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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

La carta esférica (51 page)

—No puede ser ningún otro. París, Greenwich, Ferrol, Cartagena… Ninguno de ellos encaja con el área general del naufragio. Sólo Cádiz.

—El meridiano viejo, imagino —sonrisa profesional, la mía. A tono—. No habrán caído en el error, más frecuente de lo que se cree, de confundirlo con San Fernando.

—Naturalmente que no.

—Ya. Cádiz.

Medité en serio.

—Doy por supuesto —dije al cabo de unos instantes— que usted me cuenta sólo lo que cree conveniente contarme, y la comprendo. Me hago cargo de ese tipo de circunstancias —ella sostenía mi mirada con la mayor sangre fría—… Sin embargo, tal vez pueda confiarme alguna información más sobre el barco.

—Era un bergantín procedente de la costa andaluza. Rumbo nordeste.

—¿Bandera española?

—Sí.

—¿Quién era su armador?

Vi que dudaba. Y si todo hubiera quedado ahí, yo no habría seguido preguntando y los habría despedido con toda esa cortesía a la que antes me referí. No se puede venir a exprimir a un maestro cartógrafo a cambio de una cara bonita, y encima esconder con una mano lo que parece mostrarse con la otra. Ella tuvo que leer ese pensamiento en mi cara, porque empezó a abrir la boca para decir algo. Pero fue Coy, desde su silla, quien pronunció las palabras adecuadas:

—Era un barco jesuita.

Lo observé con afecto. Era buen chico, aquel marino. Supongo que ése fue el momento preciso en que me ganó para su causa. Miré a la mujer. Asentía con una sonrisa leve, enigmática, a medio camino entre la disculpa y la complicidad. Sólo las mujeres hermosas se atreven a sonreír de ese modo cuando has estado a punto de pillarlas en un renuncio.

—Jesuita —repetí.

Luego moví la cabeza de arriba abajo un par de veces, paladeando la información. Aquello era bueno. Era incluso estupendo; y uno, imagino, se hace cartógrafo para disfrutar momentos como ése. Tomándome mi tiempo, contemplé con mucha atención la carta desplegada sobre la mesa, consciente de la doble mirada fija en mí. Conté mentalmente medio minuto.

—Invítenme a comer —dije por fin, al llegar a treinta—. Creo que acabo de ganarme un buen vino y una estupenda comida.

Los llevé a la Pequeña Taberna, un restaurante de cocina huertana que está detrás del arco de San Juan, cerca del río. Lo hice recreándome en la suerte, como los toreros que no tienen prisa, y disfruté de su expectación dosificándoles la cosa con cuentagotas: aperitivo, una botella de Marqués de Riscal gran reserva más que razonable, pisto murciano, sangre frita con cebolla, verduras a la plancha. Ellos apenas probaron bocado, pero yo hice honor al lugar y a la mesa.

—Ese barco —dije una vez transcurrido el tiempo adecuado— no pueden encontrarlo en los 37º 32’ de latitud y los 1º 21’ de longitud este de Cádiz, por la simple razón de que ahí no ha estado nunca.

Pedí más pisto. Estaba delicioso, y apetecía al verlo sobre el mostrador, expuesto en enormes lebrillos de barro. También apetecía ver la cara que ponían ellos a medida que les desgranaba la historia.

—Los jesuitas tenían una larga tradición cartográfica —proseguí, mojando pan en la salsa—. El propio Urrutia contó con su ayuda técnica para el levantamiento de sus cartas esféricas… Al fin y al cabo, la tradición científicohidrográfica de la Iglesia viene de antiguo: la primera cita de un instrumento náutico se encuentra en los Hechos de los Apóstoles:
«Y echando la sonda, hallaron veinte brazas»
.

Aquel toque erudito no les hizo mucha mella; se impacientaban, claro. Sin pretender ocultarlo él, que tenía las manos inmóviles a cada lado del plato y me miraba con cara de estar pensando cuándo dejará de dar rodeos este imbécil. Ella escuchaba con una calma aparente que me atrevo a calificar de profesional: valía para eso, sin duda. Apenas mostraba indicios de nada que no fuese una atención extrema, como si cada una de mis vaguedades fuese oro puro. Sabía manejar a los hombres. Más tarde supe hasta qué punto.

—El caso es —proseguí, entre dos bocados y dos tientos al gran reserva— que algunos de los más importantes cartógrafos pertenecieron a la Compañía de Jesús: Ricci, Martini, el padre Fournier, autor de la
Hydrographie…
Tenían sus sistemas, sus misiones en Asia, sus reducciones americanas, sus rutas propias, sus feudos de todo tipo. Sus barcos, capitanes y pilotos. Blasco Ibáñez los noveló como
La araña negra
, y en cierto sentido tenía razón.

