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Authors: Paolo Bacigalupi

La chica mecánica (7 page)

—Dentro hay una bonificación. También quiero que entregues una carta. —Le da otro sobre—. Me gustaría hablar con el jefe de tu torre.

—¿Follaperros? —La médica pone cara de asco.

—Como te oiga llamarlo así, acabará con el resto de tu familia.

—Es un cerdo.

—Tú hazle llegar la nota. Con eso será suficiente.

Dubitativa, la mujer acepta el sobre.

—Te has portado bien con nuestra familia. Todos los vecinos comentan lo bondadoso que eres. Realizan ofrendas por tu... pérdida.

—Hago demasiado poco. —Hock Seng esboza una sonrisa forzada—. De todas formas, los chinos debemos permanecer unidos. Puede que en Malasia siguiéramos siendo hokkien, o hakka, o Quinta Ola, pero aquí todos somos tarjetas amarillas. Me avergüenza no poder hacer más.

—Es más de lo que hace ningún otro. —La mujer se despide con otro
wai
, emulando los modales de su nueva cultura, y se va.

El señor Lake la mira mientras se aleja.

—Es una tarjeta amarilla, ¿verdad?

Hock Seng asiente.

—Sí. Doctora en Malaca. Antes del Incidente.

El hombre guarda silencio, como si estuviera digiriendo la información.

—¿Era más asequible que un médico thai?

Hock Seng observa de soslayo al
yang guizi
e intenta decidir qué es lo que prefiere escuchar. Al cabo, replica:

—Sí. Mucho más asequible. Igual de buena. Quizá mejor. Pero mucho más barata. Aquí no nos dejan ocupar el puesto de los thais. De modo que tiene muy poco trabajo salvo por los tarjetas amarillas... los cuales, evidentemente, tienen muy poco con qué pagar. Accedió a venir encantada.

El señor Lake asiente, caviloso, y Hock Seng se pregunta en qué estará pensando. Este hombre es un enigma. A veces, Hock Seng reflexiona que los
yang guizi
son demasiado estúpidos como para haber conquistado el mundo una vez, y menos aún dos. Que la Expansión tuviera éxito y luego, después de que el colapso energético los empujara de regreso a sus costas, volvieran a la carga, con sus fábricas de calorías, sus plagas y sus cereales patentados... Es como si gozaran de una protección sobrenatural. Por lógica el señor Lake tendría que estar muerto, reducido a un montoncito de pulpa humana mezclada con los cadáveres de Banyat, Noi y el estúpido adiestrador anónimo del megodonte de la rueda Número Cuatro que provocó que la bestia se desbocara cegada por el pánico. Y sin embargo aquí está el diablo extranjero, lloriqueando por el insignificante pinchazo de una aguja pero sin darle la menor importancia al hecho de haber destruido a un animal de diez toneladas en un abrir y cerrar de ojos. Los
yang guizi
son unas criaturas extrañas, sin duda. Más incomprensibles de lo que sospechaba, pese a tratar con ellas habitualmente.

—Habrá que volver a pagar a los
mahouts
. No retomarán el trabajo si no les sobornamos —observa Hock Seng.

—Sí.

—Y también habrá que alquilar monjes para que entonen cantos por la fábrica. Para que los trabajadores se queden contentos. Hay que aplacar a los
phii
. —Hock Seng hace una pausa—. Será caro. La gente dirá que nuestra fábrica está habitada por malos espíritus. Que se levanta en el sitio equivocado, o que la casa de los espíritus no es lo bastante grande. O que talaste el árbol de un
phii
cuando se construyó. Habrá que llamar a un adivino, quizá a un maestro del
feng shui
para convencerles de que el lugar es bueno. Y los
mahouts
exigirán un plus por peligrosidad...

El señor Lake lo interrumpe.

—Quiero reemplazar a los
mahouts
—dice—. A todos.

Hock Seng aspira una bocanada de aire entre los dientes apretados.

—Eso es imposible. El Sindicato de Megodontes controla todos los contratos energéticos de la ciudad. Así lo decreta el gobierno. Los camisas blancas ostentan el monopolio eléctrico. No podemos enfrentarnos a los sindicatos.

—Son unos incompetentes. No quiero volver a verlos por aquí. Nunca más.

Hock Seng intenta adivinar si el
farang
está de broma. Sonríe dubitativo.

—Es un decreto real. Lo mismo podría desearse la sustitución del Ministerio de Medio Ambiente.

—No es mala idea. —El señor Lake se ríe—. Podría aliarme con Carlyle e Hijos y empezar a protestar todos los días por los impuestos y las leyes de crédito de carbono. Conseguiría que el ministro de Comercio Akkarat simpatizara con nuestra causa. —Su mirada se posa en Hock Seng—. Pero esa no es la manera en que a ti te gusta actuar, ¿verdad? —Sus ojos se tornan fríos de repente—. Prefieres las sombras y los trapicheos. Los negocios discretos.

Hock Seng traga saliva. La piel pálida y los ojos azules del diablo extranjero son realmente horripilantes. Es tan incomprensible como un gato infernal, y se siente igual de cómodo en territorio hostil.

