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Authors: Paul Féval

Tags: #Humor, Terror

La Ciudad Vampiro (11 page)

El joven no protestó.

Esa era por lo menos la impresión que se tenía después de leer las cartas que recibió nuestra querida Ann, todas juntas, la noche de la víspera de su boda.

Se hace necesario que indique aquí que aquellas esquelas no fueron completamente sinceras. Escondían levemente la verdad. Se trata de un escrúpulo característicamente inglés. En Inglaterra sentimos horror ante algo tan escandaloso como un secuestro. Cuantas más libertades les damos a los jóvenes de nuestras familias, tanto más les exigimos que no se salten nunca las más elementales normas de conveniencia. La decencia es una virtud típicamente inglesa. Dudo mucho que nuestra querida Ann haya hecho figurar nunca un solo rapto en sus historias; me refiero a un secuestro consentido por la muchacha, ya que el rapto en sí es un acontecimiento mucho menos escandaloso.

Pues bien, en medio de aquellos miedos, desgraciadamente demasiado acertados, Edward Barton y Cornelia de Witt, tras intentar inútilmente encontrar otra solución, decidieron llevar a cabo aquella acción tan criticable como peligrosa, y que las personas de nobleza no pueden tolerar bajo ningún concepto. Porque la clase baja hace lo que se le antoja. Por ese motivo, y al sentirse plena y voluntariamente culpables de un acto impropio de ellos, Ned y Corny decidieron guardar silencio sobre él, de cara a sus amistades.

No piensen que estoy disculpando, ni siquiera de cierta forma, algo inaceptable para «las normas». Lo único que deseo reseñar es que ellos se estaban enfrentando a un canalla sin escrúpulos y en quiebra, a una mujer perdida y a un vampiro. No podemos negar que su situación era realmente difícil.

El sirviente irlandés, Merry Bones, también ayudó lo suyo a llevarlos por el mal camino, aunque ojalá hubiese querido el destino, en definitiva, que continuasen por él, ya que de esa forma se habrían evitado terribles desgracias.

Si le hubiesen hecho caso al irlandés, que después de todo tenía algo de intuición, no habrían esperado hasta el último segundo para, una vez en Londres, y protegidos por las leyes inglesas, haberse burlado alegremente de los pérfidos malhechores que amenazaban tanto su felicidad como su fortuna y su vida.

Porque cuando finalmente decidieron dar aquel paso ya era demasiado tarde. La víspera del día en que pensaban fugarse, Letizia Pallanti acusó de arbitrariedad a la señorita Cornelia con tanta soberbia y altanería que la pobre y joven noble perdió por completo los estribos y la prudencia que la caracterizaba, para poner orgullosamente en su lugar a la descarada institutriz. Ese mismo día, que fue el último del mes de febrero, el conde Tiberio logró finalmente provocar una pelea con Ned Barton. Habían firmado el contrato el día anterior. Nada se había deshecho, pero, cuando Edward intentó aquella noche entrar en la casa, le negaron el paso.

Y cuando Cornelia intentó salir a la mañana siguiente, se la retuvo como si fuese prisionera.

En semejantes circunstancias, nuevamente apareció el señor Goëtzi como un gran salvador. Con sus: «¡tened cuidado! ¡Debéis desconfiar de él!», aconsejó vagamente a Ned sobre un peligro que no concretó. También recomendó a Corny que fuese valiente. Sin embargo, Merry Bones, a quien trató de ahogar traidoramente en las aguas del Mosa, mientras el fiel servidor cuidaba de la barca en la hora señalada para la fuga de su amo y de Cornelia, les contaría muy pronto la verdad acerca de aquel sujeto.

Ya saben ahora cómo acabó este capítulo de la boda interrumpida y de la huida fracasada. En medio de la noche, Cornelia fue arrojada sobre una silla de caballo y secuestrada, no por Ned, sino por la pareja de canallas que formaban Tiberio y Pallanti, que se adentraron por tierra hacia los dominios de Montefalcone.

S
EGUNDA PARTE

E
ntre tanto, el sirviente irlandés había desaparecido sin dejar rastro hacia un lugar que ustedes conocerán en el momento oportuno. Ned, traidoramente avisado por el señor Goëtzi, se fue detrás de su amada por el antiguo camino de Gueldre, donde fue apuñalado por los enmascarados, antes de ser llevado moribundo por algunos campesinos hasta la posada de
La Cerveza y la Amistad
.

