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Authors: Alberto Vázquez-figueroa

Tags: #Drama, relato

La bella bestia (3 page)

Bruscamente se puso en pie y se encaminó al interior de la casa indicando a su acompañante que la siguiera al tiempo que especificaba:

—La
caló
aprieta, dentro estaremos mejor, y quiero enseñarle algo antes de comer.

El viejo caserón, de altos techos y gruesos muros, resultaba muy fresco y el amplio salón era lo que el editor esperaba encontrar en plena Judería cordobesa, con una gran chimenea coronada por la disecada cabeza de un toro de imponentes cuernos, infinidad de cuadros y fotografías enmarcadas en plata.

Doña Violeta Flores se apoderó de una de las fotos y se aproximó con ella a lo que parecía ser un pequeño pero auténtico Julio Romero de Torres que colgaba en una de las paredes y sobre el que la luz del exterior incidía directamente.

—Este es el cuadro al que me refería, y esta una foto de mi tía Azucena —aclaró—. Son tan iguales como puedan serlo dos capullos, y por aquí puede ver a todas las Azucenas, Amapolas, Lirios, Rosas o Margaritas… —Avanzó hacia otro cuadro bastante mediocre colgado junto al ventanal con el fin de añadir—: Y esta era mi madre, Paloma Anaya, que no desmerecía del resto e incluso se les parecía, porque podría decirse que mi padre, al igual que la mayoría de mis antepasados, eligió a su esposa con el fin de perpetuar un determinado canon de belleza típicamente andaluza. Sus amantes podían ser rubias, castañas o pelirrojas, pero las madres de sus hijos debían tener unas características muy concretas.

—¿Como si se tratara de caballos de raza criados exclusivamente en una determinada cuadra? —aventuró él.

—No hablemos de raza, porque sufrí en propia carne el fanatismo de los nazis; digamos que era cosa de «estética», aunque en lo que respecta a este cuadro debo admitir que la estética brilla por su ausencia, ya que el pintor era un seboso gordinflón amigote de mi padre que mejor hubiera hecho en dedicarse a pintar muros. Esa fotografía de su boda sí que le hace justicia —dijo señalando la que se encontraba sobre un piano—. Puede que nadie la considerara la más lista del toreo, pero era una excelente persona y una madre maravillosa. ¿Por dónde iba?

—Creo que algo referido a gritos y jadeos… —le recordó su invitado.

—¡Cierto! Tantos eran, sobre todo a la hora de la siesta, que yo optaba por coger la bicicleta y alejarme. Una de esas tardes que me había adentrado por un sendero del bosque muy poco transitado, escuché música y cuando me aproximé descubrí que surgía de lo que parecía un cobertizo que se alzaba justo a la orilla del lago en una zona casi deshabitada. —Dudó unos segundos antes de puntualizar—: Eran apenas tres paredes y un techo de madera que utilizaban los pescadores para protegerse de la lluvia, y sonaba una de esas óperas que duran horas y en las que parece que el mundo se está viniendo abajo. Surgía de un pequeño gramófono mientras una muchacha cantaba a voz en cuello y, pese a que no entendía bien el alemán y no sé una palabra sobre música wagneriana, graznaba de tal modo que comprendí la razón por la que había elegido un lugar tan solitario: hasta los patos se mantenían a prudente distancia.

—La verdad es que a menudo me sorprende su sentido del humor… —le hizo notar él, y era cierto, puesto que las expresiones de la anciana resultaban muy poco habituales en una mujer de su edad y su posición social.

