nuestra galaxia tienen, por ejemplo, unas cantidades de hierro que son solamente una cienmilésima de la cantidad de hierro que posee el Sol. Sin embargo, todavía quedan posibilidades de mejorar nuestros conocimientos sobre las estrellas, ya que nadie ha encontrado aún una que no contenga elementos más pesados que el litio. Las primeras estrellas pioneras en las que se procesaron elementos pesados por primera vez parecen haber desaparecido de la escena hace mucho tiempo y no podemos saber con seguridad qué fue lo que puso en marcha el funcionamiento de todo el proceso estelar. La mejor hipótesis es que, cuando el universo era joven, se formaron unas superestrellas de masa muy grande que, en consecuencia, atravesaron sus ciclos vitales muy rápido y sembraron las nubes de las que se formó la Vía Láctea con elementos pesados en cantidad suficiente como para poner en marcha los procesos que hemos descrito en este capítulo.

Esto nos lleva al universo a gran escala, más allá de la Vía Láctea y retrocediendo en el tiempo hacia el nacimiento del universo. Nuestra historia está ya casi completa; sin embargo, el final resulta ser el comienzo, y lo grande y lo pequeño resultan estar inextricablemente ligados, como Ouroberos, la serpiente que se muerde su propia cola.

Lo grande y lo pequeño

Hasta la década de 1920 no comenzó la exploración del universo a gran escala, porque, hasta entonces, nadie sabía que había un universo a gran escala.' La imagen que se aceptaba dentro de la cosmología era que el sistema de la Vía Láctea constituía todo el universo y que, aunque algunas estrellas podían nacer y morir, el patrón general de esta galaxia era eterno e invariable. Algunos habían discrepado de esta idea; así, ya en 1755 Immanuel Kant había sugerido que algunas de las borrosas manchas de luz (conocidas como nebulosas) que se veían en el cielo con ayuda de telescopios podrían ser otros «universos islas» como la Vía Láctea; pero muy pocos tomaron esta idea en serio hasta bien entrado el siglo
XX
.

El primer paso hacia una comprensión de la relación existente entre la Vía Láctea y el universo a gran escala se dio cuando se cartografió por primera vez la Vía Láctea con cierto detalle, al final de la segunda década del siglo
XX
. El cartógrafo fue Harlow Shapley, un joven investigador del observatorio de Mount Wilson en California, donde tenía acceso a lo que era entonces el mejor telescopio astronómico del mundo, un nuevo reflector de 60 pulgadas de diámetro. Utilizando este instrumento, Shapley pudo analizar la luz de las cefeidas variables a través de la Vía Láctea y determinar así sus distancias. Las cifras reales a las que llegó resultan ser ligeramente excesivas, porque no tuvo en cuenta el modo en que el polvo que hay en el espacio oscurece la luz que proviene de estrellas distantes; sin embargo, fue Shapley quien mostró, en una serie de estudios publicados en 1918 y 1919, que el Sol y el sistema solar se encuentran lejos del centro de la Vía Láctea y no ocupan un lugar especial ni siquiera en nuestro universo isla.

Debido a que había sobrestimado el tamaño de la Vía Láctea, Shapley pensó que las nubes de Magallanes eran sistemas relativamente pequeños dentro de la Vía Láctea, y no sistemas estelares independientes. Esto le animó a pensar que todas las nebulosas sembradas de estrellas
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eran sistemas satélites, enormes enjambres de estrellas que se movían en órbitas en torno a la Vía Láctea.

No obstante, otros astrónomos discreparon. A medida que se descubrieron y estudiaron más nebulosas de éstas, usando nuevos telescopios como el de 60 pulgadas, y dado que se observó que muchas de ellas tenían un aspecto aplanado, con forma de disco y una estructura en espiral, ganó fuerza el argumento de que debían ser sistemas como la Vía Láctea, situados a distancias muy grandes. En 1920, todo esto desembocó en un debate formal, organizado en Washington por la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, entre Shapley (que argumentaba que las nebulosas eran satélites de la Vía Láctea) y Herber Curtis, del observatorio Lick, quien argumentaba que las nebulosas espirales eran cada una de ellas un gran sistema estelar ampliamente similar a nuestra Vía Láctea. El debate resultó poco convincente, pero marcó un punto de inflexión en la cosmología, ya que marcó el momento en que llegó a ser respetable la idea de que existen galaxias más allá de la Vía Láctea. En diez años, sería demostrada la certeza de la postura defendida por Curtis, con ayuda del último de los grandes telescopios de Mount Wilson, el reflector de 100 pulgadas.