Ahora ya podemos regresar a ese peligroso antro en que dejamos a nuestra querida Ann, después de asistir al singular combate del pobre Merry Bones, mientras el reloj de cuco tocaba trece campanadas, contra la doble jauría que formaban aquellos esclavos al servicio del vampiro Goëtzi.

En cuanto Merry Bones abandonó el salón con aquellas extrañas palabras: «Me voy a buscar el ataúd de hierro», todo regresó inmediatamente a la normalidad. Todos los miembros duplicados de la familia del vampiro Goëtzi se unieron hasta convertirse en figuras individuales, como si fuesen muebles plegables.

Sería fácil creer si les dijera que nuestra querida Ann contemplaba aquellas figuras con el mayor estupor, y con la imaginación torturada ante la enigmática frase del criado irlandés. Pero no. Su mente, de una agilidad sin igual, ya conocía aquel tipo de trucos y era necesario algo más para poder sorprenderla.

No obstante, la vuelta a la calma la sorprendió, e incluso hizo callar a Grey-Jack, que profería maldiciones sin descanso, acariciándose con las dos manos sus mejillas hinchadas por las bofetadas de Merry Bones. Al pensar que, después de todo, éste sólo era un irlandés,
Ella
llegó a suponer que quizá había sido él el único causante de la batalla de la que acababa de ser testigo.

Lo cierto es que, al observarlos mejor, tanto el mesonero como su familia parecían bastante sosegados, y podría jurarse que la mujer sin pelo, en especial, era una maravillosa persona. El crío le trajo un jarro de cerveza al viejo Jack, que se lavó con ella sus doloridas mejillas, bebiéndose lo demás con auténtico placer.

A
Ella
le pareció necesario repetir la orden que acababa de dar poco antes de que sonaran las trece campanadas en el reloj.

—Deseo ver —repitió nuestra querida Ann, con voz clara y segura—, a Edward S. Barton,
esquire
, que estuvo o está en una de las habitaciones de esta posada. Y en el caso de que el desgraciado hubiese muerto, ya sea de forma natural o no, exijo que se me entreguen sus restos inmediatamente, para ocuparme de que se les de cristiana sepultura, de acuerdo con los criterios de la Iglesia.

Al oír aquellas palabras, Grey-Jack comenzó a gimotear, mientras el mesonero y su mujer exclamaban:

—¡Ah! ¡El querido caballero! ¡Que Dios lo bendiga!

El crío, por otro lado, repitió:

—He visto al hombre muerto.

Y el perro con rostro humano aulló suavemente, como si fuese una mujer enferma, mientras le dedicaba una lánguida mirada a la atrevida joven.

El loro seguía atusando la barba de su dueño, mientras repetía: «¿Ya has comido, Ducado?»

Ann nunca me explicó cuáles fueron los motivos que la llevaron a conformarse con aquellas respuestas, claramente vacías. El propio Walter Scott la acusaba, por cierto, de dejar muchos cabos sueltos en sus historias.

Cuando el mesonero le ofreció una buena habitación y una cama caliente,
Ella
aceptó, puesto que no había dormido bien desde que abandonara su casa.

El mesonero la llevó entonces hasta la alcoba, mientras sostenía una bandeja de té, acompañado por la mujer calva, que sujetaba los candelabros. El mozalbete arrastraba el brasero, y el enorme perro cerraba la marcha. Grey-Jack no iba con ellos. A nuestra querida Ann no se le ocurrió siquiera preguntar por qué motivo la separaban de su criado, poco astuto, es cierto, pero muy fiel.

La verdad es que yo misma dudo un poco de este pasaje de la historia, en que nuestra querida Ann no se mostró demasiado coherente. ¿Cómo pudo confiar tan fácilmente en personas a las que acababa de ver duplicadas, para luego fundirse en una misma piel, antes de tener la menor información de lo que le había pasado a Ned? La respuesta a esta pregunta es que ni siquiera su más maravilloso relato,
Los Misterios de Udolfo
, está exento de esa inconsistencia.
Ella
no tenía muy buena memoria, y su encantadora heroína, Emilia, dotada a pesar de ello de una profunda perspicacia, está llena de ocasionales distracciones. También se sentía exhausta por el esfuerzo, y ya se pueden ustedes imaginar que una muchachita como
Ella
, perteneciente a una familia sosegada, debía de tener la cabeza completamente alterada después de tan singulares aventuras.