—El sexto sentido, del que tanto se habla y nadie ha conseguido demostrar en qué consiste exactamente, es el del humor —replicó ella con una de sus habituales sonrisas—. Mi marido era un maestro del humor negro, y el día que el médico le anunció que le quedaba un mes de vida, comentó: «Pues sí que es mala pata, porque estamos en febrero, que es más corto». Pero, como comprenderá, no le he pedido que venga para hablar de él porque la felicidad no tiene historia; estamos hablando de una muchacha sin el menor futuro como
prima donna
que pareció presentir mi presencia, puesto que se volvió con el fin de dirigirme una mirada de reproche. Era preciosa y nos observamos, la una de corta melena rubia, piel muy clara y ojos azules, de pura raza aria, y la otra de larga melena azabache, piel oscura y ojos negros, casi como el positivo y el negativo de una fotografía. Por unos instantes tuve la sensación de que me iba a gritar: «¡Lárgate de aquí, maldita zíngara!», pero de improviso su expresión cambió al inquirir:

—No lo hago bien, ¿verdad?

Mi silencio, pero supongo que sobre todo mi expresión, debieron de bastar como respuesta, aunque estoy segura de que la conocía de antemano, por lo que se limitó a lanzar una especie de suspiro de resignación antes de preguntar de nuevo:

—¿Sabes cantar…?

Le respondí que no, pero me aproximé con el fin de mostrarle las castañuelas que siempre llevaba conmigo, las observó desconcertada y las rozó para convencerse de que estaban hechas de madera. Al poco me las ajusté, comencé a tocar y continué haciéndolo hasta que de improviso le dio una patada al gramófono, que cayó al agua y se hundió como un plomo. Me dirigió una nueva mirada, no sabría decir si de envidia, furia o impotencia, y dando media vuelta se alejó sin pronunciar palabra.

Capítulo 2

—En la granja había caballos percherones, grandes, fuertes y mansos, pero mi madre, influenciada por la trágica muerte de la hija de los protagonistas de
Lo que el viento se llevó,
que por aquellos tiempos era el libro de moda y creo que fue uno de los pocos que leyó en su vida, me prohibía montarlos si me alejaba de la casa, y debido a ello en mis andanzas solía utilizar la bicicleta. No obstante, cada atardecer, y sin duda con el fin de resarcirse de los «esfuerzos de la siesta», ella y Alex se iban a dar un paseo en aquella especie de mastodontes de los que cabría imaginar que contaban hasta tres antes de decidirse a avanzar una pata. En ocasiones se les hacía de noche por el camino, por lo que Alex regresaba hambriento y renegando de bestias que no se inmutaban ni aunque les introdujeran una guindilla en el trasero…

El almuerzo, «sin nada de ajo», resultaba exquisito, la presentación perfecta, los vinos apropiados a cada uno de los platos y la dueña de la casa parecía disfrutar con esos detalles, evidenciando que era una mujer decidida a aprovechar cada instante que le quedara de vida, por lo que quien se sentaba frente a ella no podía evitar preguntarse por qué extraña razón existían tan enormes diferencias entre los seres humanos.

Cuando apenas había cumplido cuarenta años, la antaño vivaracha y seductora Mercedes Arriaga se había convertido en una mujer aburrida, descuidada, ausente y malhumorada, que respondía groseramente o montaba en cólera en cuanto le llevaban la contraria. Escritora mediocre y aspirante a intelectual con poca quilla y excesiva «obra muerta», había navegado por el mar de las letras dando bandazos a causa del escaso calado de su capacidad narrativa, hasta el momento en que consideró que atracar en el seguro puerto de quien estaba considerado el editor más brillante de su época la catapultaría al éxito en un abrir y cerrar de ojos.

Pero compartir cama no garantizaba un trasvase de talento y al contar con el punto de referencia de un compañero de viaje tan brillante, la vaciedad de Mercedes Arriaga resultó mucho más evidente, y en lugar de aceptarlo optó por el camino fácil de considerarse una «escritora maldita», buscando, como tantos otros, inspiración en el alcohol: tal como solía ocurrir, el alcohol la convirtió en «maldita», pero no en escritora.

Debido a ello, a los cuarenta y cinco años se había convertido en un desecho humano que emborronaba cuartillas o dormía la mona en cualquier rincón de cualquier taberna, por lo que en aquellos momentos a su marido le asombraba advertir que, con el doble de edad, aquella endiablada anciana hablaba, bebía y comía con la alegría y la vitalidad de una quinceañera.

