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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

La carta esférica (14 page)

—Mírala bien —dijo solemne—. Esta viñeta marcó mi vida.

Había apoyado la punta de los dedos sobre la página con una delicadeza extrema, como si temiera alterar los colores. Coy, que no miraba el álbum sino que la miraba a ella, comprobó que seguía sonriendo, ausente, con aquel gesto que la rejuvenecía hasta darle la misma expresión que la muchacha abrazada por su padre en la foto del marco. Un gesto feliz, pensó. De esos que todavía tienen el contador a cero. Más allá estaba la copa de plata abollada y falta de un asa. Campeonato infantil de natación. Primer premio.

—Imagino —añadió ella al cabo de un instante, aún fijos los ojos en el libro— que también soñaste alguna vez.

—Claro.

Podía comprender. No era el álbum, ni la copa de plata ni la foto, ni nada que tuviera que ver con lo que ella tenía en la memoria; pero había un punto de contacto, un territorio donde era fácil reconocerla. Quizás Tánger no era tan distinta, al fin y al cabo. Tal vez, pensó, en alguna forma también ella sea uno de los nuestros; aunque por definición cada uno de los nuestros navegue, cace, combata y se hunda solo. Barcos que pasan en la noche. Unas luces en la distancia, a la vista durante un rato, a menudo con rumbo opuesto. A veces un rumor lejano, sonido de máquinas. Luego otra vez el silencio cuando desaparecen, y la oscuridad, y el resplandor que se extingue en el vacío negro del mar.

—Claro —repitió.

No dijo nada más. Su imagen, la viñeta en el álbum de su memoria, era la de un puerto mediterráneo con tres mil años de historia en sus viejas piedras, rodeado de montañas y castillos con troneras que en otro tiempo tuvieron cañones. Nombres como fuerte de Navidad, dique de Curra, faro de San Pedro. Olor a agua quieta, a estachas húmedas, y el lebeche moviendo las banderas de los barcos amarrados y los gallardetes en los palangres de los pesqueros. Hombres inmóviles, jubilados ociosos frente al mar, sentados en los bolardos de hierro viejo. Redes al sol, costados herrumbrosos de mercantes abarloados a los muelles; y ese olor a sal, a brea y a mar viejo, denso, de puertos que han visto ir y venir muchos barcos y muchas vidas. En la memoria de Coy había un niño moviéndose entre todo aquello; un niño moreno y flaco con la mochila llena de libros del colegio a la espalda, que se escapaba de clase para mirar el mar, pasear junto a barcos de los que veía descender a hombres rubios y tatuados que hablaban lenguas incomprensibles. Para ver largar amarras que caían con un chapoteo y eran cobradas a bordo antes de que el costado de hierro se alejara del muelle y el barco virase hacia la bocana, entre los faros, rumbo al mar abierto, en busca de esos caminos sin huella, sólo una breve estela de espuma, por donde el chiquillo tenía la certeza de que él iba a irse también. Ése había sido el sueño, la imagen que marcaría su vida para siempre: la nostalgia precoz, prematura, del mar cuya vía de acceso eran los puertos viejos y sabios, poblados de fantasmas que descansaban entre sus grúas, a la sombra de los tinglados. Los hierros desgastados por el roce de las estachas. Los hombres que siempre estaban quietos, inmóviles durante horas, y para quienes el sedal o la caña o el cigarrillo eran sólo pretextos, sin que pareciera importarles otra cosa en el mundo que mirar el mar. Los abuelos que llevaban a sus nietos de la mano, y mientras los críos hacían preguntas o señalaban gaviotas, ellos, los viejos, entornaban los ojos para mirar los barcos amarrados y la línea del horizonte al otro lado de los faros, como si buscaran algo olvidado en su memoria: un recuerdo, una palabra, una explicación de algo ocurrido hacía demasiado tiempo, o de algo que tal vez no había ocurrido nunca.

—La gente es demasiado estúpida estaba diciendo Tánger—. Sólo sueña con lo que ve en la tele.

Había devuelto los tintines a su anaquel. Estaba de pie, las manos en los bolsillos de los tejanos, mirándolo. Ahora todo era más dulce en ella: la expresión de los ojos, la sonrisa que tenía en los labios. Coy asintió con la cabeza, sin saber bien por qué. Tal vez por animarla a seguir hablando, o para indicar que había comprendido.

—¿Qué quieres encontrar en el
Dei Gloria
, realmente?

Vino hasta él despacio, y por un momento creyó, desconcertado, que le iba a tocar la cara.

—No lo sé. Te aseguro que no lo sé estaba de pie a su lado, apoyada con ambas manos en la mesa, mirando la carta náutica—. Pero cuando leí la declaración del pilotín, transcrita en el lenguaje seco de un funcionario, sentí… Aquel barco huyendo con todas las velas al viento, y el corsario dándole caza… ¿Por qué no se refugió en Águilas? Los derroteros de la época señalan allí un castillo y una torre con dos cañones en el cabo Cope, bajo los que pudo buscar protección.

Coy le echó un vistazo a la carta. Águilas quedaba fuera de ella, al sudoeste de Cope.

