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Authors: Cormac McCarthy

Tags: #Ciencia Ficción, #Drama

La carretera (22 page)

Pasaron allí todo el día, sentados entre las cajas de la tienda. Tienes que hablarme, dijo.

Estoy hablando.

¿Seguro?

Ahora te estoy hablando.

¿Quieres que te cuente un cuento?

No.

¿Porqué?

El chico le miró y apartó la vista.

Esos cuentos no son verdad.

No tienen por qué. Son cuentos.

Sí, pero en esas historias siempre estamos ayudando a gente y nosotros no ayudamos a la gente.

¿Por qué no me cuentas tú algo?

No tengo ganas.

Vale.

No tengo ninguna historia que contar.

Podrías contarme alguna historia tuya.

Ya las conoces todas. Tú estabas allí.

Pero tienes historias dentro que yo no conozco.

¿Quieres decir sueños, por ejemplo?

Por ejemplo. O cosas en las que piensas.

Ya, pero se supone que las historias han de ser alegres.

No tienen por qué serlo.

Tú siempre me cuentas historias alegres.

¿No tienes ninguna alegre que contarme?

Son más bien como la vida real.

Y las mías no lo son.

No, las tuyas no.

El hombre le observó. ¿La vida real es muy mala?

¿Tú qué piensas?

Bueno, yo pienso que todavía estamos vivos. Nos han ocurrido muchas cosas malas pero todavía estamos aquí.

Sí.

No te parece que eso sea tan estupendo.

Puede.

Habían arrimado una mesa de trabajo a las ventanas y extendieron las mantas y el chico yacía allí boca abajo mirando hacia la bahía. El hombre estaba sentado con la pierna estirada. Encima de la manta estaban las dos pistolas y la cajita de bengalas. Al cabo de un rato el hombre dijo: Yo creo que es bastante buena. Como historia es bastante buena. De algo sirve.

Vale, papá. Solo quiero estar un ratito tranquilo.

¿Y los sueños? A veces me contabas lo que habías soñado.

No quiero hablar de nada.

Vale.

Además, no tengo sueños bonitos. Siempre pasan cosas malas. Tú dijiste que no importaba porque los sueños bonitos no son una buena señal.

Puede. No lo sé.

Cuando te despiertas tosiendo te vas a caminar por la carretera o donde sea pero yo te oigo toser.

Lo siento.

Una noche te oí llorar.

Lo sé.

Pues si yo no tengo que llorar tú tampoco tendrías.

De acuerdo.

¿Se te curará la pierna?

Sí.

No lo dices por decir.

No.

Porque tiene mala pinta.

No hay para tanto.

Ese hombre quería matarnos, ¿verdad?

Así es.

¿Lo mataste tú?

No.

¿No me mientes?

No.

Vale.

¿Todo bien?

Sí.

¿No tienes ganas de hablar?

No.

Se marcharon dos días después, el hombre cojeando detrás del carrito y el chico sin alejarse de su lado hasta que dejaron atrás las afueras del pueblo. La carretera seguía la costa llana y gris y había pequeños montículos de arena en la carretera que el viento había depositado. Eso hacía la marcha más difícil y en algunos puntos tuvieron que abrirse paso con un tablón que llevaban en el estante inferior del carrito. Bajaron a la playa y se sentaron al abrigo de las dunas y estudiaron el mapa. Habían llevado consigo el hornillo y calentaron agua y prepararon té y se protegieron del viento con las mantas. Un poco más allá las erosionadas cuadernas de un barco muy antiguo. Baos grisáceos restregados por la arena. Viejos tornillos hechos a mano. Las piezas de hierro picadas y de un tono lila oscuro, fundidas en alguna forja de Cádiz o Bristol y batidas sobre un yunque ennegrecido para resistir trescientos años la acción del mar. Al día siguiente pasaron por las ruinas tapiadas de un centro de veraneo y tomaron la carretera hacia el interior atravesando un pinar, la larga recta de asfalto salpicada de agujas de pino y el viento meciendo los árboles oscuros.

Se sentó en la carretera a mediodía con la mejor luz que iban a tener y cortó las suturas con las tijeras y devolvió las tijeras al botiquín y sacó las pinzas. Procedió a arrancar de su piel los pequeños hilos negros, presionando con el pulpejo del dedo gordo. El chico le observaba sentado en la carretera. El hombre sujetó los extremos de los hilos y con las pinzas los fue sacando de uno en uno. Puntitos de sangre. Cuando hubo terminado guardó las pinzas y tapó la herida con gasa y luego se levantó y se subió el pantalón y le pasó el botiquín al chico para que lo guardara.

Te ha dolido, ¿verdad?, dijo el chico.

Sí.

¿Eres muy valiente?

Regular.

¿Qué es lo más valiente que has hecho?

Escupió en la carretera una flema sanguinolenta. Levantarme esta mañana, dijo.

¿En serio?

No. No me hagas caso. Vamos, en marcha.