Había probado el rodaballo dejando los ojos en blanco y agitando la mano en un mudo gesto que venía a indicar que lo encontraba delicioso, le había pedido a la muchacha que felicitara a Fuensanta, se había echado al coleto su cuarta copa de vino blanco, y al fin se había decidido a continuar con su relato:

—Una tarde la muchacha del lago se presentó en casa con una caja de pastelitos que ella misma había preparado y me rogó que le enseñara a manejar las castañuelas, aunque las orejas no le servían ni para llevar pendientes y los dedos ni para lucir anillos. Tenía menos arte que un sevillano
saborío,
y es cosa sabida que los sevillanos suelen ser simpáticos, pero cuando un patoso sale «malaje», no hay Dios que lo aguante.

Pese a que empezaba a habituarse a su forma de hablar, el circunspecto Mauro Balaguer se sorprendió de nuevo por un desinhibido lenguaje impropio del ambiente que los rodeaba, lo que le vino a confirmar que a doña Violeta Flores Anaya le importaba un bledo lo que opinaran los extraños.

—Por fortuna —continuó en el mismo tono la cordobesa—, aceptó que no estaba dotada para la música, cosa que debía saber hacía tiempo, pero le fascinaba verme repiquetear, mover los brazos y bailar pese a que lo que tocaba careciera de ritmo, cadencia o melodía. Si Lucero Tena me hubiera visto, me hubiera pateado el culo y con razón.

En algunos momentos, y aquel fue sin duda uno de ellos, su oponente se sentía desarbolado, impotente y confuso, dudando entre el interés que empezaba a experimentar por el relato y el temor a que no acabara de cuajar debido a que en ocasiones su anfitriona se comportaba de una forma casi disparatada, con lo que el hecho de retrasar su viaje tan solo habría servido para disfrutar de un pantagruélico almuerzo y tal vez reírse un rato.

A la dueña de la casa pareció bastarle su severa mirada de duda y reconvención para comprender lo que le pasaba por la mente, por lo que con un casi inapreciable gesto indicó a la muchacha que en esos momentos regresaba a la cocina.

—No se impaciente —suplicó—. Mi relación con «La bella bestia» fue demasiado cruda como para hablar de ella pendiente de las entradas o salidas de Rocío. Lo que de momento puedo decirle es que en Alemania las cosas estaban poniéndose cada vez más difíciles para los judíos, y pese a que yo aún no conseguía entender todo lo que Hitler ladraba en sus furibundos discursos, empezaba a sentirme aterrorizada. Las masas le jaleaban enloquecidas y aquel inhumano clamor que se elevaba como el rugido de un monstruo que surgiera de las entrañas del infierno era lo que me ponía el corazón en un puño presintiendo que algo terrible estaba a punto de ocurrir. Durante mis paseos por el bosque empecé a distinguir figuras que se ocultaban en la maleza, y una tarde en que comenzó a nevar y busqué refugio en el cobertizo de la orilla del lago lo encontré ocupado por una mujer y dos chiquillos hambrientos. Rompieron a llorar suponiendo que iba a denunciarlos, por lo que lo único que se me ocurrió para tranquilizarlos fue señalarme y murmurar: «zíngara», que a mi modo de ver era la mejor forma de hacerles comprender que estaba de su parte. —Lanzó un reniego antes de casi escupir—: ¿Cómo coño podían existir hijos de puta que persiguieran a aquellas pobres criaturas?