Continué con la comida y los detalles, reservándome el golpe de efecto final. Los jesuitas, añadí, contaban con sus escuelas de cosmografía, cartografía y náutica. Sabían qué importantes eran los conocimientos geográficos exactos; y sus religiosos, desde los tiempos de Ignacio de Loyola, estaban encargados de recolectar en todos los viajes datos útiles para la Compañía. Hasta el marqués de la Ensenada —apunté con un espárrago triguero pinchado en el tenedor— les encomendó en tiempos de Felipe V un mapa moderno y detallado de España, que no se llegó a imprimir por la caída del ministro. También hablé de su estrecha relación con Jorge Juan y Antonio de Ulloa, los caballeros del Punto Fijo que midieron el grado de meridiano en el Perú. En materia científica, en suma, los jesuitas fueron perejil de todas las salsas. Con amigos y enemigos, naturalmente. Por eso tomaban precauciones. Yo mismo, en el curso de mis trabajos, había topado con documentos que a veces fue difícil y otras imposible interpretar. Aquellos tipos tenían toda una infraestructura dedicada a lo que hoy —sonreí— llamaríamos contraespionaje.

—¿Quiere decir que usaban claves y lenguajes cifrados?…

—Sí, querida. Ese barco de ustedes navegaba dentro de un sistema de códigos internos y secretos. Como todos los de la Compañía, iba por el mundo con cartas que, como las de Urrutia y las otras, indicaban escalas de meridianos y paralelos necesarios para la navegación: Cádiz, Tenerife, París, Greenwich —bebí un sorbo de vino y asentí complacido; el camarero acababa de descorchar la segunda botella—… Pero había una particularidad. Recuerden que el meridiano es un concepto relativo, que sirve para situarse sobre un mapa que imita la superficie de la tierra mediante una proyección esférica… Hay ciento ochenta meridianos, que en principio son arbitrarios. El primero, que otros llaman meridiano cero, puede pasar por donde se quiera, pues no hay ni en el cielo ni en la tierra señal fija que obligue a contar desde él la longitud. Dada la figura de la tierra, todos los meridianos son aptos para ser considerados el principal, y cualquiera de ellos puede recibir tan señalado e ilustre nombre. Por eso, hasta que se adoptó Greenwich como referencia universal, cada país tuvo el suyo —bebí otro sorbo de vino y los miré, secándome los labios con la servilleta—… ¿Me siguen?

—Perfectamente —los ojos de hierro oscuro me observaban con extraordinaria fijeza, y no pude menos que seguir admirando aquella sangre fría—… Dicho en pocas palabras, que los jesuitas usaban su propio meridiano.

—Exacto. Sólo que yo detesto decir las cosas en pocas palabras.

Coy movía despacio la cabeza, sin decir nada: un gesto afirmativo muy lento y muy abatido. Vi que acercaba la mano a su vaso y ahora sí bebía un trago de vino. Un trago larguísimo.

—Entonces —dijo Tánger— las correcciones que hemos estado aplicando con sus tablas no deben hacerse respecto a Cádiz…

—Claro que no. Hay que hacerlas respecto al meridiano secreto que los jesuitas utilizaban en 1767 para calcular la longitud a bordo de sus barcos —hice otra pausa y los miré, sonriente—… ¿Ven adónde quiero llegar?

—Maldita sea —dijo Coy—. Suéltelo de una vez.

Le dirigí una mirada de afecto. Creo haberles dicho que cada vez me gustaba más aquel individuo.

—No me prive del placer del suspense, querido amigo. No me prive… El meridiano que ustedes buscan corresponde a los actuales 5º 40’ oeste de Greenwich. Y pasa exactamente por la escuela de cosmografía, geografía y navegación, y el observatorio astronómico que, hasta su expulsión en 1767, los jesuitas tuvieron en la que hoy es universidad Pontificia, antiguo Colegio Real de la Compañía de Jesús…

Hice una última pausa teatral, alehop, damas y caballeros, y saqué el conejo de la chistera. Un conejo blanco, lustroso, que masticaba con naturalidad una zanahoria.

—… A unos pocos metros —precisé— de la torre de la catedral de Salamanca.

Hubo un silencio de al menos cinco segundos. Primero se miraron entre ellos y luego Tánger dijo no puede ser. Lo dijo así, en voz baja: no puede ser, mirándome como si yo fuera un marciano. Lo suyo no sonaba a objeción, ni a incredulidad, sino a lamento. Soy una estúpida, en traducción libre.

—Me temo que sí —puntualicé.

—Pero eso significa…

—Significa —la interrumpí, receloso de perder protagonismo —que entre el meridiano de Salamanca y el del colegio de Guardiamarinas de Cádiz, en muchos mapas de la época había en 1767 una diferencia de treinta y seis minutos de longitud oeste…

Mientras hablaba dispuse un par de cubiertos, un trozo de pan y un vaso para reconstruir aproximadamente el trazado de una costa. El vaso estaba en el centro, representando Cartagena, y el extremo de un tenedor marcaba el cabo de Palos. No era una carta de Urrutia, pero lo cierto es que no quedó mal del todo; faltaría más. Hasta los cuadros del mantel parecían paralelos y meridianos de una carta esférica.

—Y ustedes —concluí, contando con el dedo cuadritos hacia el tenedor situado a la derecha— han estado buscando ese barco treinta y seis millas al oeste de donde realmente está.

XIV. El misterio de las langostas verdes

Aunque hablo del Meridiano como uno solo, no es así, pues son muchos; porque todos los hombres o navíos tienen distintos meridianos, cada uno el suyo particular.