La prueba llegó con los trabajos realizados por Edwin Hubble, que pensó que el nuevo telescopio era lo bastante potente como para poder captar cefeidas variables en algunas de las nebulosas más cercanas, a las que llamaremos a partir de ahora galaxias. Con el fin de medir cómo se hace más brillante y cómo oscurece una cefeida, se necesita, desde luego, realizar una serie de fotografías durante un período de tiempo. Así pues, para obtener al menos una fotografía de la calidad requerida, Hubble tuvo que pasar horas ajustando el objetivo a las vistas del telescopio mientras la placa fotográfica estaba expuesta. Le llevó más de dos años (1923 y 1924) obtener cincuenta fotografías de calidad aceptable de una mancha borrosa de luz que se veía en el cielo (y que ahora se sabe que era una galaxia irregular); pero el esfuerzo valió la pena. La técnica de las cefeidas mostró que esta mancha borrosa estaba siete veces más lejos de nosotros que la Nube Pequeña de Magallanes y no podía ser un satélite de la Vía Láctea. Casi al mismo tiempo, Hubble fotografió cefeidas de la gran nebulosa situada en la constelación de Andrómeda, obteniendo una distancia de poco menos de un millón de años luz (esta estimación se ha corregido posteriormente, cuando nuestros conocimientos sobre las cefeidas han aumentado, incrementando la cifra hasta más de dos millones de años luz). Se demostró que la «nebulosa» Andrómeda es una galaxia espiral muy similar a nuestra Vía Láctea.

Al principio, no eran patentes todas las asombrosas consecuencias de estos descubrimientos. Aunque quedó claro que la Vía Láctea no es más que una galaxia entre muchas otras, dado que la escala de distancias a las cefeidas se había calibrado de manera incorrecta, todas las demás galaxias parecían estar bastante cerca, y en consecuencia se pensó que eran bastante más pequeñas que lo que los cálculos modernos sugerirían después. Hasta los años cincuenta, pareen este capítulo sólo se habla de nebulosas externas que son sistemas de estrellas situados en el exterior de la Vía Láctea.

cía que la Vía Láctea era un gigante entre las galaxias —posiblemente la mayor de todas ellas— a pesar de que hay muchas otras. Pero las sucesivas mejoras en las mediciones de las distancias han dejado claro que las otras galaxias están más lejos y son más grandes de lo que se creía. Esto ha reducido la importancia que creíamos tener en el universo.

Un estudio en el que participé en 1997, utilizando observaciones de cefeidas en muchas galaxias cercanas, que habían sido realizadas mediante el telescopio espacial Hubble, reveló que, desde luego, nuestra Vía Láctea es una espiral de tamaño mediano, comparada con todas las espirales que se encuentran lo bastante cerca como para haber medido sus distancias mediante la técnica de las cefeidas. En todo caso, nuestra galaxia es ligeramente menor que una galaxia de tamaño medio del mismo tipo. Se calcula también que, en principio, al menos cien mil millones de galaxias son visibles mediante el telescopio espacial Hubble, aunque sólo se han estudiado con todo detalle unos pocos miles. La Tierra recorre su órbita en tomo a una estrella corriente que no es más que una entre los varios cientos de miles de millones de estrellas que hay en la Vía Láctea, y esta galaxia es sólo un tipo medio de espiral entre los cien mil millones, o más, de galaxias que hay en el universo visible. Sin embargo, el descubrimiento más dramático de todos —realizado también por Hubble— es que el universo no es eterno ni inmutable. Al contrario, cambia y evoluciona a medida que pasa el tiempo.

Para un cosmólogo, incluso una galaxia como la Vía Láctea, que contiene varios cientos de miles de millones de estrellas, no es más que una «partícula de prueba» cuyo comportamiento se puede utilizar como guía para llegar a saber cómo está cambiando el universo en conjunto. Hubble fue el primero en darse cuenta de que existen diferentes variedades de galaxias. Las galaxias en forma de disco, como nuestra propia Vía Láctea (aplanada por los efectos de la rotación), constituyen alrededor de un 30 por 100 de la población de galaxias del universo, mientras que el 60 por ciento de todas las galaxias tiene formas elípticas (son, tal como sugiere el nombre, una elipse tridimensional). Algunas de las galaxias elípticas son mucho menores que nuestra galaxia, pero otras son mucho más grandes —las galaxias más grandes del universo conocido son elípticas gigantes que contienen billones de estrellas—. Además de las espirales y las elípticas, el otro 10 por 100 está constituido por galaxias irregulares, es decir, montones de estrellas que no tienen una forma definida. Para los cosmólogos todo esto no es más que una serie de meros detalles; en efecto, el comportamiento de las galaxias que más interesa a los cosmólogos es el modo en que parecen moverse, que se pone de manifiesto mediante el famoso desplazamiento hacia el rojo de las rayas espectrales.

Antes de que Hubble entrara en escena los astrónomos observaron que la luz proveniente de muchas «nebulosas» mostraba un desplazamiento hacia el rojo. Esto se interpretó como un efecto Doppler, lo que significaba que estos objetos se estaban alejando de nosotros rápidamente a través del espacio, pero todo ello causó gran desconcierto a mediados de los años veinte, porque algunos de esos cuerpos se estaban moviendo a unas velocidades que en aquella época parecían extraordinarias: 600 kilómetros por segundo, o más.