Dejó a un lado el plato, como si aquel recuerdo le hubiese quitado de improviso el apetito, y ante la mirada de reconvención de Rocío, que en esos momentos regresaba de la cocina y que evidentemente desaprobaba que se expresara de forma tan soez, exclamó:

—No te escandalices, querida; tú no estabas allí para verlo. Aquellos infelices venían de Berlín y pretendían llegar a casa de unos parientes en Holanda, que se encontraba a casi cuatrocientos kilómetros de distancia. —Lanzó un bufido que ejercía a modo de válvula de escape de su excesiva presión interior, y ya más tranquila añadió—: Aunque lo consideré una empresa imposible, les llevé comida y ropa de abrigo… —Sonrió como si se burlara de sí misma al puntualizar—: Y no les llevé los percherones imaginando que, a su paso, habrían llegado a su destino cuando los niños estuvieran en edad de casarse.

Aquella continua amalgama de rabia, impotencia o amargura entremezclada con el más absoluto desenfado tenía la virtud de irritar al editor, que sin embargo se vio obligado a aceptar que si aquella era la peculiar forma de comportarse de tan subversiva criatura, lo mejor que podía hacer era permitir que continuara expresándose del mismo modo.

Si cuando hubiera finalizado el relato «a su manera» llegaba a la conclusión de que valía la pena publicarlo, ya se ocuparía de buscar a quien supiera darle una estructura coherente. Conocía a un par de escritores de escasa imaginación, pero reconocido «oficio», que aceptarían trabajar con material ajeno si lo que se contaba tenía un verdadero peso específico.

Por desgracia, editar buenos libros exigía como contrapartida recurrir a trucos baratos, por lo que en ocasiones se había visto obligado a acudir a ellos con el fin de que ejercieran como «negros» de políticos, artistas o personajes de las finanzas incapaces de escribir una sola frase bien hilvanada, pero cuyas supuestas «memorias» conseguían que las cuentas de la editorial no acabaran en rojo a fin de año.

—Éramos pocos y parió la abuela —espetó de improviso doña Violeta con su desparpajo habitual—. Y no es que pariera ninguna abuela imaginaria, sino que un buen día mi madre me anunció que tanto jadear y tanto grito habían acarreado como lógica consecuencia que dentro de unos meses me vería obligada a cuidar de un hermanito. ¿Qué le parece? —inquirió como si a ella misma le costara trabajo aceptar semejante disparate—. Vivíamos sobre un volcán y a mi santa madre no se le ocurría otra cosa que traer una criatura al mundo. Al pobre Alex, que la adoraba y al que le hacía muchísima ilusión la idea de tener un hijo, no le llegaba la camisa al cuerpo, con lo que una noche pronunció la frase más larga que dijo nunca y que me dejó anonadada: «El inteligente admite sus errores, el mediocre intenta ignorarlos y el miserable culpa a otros», luego acarició dulcemente la mano de mi madre al añadir: «Me gustaría achacar al malnacido de Adolf Hitler todo lo malo que nos está ocurriendo, pero él no te conoce y gran parte de cuanto nos suceda se debe a que te conocí, aunque el hecho de conocerte es lo mejor que me ha ocurrido nunca».

—Una preciosa declaración de amor —señaló su invitado a modo de obligación, pero íntimamente convencido de que se trataba de un galimatías imposible de ser utilizado ni por el más descarado de los «negros».

—Absurda y empalagosa, aunque muy del gusto de mi madre, que siempre fue aficionada a las radionovelas… —le contradijo su anfitriona con una de sus burlonas sonrisas—. En unos tiempos en los que imperaban la violencia, el racismo, la humillación y sobre todo la soberbia, cualquier clase de amor, incluso el de un niño que aún estaba por nacer, se convertía en un lastre para quienes siempre tendrían más probabilidades de sobrevivir sin ataduras. Ya los nazis habían desencadenado la fatídica «Noche de los cristales rotos», con la que se abrió oficialmente la veda de judíos. Hitler se había anexionado Austria, estaba a punto de apoderarse de gran parte de Checoslovaquia y todo el mundo suponía que su próximo objetivo era Polonia… —Lanzó un resoplido y sentenció al tiempo que se encogía de hombros—: Y tan solo entonces vinimos a saber que, a pesar de tener ciudadanía alemana porque su padre era alemán, Alex había nacido en Polonia de madre polaca.

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