Por la tarde la forma lóbrega de otra ciudad costera, el grupo de altos edificios ligeramente torcido. Pensó que los armazones de hierro se habrían ablandado con el calor y que al contraerse después no habían dejado los edificios a plomo. Las lunas de las ventanas colgaban pared abajo como alcorza en una tarta. Siguieron adelante. Algunas noches despertaba en medio del negro páramo helado saliendo de mundos de amor humano suavemente coloreados, cantos de pájaros, el sol.

Apoyó la frente en los brazos cruzados sobre el asa del carrito y tosió. Escupió una saliva sanguinolenta. Tenía que parar a descansar cada vez más a menudo. El chico le observaba. En algún otro mundo el niño habría ya empezado a echarlo de su vida. Pero no tenía otra vida. Sabía que el chico estaba despierto por las noches, escuchando para ver si todavía respiraba.

Los días se sucedían penosamente sin cuenta ni calendario. A lo lejos en la interestatal largas hileras de coches carbonizados y herrumbrosos. Las llantas desnudas de las ruedas asentadas en un cieno gris de escombros derretidos, en negros círculos de alambre. Los cadáveres incinerados reducidos al tamaño de un niño y apoyados en los muelles vistos de los asientos. Diez mil sueños encerrados en el sepulcro de sus recocidos corazones. Siguieron adelante. Pisando por aquel mundo muerto como ratas en una rueda. Las noches mortalmente quietas y más mortalmente negras. Y el frío. Apenas hablaban. Él tosía todo el tiempo y el chico le veía escupir sangre. Caminando encorvado. Mugriento, andrajoso, desesperanzado. Se detenía y se apoyaba en el carrito y el chico seguía andando y luego paraba y miraba atrás y él alzaba sus ojos llorosos y lo veía allí de pie en la carretera mirándole desde un futuro inimaginable, resplandeciendo en aquel páramo como un tabernáculo.

La carretera atravesaba un lodazal seco donde tubos de hielo sobresalían del fango congelado como estalagmitas. Restos de un fuego antiguo junto a la carretera. Más allá un largo paso elevado de hormigón. Un pantano muerto. Árboles muertos surgiendo del agua gris con colgajos de una turba gris y residual. Las salpicaduras de ceniza sedosa en el encintado. Se apoyó en el arenoso antepecho de hormigón. Tal vez en su destrucción sería posible al fin ver cómo estaba hecho el mundo. Océanos, montañas. El fatigoso contraespectáculo de las cosas dejando de existir. La extensa tierra baldía, hidróptica y fríamente secular. El silencio.

Habían empezado a encontrar grupos de pinos abatidos, grandes tajos de guadaña sembrando la muerte a través del campo. Pecios de edificios esparcidos por el paisaje y los cables de los postes al borde de la carretera embrollados como una labor de punto. La carretera estaba sembrada de escombros y desperdicios y tenían que sortearlos con el carrito. Al final se sentaron junto a la calzada y contemplaron el panorama que se les ofrecía. Tejados de casas, troncos de árbol. Una barca. El cielo abierto más allá donde el mar huraño se desplazaba a lo lejos remoloneando.

Rebuscaron entre los restos diseminados a lo largo de la carretera y finalmente encontró una bolsa de lona que podía cargar al hombro y un maletín para el chico. Guardaron las mantas y el plástico y lo que les quedaba de comida y reanudaron la marcha con las mochilas y la bolsa y el maletín dejando allí el carrito. Encaramándose a las ruinas. Marcha lenta. Él tenía que pararse a descansar. Se sentó al borde de la carretera en un sofá con los cojines hinchados de humedad. Tosiendo doblado por la cintura. Se quitó la mascarilla manchada de sangre y se levantó y la enjuagó en la zanja y la estrujó y luego se quedó allí de pie sin más. Sacando nubéculas blancas de aliento. Tenían el invierno encima. Se volvió para mirar al chico. Allí parado con el maletín como un huérfano esperando el autobús.

Dos días más tarde llegaron a una ancha ría donde el puente se había venido abajo y yacía en el agua calmosa. Se sentaron en el estribo roto de la carretera y vieron cómo el río retrocedía sobre sí mismo y se enroscaba sobre la celosía de hierros. Miró hacia el campo que se extendía más allá.

¿Qué vamos a hacer, papá?, dijo.

Eso, qué vamos a hacer, dijo el chico.

Recorrieron la larga lengua de barro dejada por la marea hasta un barco pequeño que había allí medio sepultado y se lo quedaron mirando. Derrelicto en todos los sentidos. El viento traía lluvia. Se apresuraron a duras penas por la playa en busca de refugio pero no encontraron dónde refugiarse. Reunió un poco de la leña color hueso desperdigada por la arena y encendió fuego y se sentaron en las dunas cubiertos por la lona y vieron acercarse la fría lluvia por el norte. Arreció, abriendo hoyuelos en la arena. El fuego empezó a humear y el humo a caracolear lánguidamente y el chico se ovilló bajo la ruidosa lona y al momento se quedó dormido. El hombre utilizó el plástico a modo de capucha y contempló el mar gris amortajado por la lluvia y vio romper las olas a lo largo de la orilla y alejarse otra vez sobre la oscura arena graneada.