Manuel Pimentel.
Arte de navegar

Navegaban hacia el este hendiendo la bruma del amanecer a lo largo del paralelo 37º 32’, con un ligero desvío del rumbo al norte para ganar un minuto de latitud. Atornillado en su mamparo, el barómetro de latón tenía la aguja inclinada a la derecha: 1.022 milibares. No había viento, y los listones de la cubierta se estremecían con el trepidar suave del motor. La niebla empezaba a desvanecerse; y aunque todavía era gris en la estela, a proa filtraba deslumbrantes rayos de sol y tonos dorados, y por el través de babor se distinguían a veces, difuminadas y muy altas, las fantasmales cortaduras pardas de la costa.

Arriba, en la bañera, el Piloto vigilaba el rumbo. Y abajo en la camareta, inclinada con paralelas, compás, lápiz y goma de borrar, como una alumna aplicada que preparase un examen difícil, Tánger cuadriculaba la carta 464 del Instituto Hidrográfico de la Marina:
De cabo Tiñoso a cabo de Palos
. Sentado junto a ella, con una taza de café y leche condensada en las manos, Coy la miraba trazar líneas y calcular distancias. Habían trabajado toda la noche, sin dormir; y cuando el Piloto se despertó y largó amarras antes de que levantara el día, ya habían establecido sobre el papel la nueva zona de búsqueda, con el centro situado en los 37º 33’ norte y 0º 45’ oeste: el rectángulo sobre la carta que ahora Tánger, a la luz de la mesa de cartas, con paciencia y mucho cuidado por las suaves oscilaciones del
Carpanta
, dividía en franjas de cincuenta metros de anchura. Un área de milla y media de alto por dos y media de ancho, al sur de Punta Seca, seis millas al sudoeste del cabo de Palos:

… Pero ocurrió que después que el viento roló al norte y teniendo ya avistado el cabo al nordeste, al forzar vela en evitación de la caza de que era objeto, tuvo la mala fortuna de faltar el mastelero del trinquete, entablándose combate vivísimo casi a tocapenoles. Perdióse el palo trinquete con casi toda la gente de cubierta muerta o fuera de combate por tirarle el otro con metralla y a ras de bordas; pero cuando el jabeque se disponía a abarloarse para el abordaje, el incendio de una de sus velas bajas, según cree haber visto el declarante, corrió se a alguna carga de pólvora, a resultas de lo cual quedó volado el jabeque con la mala fortuna de que la explosión también derribó el palo mayor del bergantín, enviándolo a éste a pique. Según el declarante no hubo más supervivientes que él, que se salvó por saber nadar y a bordo de la lancha que el bergantín había largado al iniciar combate, pasando allí el resto del día y la noche, hasta que sobre las once horas del día siguiente fue rescatado seis millas al sur de esta plaza por la tartana Virgen de los Parales. Según el declarante, el hundimiento del bergantín y del jabeque se produjo a dos millas de la costa en 37º 32’ N - 4º 51’ E, posición que coincide con la anotada en media hoja de papel que llevaba en su bolsillo al ser rescatado, por habérsela confiado el piloto una vez establecida en una carta esférica de Urrutia para trasladarla al libro de a bordo, y no disponer de tiempo para anotarla a causa de la rapidez con que se entabló combate. Quedó internado el declarante bajo cuidado médico en el hospital de Marina de esta ciudad en espera de otras diligencias. Solicitó al día siguiente el Excmo. Sr. Almirante nuevas averiguaciones sobre ciertos puntos de este suceso, dándose la circunstancia de que el declarante había abandonado las dependencias del hospital durante la noche, sin que hasta el momento haya noticias de su paradero. Circunstancia sobre la que el Excmo. Sr. Almirante ha ordenado se inicien las diligencias oportunas sin perjuicio de la depuración de responsabilidades. Fechado en la Capitanía de Marina de Cartagena, a ocho de febrero de mil setecientos sesenta y siete. Teniente de navío Francisco Dolarea.

Todo encajaba. Lo discutieron del derecho y del revés con la copia de la declaración del pilotín sobre la mesa, analizando cada costura de aquella broma póstuma, exasperante, con la que los fantasmas de los dos jesuitas y los marinos hundidos en el
Dei Gloria
se habían burlado de ellos y de todos. La 464 desplegada ante los ojos, un compás de puntas en la mano, el trazado de la costa en la parte superior de la carta —cabo Tiñoso a la izquierda, cabo de Palos a la derecha y el puerto de Cartagena en el centro—, Coy había calculado fácilmente las dimensiones del error: aquella noche del 3 al 4 de febrero de 1767, con el corsario pegado a su popa, el bergantín navegó mucho más rápido y lejos de lo que pensaban. Y al amanecer, el
Dei Gloria
no se encontraba al sudoeste del cabo Tiñoso y de Cartagena, sino que ya había rebasado esas longitudes y navegaba más hacia levante. Estaba al
sudeste
del puerto, y el cabo que avistaba por su proa, al nordeste, no era el cabo Tiñoso sino el cabo de Palos.

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