La medición de los desplazamientos hacia el rojo resulta fácil, con tal de que la galaxia sea lo bastante brillante como para que su luz se pueda analizar espectroscópicamente. El gran adelanto de Hubble consistió, no en medir los desplazamientos hacia el rojo, sino en medir distancias, para luego aunar los desplazamientos hacia el rojo y las distancias. Las primeras mediciones de distancias a las galaxias que efectuó Hubble utilizando la técnica de las cefeidas sólo funcionaba para unas pocas galaxias cercanas, incluso con el telescopio de 100 pulgadas. Con el fin de calcular distancias a galaxias más remotas, tuvo que usar otros indicadores, tales como medir el brillo de las estrellas que estaban explotando en dichas galaxias. Es razonable suponer que todas las novas y supernovas alcanzan más o menos el mismo brillo, por lo que éste puede constituir una guía aproximada para el cálculo de las distancias. Sin embargo, este tipo de técnica sólo puede ser aproximada, razón por la cual todas las estimaciones sobre distancias a galaxias situadas más allá de la cercanía inmediata de la Vía Láctea comportaron distintas inexactitudes durante muchos años; en realidad, hasta la llegada del telescopio espacial Hubble al final de la década de los ochenta. No obstante, incluso con estas dificultades, hacia el final de los años veinte Hubble y su colega Milton Humason habían hallado las pruebas para el más profundo descubrimiento astronómico, quizás el más profundo descubrimiento realizado en el marco de la ciencia en general. El desplazamiento hacia el rojo de una galaxia es proporcional a la distancia a la que se encuentra de nosotros. Esto significa que su «velocidad de recesión» es proporcional a su distancia. El universo entero se está expandiendo, por lo que en el pasado ha tenido que encontrarse en un estado más compacto. Desde luego, ha debido tener un comienzo.

El descubrimiento de Hubble fue tan sorprendente (y, si somos sinceros, basado inicialmente en tan pocas mediciones de distancias a las galaxias) que podría haber tardado mucho tiempo en ser aceptado por sus colegas. Después de todo, ¿por qué tendría que estar expandiéndose el universo? Sin embargo, la respuesta a esta pregunta existe ya. En efecto, existe ya una teoría completa que describe el comportamiento del universo en expansión. Dicha teoría es la teoría general de la relatividad, que fue terminada por Albert Einstein en 1916 y se aplicó a la cosmología (lo hizo el propio Einstein) en 1917.

La teoría general de la relatividad es una teoría que habla de espacio y tiempo, que trata el tiempo como la cuarta dimensión de un continuo espacio-tiempo y describe las relaciones entre espacio, tiempo y materia en una serie de fórmulas. El modo de hacerse una idea de esta descripción del universo, sin esforzarse en pasar por las matemáticas, es imaginarnos que suprimimos dos de las cuatro dimensiones y visualizar el espacio-tiempo como si fuera una lámina de goma bidimensional estirada. El efecto de la presencia de un objeto en el espacio se puede representar imaginando una bola de jugar a los bolos que se coloca en la lámina estirada. La bola ocasionará una deformación haciendo que la lámina presente una abolladura. Si hay unos pequeños objetos que se mueven pasando junto al objeto pesado (canicas que ruedan por la lámina), éstos seguirán trayectorias curvas, debido a la abolladura causada por el objeto pesado. Esta curvatura de sus trayectorias es el proceso que corresponde a la fuerza que denominamos gravedad. En casos extremos, un objeto muy compacto y de gran masa ocasionará un agujero que atravesará la lámina estirada; éste sería un agujero negro, con un campo gravitatorio tan potente que nada, ni siquiera la luz, puede escapar de él.

La teoría de Einstein es uno de los mayores triunfos de la ciencia y ha sido comprobada de muchas maneras diferentes. Explica cómo la luz de estrellas distantes parece estar doblada cuando pasa por el borde del Sol (un efecto que es visible durante un eclipse solar, cuando la deslumbrante luz del propio Sol queda tapada por la Luna) y cómo los agujeros negros, con unas masas que son millones de veces mayores que la masa del Sol, tragan la materia mientras liberan energía gravitatoria, convirtiéndola en una radiación electromagnética que lanzan al universo desde los centros de algunas galaxias, formando los llamados quásares. En principio, la teoría general describe todo el espacio y todo el tiempo: el universo entero. Naturalmente, Einstein deseaba utilizarla para describir el universo matemáticamente, pero cuando intentó hacerlo, en 1917, se encontró con que las fórmulas no permitían la posibilidad de un universo estático e invariable. Según su magnífica nueva teoría, el espacio-tiempo podía estar expandiéndose, o podía estar contrayéndose, pero no podía permanecer sin variaciones.

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