—Enfurecer a los camisas blancas sería contraproducente —murmura Hock Seng—. El clavo que sobresale es el primero en recibir el martillazo.

—Así hablan los tarjetas amarillas.

—Lo que tú digas. Pero yo estoy vivo cuando otros han muerto, y el Ministerio de Medio Ambiente es muy poderoso. El general Pracha y sus camisas blancas han sorteado todos los obstáculos que les salieron al paso hasta ahora. Incluso el atentado del doce de diciembre. El que quiera molestar a una cobra hará bien en prepararse para su picadura.

Parece que el señor Lake está dispuesto a discutir, pero en vez de eso se encoge de hombros.

—Seguro que tú lo sabes mejor que yo.

—Por eso me pagas.

El
yang guizi
se queda mirando fijamente al megodonte inerte.

—Ese animal no tendría que haber sido capaz de romper el arnés. —Toma otro trago de la botella—. Las cadenas de seguridad estaban oxidadas, lo he comprobado. No vamos a pagar ni un centavo en reparaciones. Eso seguro. Es mi última palabra. Si ellos hubieran asegurado al animal, yo no habría tenido que matarlo.

Hock Seng inclina la cabeza en señal de adhesión tácita, aunque se resiste a decirlo en voz alta.


Khun
, no hay otra opción.

El señor Lake esboza una sonrisa glacial.

—Claro, es verdad. Tienen el monopolio. —Hace una mueca—. Yates cometió una estupidez al instalarse aquí.

Un escalofrío de nerviosismo recorre el cuerpo de Hock Seng. De repente, el
yang guizi
parece un chiquillo enfurruñado. Los niños son impulsivos. Los niños hacen cosas que enfurecen a los camisas blancas o a los sindicatos. Y a veces cogen los juguetes y se largan corriendo a casa. Una idea preocupante, sin duda. Anderson Lake y sus inversores no deben largarse corriendo. Todavía no.

—¿A cuánto ascienden las pérdidas hasta la fecha? —pregunta el señor Lake.

Hock Seng vacila antes de armarse de valor para dar la mala noticia.

—¿Con la muerte del megodonte y el coste de apaciguar a los sindicatos? Noventa millones de baht, tal vez.

Mai grita y llama por señas a Hock Seng. A este no le hace falta mirar para saber que se trata de más malas noticias.

—Creo que también hay daños abajo. Las reparaciones serán caras. —Hace una pausa antes de abordar el espinoso tema—. Habrá que informar a sus inversores, los señores Gregg y Yee. Es probable que no dispongamos de efectivo para costear las reparaciones y además instalar y calibrar los nuevos tanques de algas cuando lleguen. —Espera un momento—. Necesitaremos más fondos.

Deja pasar el tiempo, nervioso, preguntándose cómo reaccionará el
yang guizi
. El dinero fluye tan deprisa por la empresa que a Hock Seng a veces le parece agua, y sin embargo sabe que esta noticia no es agradable. A veces los inversores ponen trabas a los gastos. Con el señor Yates, las peleas por el dinero eran frecuentes. Con el señor Lake, algo menos. Los inversores no protestan tanto ahora que el señor Lake está aquí, pero sigue siendo una cantidad de dinero desorbitada para gastarla en un sueño. Si Hock Seng dirigiera la fábrica, la habría cerrado hace más de un año.

Pero el señor Lake ni siquiera pestañea. Se limita a decir:

—Más dinero. —Se vuelve hacia Hock Seng—. ¿Y cuándo saldrán de la aduana los tanques de algas y los cultivos de nutrientes? ¿Cuándo, en realidad?

Hock Seng palidece.

—Es complicado. Apartar el telón de bambú no se consigue en un día. Al Ministerio de Medio Ambiente le gusta entrometerse.

—Dijiste que habías pagado para que los camisas blancas no nos molestaran.

—Sí. —Hock Seng inclina la cabeza—. Se han hecho todos los obsequios pertinentes.

—Entonces, ¿por qué se quejaba Banyat de los tanques contaminados? Si tenemos organismos vivos reproduciéndose...

Hock Seng se apresura a interrumpirle.

—Todo está en los amarraderos. Depositado por Carlyle e Hijos la semana pasada... —Toma una decisión. El
yang guizi
necesita escuchar buenas noticias—. El envío saldrá de la aduana mañana. El telón de bambú se abrirá, y el cargamento llegará a lomos de megodontes. —Se obliga a sonreír—. A menos que decidas despedir al sindicato ahora mismo.

El demonio sacude la cabeza, incluso sonríe ante la pequeña broma, y Hock Seng siente una oleada de alivio.

—Así que mañana... ¿Seguro? —pregunta el señor Lake.

Hock Seng hace de tripas corazón y agacha la cabeza en señal de aquiescencia, deseando con todas sus fuerzas que sea verdad. El extranjero sigue sin apartar sus ojos azules de él.

—Todo esto cuesta un montón de dinero. Pero si hay algo que los inversores no pueden tolerar es la incompetencia. Tampoco yo la toleraré.

—Entendido.