El día siguiente se encaminaron tierra adentro. Un extenso terreno pantanoso donde, helechos, hydrangeas y orquídeas silvestres vivían como efigies cenicientas que el viento no había alcanzado aún. Avanzar fue una tortura. Al cabo de dos días cuando salieron a una carretera dejó la bolsa en el suelo y se sentó inclinado hacia delante con los brazos cruzados frente al pecho y tosió hasta que no pudo toser más. En otros dos días quizá habían recorrido quince kilómetros. Cruzaron el río y un poco más adelante llegaron a un cruce. Tierra adentro una tormenta había descargado sobre el istmo y peinado los negros árboles muertos de este a oeste como algas en el lecho de un arroyo. Acamparon allí y cuando se acostó supo que no podría continuar y que era aquí donde moriría. El chico lo miraba con los ojos cargados de lágrimas. Oh, papá, dijo.

Lo vio venir por la hierba y arrodillarse junto a él con la taza de agua que había ido a buscar. A su alrededor todo era luz. Cogió la taza y bebió y se acostó de nuevo. Para comer tenían una sola lata de melocotones pero hizo que se los comiera el chico y no quiso probar ninguno. Es que no puedo, dijo. No tiene importancia.

Te guardo la mitad.

Vale. Guárdamelos hasta mañana.

Cogió la taza y se alejó y cuando lo hizo la luz se movió con él. Había querido probar de hacer una tienda con la lona pero el hombre no le dejó. Decía que no quería nada que lo cubriese. Se quedó acostado mirando al chico junto al fuego. Quería ser capaz de ver. Mira todo esto, dijo. No hay un solo profeta en la larga crónica de la Tierra que no encuentre hoy aquí su razón de ser. Teníais razón, hablarais de lo que hablarais.

El chico creyó notar un olor a ceniza húmeda en el viento. Se adelantó por la carretera y volvió arrastrando un pedazo de contrachapado de la basura que había en la cuneta y hundió unos palos en el suelo con una piedra y de la madera hizo un cobertizo pero al final no llovió. Dejó la pistola de señales y se llevó el revólver y rastreó el campo en busca de algo que comer pero regresó con las manos vacías. El hombre le cogió la mano, resollando. Tendrás que seguir tú solo, dijo. Yo no puedo ir contigo. Tienes que seguir adelante. No se sabe lo que puede deparar la carretera. Siempre hemos tenido suerte. Tú la tendrás otra vez. Estoy seguro. Anda, ve. No pasa nada.

No puedo.

Tranquilo. Esto se veía venir desde hace tiempo. Ya está aquí. Continúa hacia el sur. Haz como hemos hecho hasta ahora.

Te pondrás bien, papá. Tienes que ponerte bien.

No. Lleva siempre encima la pistola. Necesitas encontrar a los buenos pero no debes correr ningún riesgo. Ninguno. ¿Has entendido?

Quiero estar contigo.

No puede ser.

Por favor.

No. Tienes que llevar el fuego.

No sé cómo hacerlo.

Sí que lo sabes.

¿Es de verdad? ¿El fuego?

Sí.

¿Dónde está? Yo no sé dónde está el fuego.

Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado ahí. Yo lo veo.

Llévame contigo. Por favor.

No puedo.

Por favor, papá.

No puedo. No puedo llevar a mi hijo muerto en brazos. Pensé que podría pero no puedo.

Dijiste que no me abandonarías nunca.

Lo sé. Perdona. Te llevo en mi corazón. Como te he llevado siempre. Eres el mejor que conozco. Siempre lo has sido. Aunque yo no esté tú puedes seguir hablándome. Puedes hablarme y yo te hablaré a ti. Ya verás.

¿Te oiré?

Sí. Claro que sí. Tienes que hacer como si imaginaras que hablamos. Y me oirás. Tienes que practicar. No te rindas nunca. ¿Vale?

Vale.

Vale.

Tengo mucho miedo, papá.

Lo sé. Pero no te pasará nada. Tendrás suerte. Estoy convencido. No puedo hablar más. Voy a empezar a toser otra vez.

Está bien, papá. No hace falta que hables. Está bien.

Caminó un trecho por la carretera hasta que le pareció demasiado arriesgado y luego volvió. Su padre estaba dormido. Se sentó a su lado bajo el tablero y le observó. Cerró los ojos y le habló y mantuvo los ojos cerrados y trató de escuchar. Luego volvió a intentarlo.

Despertó tosiendo flojo por la noche. Se quedó acostado escuchando. El chico estaba sentado junto al fuego envuelto en una manta y le observaba. Goteo de agua. Una luz tenue. Viejos sueños usurpando el mundo de vigilia. El goteo era en el interior de la cueva. La luz era una vela que el chico portaba en una palmatoria de cobre batido. La cera salpicaba las piedras. Huellas de ignotos animales en el limo gangrenado. Habían alcanzado en aquel frío pasadizo el punto sin retorno que únicamente se podía calcular desde el principio por la luz que llevaban consigo.

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