—Tú lo apuntaste ayer, al contarme la historia —dijo—. Quizá el corsario se interpuso entre él y Águilas, y el
Dei Gloria
tuvo que seguir navegando hacia el este. El viento pudo rolar y serle desfavorable, o tal vez el capitán temió el riesgo de una arribada de noche. Hay un montón de explicaciones para eso… De cualquier modo, terminó hundiéndose en la ensenada de Mazarrón. Tal vez quiso resguardarse bajo la torre de la Azohía. Esa torre sigue allí.

Tánger movió la cabeza. No parecía convencida.

—Quizá. Pero en cualquier caso era un bergantín mercante; y sin embargo, al verse perdido entabló combate. ¿Por qué no arrió bandera?… ¿Era el capitán un hombre testarudo, o había a bordo algo demasiado importante para entregarlo sin más?… ¿Algo que valía la vida de todos los tripulantes, y sobre lo que ni siquiera el chico superviviente dijo una palabra?

—Tal vez lo ignoraba.

—Tal vez. Pero ¿quiénes eran esos dos pasajeros que el manifiesto de embarque no identifica salvo con iniciales N.E. y J.L.T.?

Coy se frotó la nuca, admirado.

—¿Tienes el manifiesto de embarque del
Dei Gloria
?

—El original, no. Pero sí una copia. La obtuve en el archivo general de marina de Viso del Marqués… Tengo allí una buena amiga.

Se quedó callada, pero era evidente que algo más le rondaba la cabeza. Fruncía la boca y su expresión ya no era dulce. Tintín había salido de escena.

—Además, hay otra cosa.

Dijo eso y se quedó callada otra vez, como si la otra cosa no fuese a contarla nunca. Estuvo un rato quieta y en silencio.

—El barco —dijo por fin— pertenecía a los jesuitas, ¿recuerdas?… A un armador valenciano que era su hombre de paja: Fornet Palau. Por otra parte, Valencia era el puerto de destino… Y todo esto ocurre el día 4 de febrero de 1767: dos meses antes de que se publique la real pragmática de Carlos III, ordenando
«el extrañamiento de los jesuitas de los dominios españoles y la ocupación de sus temporalidades»
… ¿Tienes alguna idea de lo que significó eso?

Coy dijo que no, que la historia de Carlos III no era su fuerte. Entonces ella se lo explicó. Lo hizo muy bien, en pocas palabras, citando fechas y hechos clave, sin perderse en detalles superfluos. El motín popular de 1766 en Madrid contra el ministro Esquilache, que hizo tambalearse la seguridad de la monarquía y se dijo instigado por la Compañía de Jesús. La resistencia de la orden ignaciana a las ideas ilustradas que recorrían Europa. La enemistad del monarca y su afán por librarse de ellos. La creación de un consejo secreto, presidido por el conde de Aranda, que preparó el decreto de expulsión, y el golpe inesperado del 2 de abril de 1767, con el destierro inmediato de los jesuitas, la incautación de sus bienes y la posterior extinción de la Orden por el papa Clemente XIV… Ése era el contexto histórico en que se habían desarrollado el viaje y la tragedia del
Dei Gloria
. Por supuesto, nada permitía establecer conexión directa entre una cosa y otra. Pero Tánger era historiadora; estaba acostumbrada a considerar hechos y relacionarlos, formular hipótesis y desarrollarlas. Podía haber vínculo o podía no haberlo; en cualquier caso, el
Dei Gloria
se había ido al fondo. Por lo menos, y para resumirlo todo, un barco hundido era un barco hundido —
stat rosa pristina nomine
, apuntó críptica—. Y ella sabía dónde.

—Ésa —concluyó— es justificación suficiente para buscarlo.

Se le endurecía la expresión a medida que hablaba, como si a la hora de manejar datos se desvaneciera el fantasma de la jovencita que se asomaba un rato antes a las páginas de Tintín. Ahora la sonrisa había desaparecido de su boca y los ojos brillaban resueltos, no evocadores. Ya no era la muchacha de la foto. De nuevo se alejaba, y Coy se sintió irritado.

—¿Y qué hay de los otros?

—¿Qué otros?

—El dálmata de la coleta gris. Y el enano melancólico que vigilaba anoche tu casa. No tienen aspecto de historiadores, ni mucho menos. A ésos la expulsión de los jesuitas y Carlos III deben de traérsela bastante floja.

La vio dudar ante la grosería. O tal vez sólo buscaba una respuesta adecuada.

—Eso no tiene nada que ver contigo —dijo lentamente.

—Te equivocas.

—Escucha. Si yo pago por este trabajo…

Por el amor de Dios, se dijo él. Ése es un error muy grave, guapa. Ése es un error demasiado grave, indigno de ti. A estas alturas de la travesía y me sales con ésas.

—¿Pagar?… ¿De qué cojones estás hablando?

Vio perfectamente cómo Tánger paraba en seco, desconcertada, y luego alzaba una mano pidiendo calma, tranquilo, he metido la pata, vale. Dialoguemos. Pero él estaba furioso.

—¿De verdad crees que estoy aquí sentado porque tienes intención de pagarme…?