El señor Lake asiente, satisfecho.

—Estupendo. Esperaremos antes de hablar con la sede. Llamaremos cuando los componentes de la línea nuevos hayan salido de aduanas. Así podremos mezclar alguna buena noticia entre las malas. No quiero pedir más dinero con las manos vacías. —Vuelve a mirar a Hock Seng—. Eso no estaría bien, ¿a que no?

Hock Seng se obliga a asentir con la cabeza.

—Lo que tú digas.

El señor Lake echa otro trago a la botella.

—Bien. Averigua la gravedad de los daños. Quiero un informe por la mañana.

Hock Seng se da por despedido con estas palabras y cruza la planta de la fábrica en dirección a los expectantes operarios del tambor de bobinado. Espera estar en lo cierto acerca del envío. Que llegue de veras. Que los hechos le den la razón. Es un tiro a ciegas, pero aun así podría dar en el blanco. En cualquier caso, el demonio tampoco querría escuchar demasiadas malas noticias de golpe.

Cuando Hock Seng llega a la rueda de tracción, Mai está sacudiéndose el polvo tras otra incursión en el pozo.

—¿Qué tal? —pregunta Hock Seng. La rueda está completamente desmontada de la cadena. Fuera de su nicho, yace inerte en el suelo como una gigantesca viga de teca. Las grietas son enormes y perfectamente visibles. Se asoma al agujero—. ¿Hay muchos desperfectos?

Un minuto después, Pom sale gateando, cubierto de grasa.

—Los túneles son muy estrechos. —Jadea—. En algunos no quepo. —Se limpia el sudor y la mugre con un brazo—. El tren secundario está destrozado, eso seguro, y los demás lo averiguaremos cuando los niños desciendan por los eslabones. Si la cadena principal está dañada, habrá que levantar el suelo.

Hock Seng contempla el cráter de la rueda con una mueca, rememorando túneles, ratas, y el miedo que pasó mientras luchaba por sobrevivir en las junglas del sur.

—Le pediremos a Mai que venga con algunos de sus amigos.

Vuelve a revisar los desperfectos. Hubo un tiempo en que poseía edificios como este. Almacenes enteros repletos de bienes. Y ahora mira en qué se ha convertido, el factótum de un
yang guizi
. Un anciano cuyo cuerpo empieza a fallar, el único miembro de su clan. Con un suspiro, reprime la frustración que lo embarga.

—Quiero conocer la magnitud de los daños antes de hablar otra vez con el
farang
. Sin sorpresas.

Pom hace un
wai
.

—Sí,
khun
.

Hock Seng se encamina a las oficinas, cojeando ligeramente durante unos pocos pasos antes de obligarse a dejar de mimar la pierna. Con tanta actividad ha empezado a dolerle la rodilla, recordatorio de su propio encontronazo con los monstruos que accionan la fábrica. No puede evitar detenerse en lo alto de la escalera para estudiar el cadáver del megodonte, los lugares donde han muerto los trabajadores. Los recuerdos le picotean y arañan como si fueran una bandada de cuervos empeñados en apoderarse de su cabeza. Tantos amigos muertos. Tantos parientes desaparecidos. Hace cuatro años era un pez gordo. ¿Y ahora? Nada.

Empuja la puerta. El silencio reina en las oficinas. Mesas vacías, una fortuna en ordenadores a pedales, la cinta ergométrica y su diminuto panel de control, las gigantescas cajas fuertes de la empresa. Mientras pasea la mirada por la estancia, unos fanáticos religiosos con pañuelos verdes en la cabeza saltan de las sombras, machetes en ristre, pero son solo recuerdos.

Cierra la puerta a su espalda, apagando así el clamor de la carnicería y las reparaciones. Se obliga a no acudir a la ventana para contemplar de nuevo la sangre y el cadáver. A no recrearse en el recuerdo de las cunetas de Malaca, rebosantes de sangre, de las cabezas chinas apiladas como duraznos a la venta.

«Esto no es Malasia. Aquí estás a salvo», se dice.

Sin embargo, las imágenes persisten. Tan brillantes como fotografías o los fuegos artificiales del Festival de la Primavera. Aun transcurridos cuatro años desde el Incidente, debe realizar rituales para tranquilizarse. Cuando se siente mal, casi cualquier objeto adquiere connotaciones amenazadoras. Cierra los ojos, se obliga a respirar hondo, a recordar el mar azul y sus flotas de clíperes blancos sobre las olas... Aspira otra bocanada de aire y abre los ojos. La habitación vuelve a ser un lugar seguro. Nada salvo estrictas filas de escritorios desiertos y ordenadores a pedales cubiertos de polvo. Postigos que cortan el paso de la luz del sol tropical. Motas de polvo e incienso.

Al otro lado de la estancia, envueltas en las sombras, las cámaras gemelas de las cajas fuertes de SpringLife emiten un resplandor apagado, hierro y acero, agazapadas, provocándole. Hock Seng posee las llaves de una, el depósito del dinero en efectivo para uso diario. Pero la otra, la caja fuerte principal, solo puede abrirla el señor Lake.

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