Dijo lo de estar sentado, y en el acto se vio ridículo porque, en efecto, lo estaba. Se puso en pie echando la silla para atrás, con tanta brusquedad que
Zas
retrocedió, inquieto. No me has entendido, decía ella. De veras que no. Sólo explico que esos hombres nada tienen que ver.

—Nada que ver —repitió.

Parecía incluso asustada, como si de pronto temiera verlo coger la puerta y largarse, y nunca hasta ese momento hubiera considerado semejante posibilidad. Aquello le produjo a Coy una retorcida satisfacción. A fin de cuentas, aunque fuese por interés, ella temía perderlo. Eso lo hizo recrearse en la situación. Algo era algo.

—Tiene tanto que ver que me lo aclaras de una vez o tendrás que buscar a otro.

Era como una pesadilla que, sin embargo, reforzaba su autoestima. Todo muy amargo, moviéndose al borde de la ruptura y del final; pero no podía volver atrás.

—No hablas en serio —dijo ella.

—Claro que hablo en serio.

Se oyó a sí mismo cual si fuese un extraño el que lo decía; un enemigo dispuesto a tirarlo todo por la borda y alejar a Tánger de su vida para siempre. El problema era que él sólo podía ir a remolque. Como cuando el Torpedero Tucumán empezaba a romper cosas, y Coy no tenía otra que aspirar aire, resignado, agarrar el cuello roto de una botella y arranchar para el abordaje.

—Oye —añadió—. Puedo comprender que yo te parezca un poco simple… Incluso que me hayas tomado por un imbécil. En tierra no soy gran cosa, es cierto. Torpe como un pato. Pero tú me crees retrasado mental.

—Estás aquí…

—Sabes perfectamente por qué estoy aquí. Pero ésa no es la cuestión, y si quieres podemos hablarlo despacio otro día. En realidad
espero
poder hablar despacio otro día. Por el momento me limito a exigir que me digas en qué estoy metiéndome.

—¿Exigir? —lo miraba con súbito desprecio—. No me digas lo que debo o lo que no debo hacer… Todos los hombres que conocí pretendieron decirme siempre lo que debo o lo que no debo hacer.

Rió entre dientes, sin humor, como cansada; y Coy decidió que ella reía con un hastío europeo. Algo indefinible que tenía mucho que ver con paredes viejas y encaladas, iglesias con frescos agrietados y mujeres vestidas de negro que miraban el mar entre hojas de parra y olivos. Pocas norteamericanas, pensó de pronto, podían reír así.

—Yo no te digo nada. Sólo quiero saber qué pretendes de mí.

—Te he ofrecido un trabajo…

—Oh, mierda. Un trabajo.

Se balanceó sobre las puntas de los pies, entristecido, como si estuviera en la cubierta de un barco dispuesto a saltar a tierra. Después cogió su chaqueta y dio unos pasos hacia la puerta, con
Zas
pegándosele a los talones en trotecillo alegre. Tenía hielo en el alma.

—Un trabajo —repitió, sarcástico.

Ella había quedado entre él y la ventana. Le pareció ver un relámpago de miedo en sus ojos. Difícil averiguarlo, en aquel contraluz.

—Puede que crean —dijo ella, y parecía medir con cuidado las palabras— que se trata de tesoros y cosas así… Pero no es un tesoro, sino un secreto. Un secreto que tal vez no tenga importancia hoy, pero que a mí me fascina. Por eso me metí en esto.

—¿Quiénes son?

—No lo sé.

Coy dio los últimos pasos hacia la puerta. Sus ojos se detuvieron un instante en la pequeña copa de plata abollada.

—Ha sido un placer conocerte.

—Espera.

Lo observaba con mucha atención. Parecía, concluyó él, un jugador con cartas mediocres intentando calcular las que tiene el otro.

—No vas a irte —dijo al cabo de un momento—. Es un farol.

Coy se puso la chaqueta.

—Puede. Intenta comprobarlo.

Te necesito.

—Hay más marinos en paro. Y buzos. Muchos son igual de tontos que yo.

—Te necesito a ti.

—Pues ya sabes dónde vivo. Así que tú misma.

Abrió la puerta despacio, con la muerte en el corazón. Todo el rato, hasta que la cerró tras de sí, estuvo esperando que fuese hasta él y lo agarrara por el brazo, que lo obligase a mirarla a los ojos, que contara cualquier cosa para retenerlo. Que sujetara su cara con las manos y le imprimiera en la boca un beso largo y neto, tras el cual maldito lo que le importarían el dálmata y el enano melancólico, y estaría dispuesto a zambullirse con ella y con el capitán Haddock y con el mismo diablo en busca del
Unicornio
, o del
Dei Gloria
, o del sueño más imposible. Pero ella se quedó en el contraluz dorado, y no hizo ni dijo nada. Y Coy se vio bajando las escaleras mientras dejaba atrás el gemido de
Zas
que lo añoraba. Iba con un vacío espantoso en el pecho y el estómago, con la garganta seca, con un cosquilleo desazonador en las ingles. Con una náusea que le hizo detenerse en el primer rellano, apoyado en la pared, y llevarse a la boca las manos que le temblaban.

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