Lo cierto es que se fue a dormir a una cama bien caliente. La mujer calva colocó una manta con sumo cuidado; el mesonero dispuso sobre la mesa de luz todo lo necesario para tomar el té, y el crío encendió rápida y hábilmente las velas. Después de aquello, todos se retiraron deseándole buenas noches.

Ella
se había quedado finalmente sola. En la puerta, chirrió la llave mientras le daban dos vueltas al cerrojo. Se escucharon unos pasos alejándose, hasta extinguirse por el largo pasillo. El silencio habría sido absoluto de no ser por el viento, que sacudía, gimiendo melancólicamente, las maderas de la ventana.

Por primera vez desde que abandonara la casa de sus padres, nuestra querida joven estaba en una posición lo suficientemente confortable como para entregarse a las reflexiones. Sus primeros pensamientos la llevaron de vuelta hacia las alegres praderas de Staffordshire. ¡Ah! ¡Qué hermosa es Inglaterra, deliciosa reina del mundo, cuando se la contempla a través de las lágrimas derramadas por el exilio!

Mientras Ann estaba así, sumida en una especie de semiinconsciencia y poblada por vagos temblores, pudo escucharse un ruido sordo procedente del piso inferior de la posada: era el ronco barullo que suele producirse dentro de la caja de los relojes, antes de dar las campanadas de las horas. En cuanto éstas comenzaron a tocar, se reanudó en la planta baja el concierto de gritos salvajes e insultos, en medio del confuso eco de una pelea. El bronce del reloj cantó catorce veces, y con él lo hizo el escuálido pájaro cu-cú. Después sobrevino el silencio, en medio del cual destacó la estridente voz del niño que jugaba con el aro, que decía: !He visto al hombre muerto.

Sus palabras despertaron a Ann, alterada por una gran impresión. ¡El hombre muerto debía de ser Ned! ¿Cómo pudo olvidarse ni siquiera por un momento de un duelo tan atroz? ¡Ned, el alegre niño con el que había compartido sus primeros juegos infantiles, y al que todavía podía querer por lo menos como a un hermano!

¡Ned era el hombre muerto! ¡Ned! Justo entonces, nuestra querida Ann reconoció su cuarto. ¿Cómo había tardado tanto en hacerlo? Se encontraba en la habitación descrita por Ned en su última carta, aquella desde donde le había gritado sus desesperados: «¡Socorro! ¡Socorro!»

Gracias al brillo de dos velas, cuyas alargadas mechas producían más humo que luz, pudo ver los cortinajes con flores enormes y la colección de láminas con las proezas del almirante Ruyter, y además el agujero redondo, en frente de la cama, a unos ocho pies del suelo, como si fuese el antiguo paso de la tubería de una estufa…

De modo que era allí, en esa misma cama, donde Ned había exhalado su último aliento.

Las mechas se iban estirando, coronadas por negros capuchones. Su humo esparcía por el ambiente una espesa y siniestra bruma. No sabría decir qué era lo que estaba escuchando, pero aquel silencio parecía gemir amenazadoramente.

Conforme aumentaba la oscuridad, ya que la luz de las velas se debilitaba cada vez más, y las oscuras sombras que coronaban las mechas se iban agrandando de forma gigantesca, las láminas, en lugar de velarse, se veían más nítidamente, como si fuesen transparentes y estuviesen iluminadas por detrás con tenues resplandores.

Ella
escondió la cabeza bajo las mantas, exactamente igual que habría hecho cualquier pobre niña supersticiosa, aterrada por los misterios nocturnos.

Nada más esconderse, escuchó un ruido aparentemente natural. Recordaba los pasos de un hombre, calzado con pesadas botas. Nuestra querida Ann lo escuchó y se repuso inmediatamente. Apartó las mantas con cuidado y prestó atención.

Estaba claro. Un tacón pesado, quizá de metal, golpeaba el suelo muy cerca de
Ella
. Su miedo comenzó entonces a ser diferente, cada vez más intenso. Es posible enfrentar a la muerte; se puede incluso encarar la deshonra, pero… ¡unas botas de hierro en el cuarto de una jovencita educada!… Lo primero que se le ocurrió a nuestra querida joven fue correr hacia una de las ventanas, abrirla y, si le daban tiempo, arrojarse de cabeza hacia la eternidad.


¡Begorra!
—exclamó una voz—. ¡La han colocado en el dormitorio de Su Excelencia! ¿Dormís, señorita?

¿Se trataba de un sueño? A Ann le pareció reconocer el acento de Merry Bones, pero por más que escudriñaba la oscuridad no lograba ver nada.

—¿Merry? —llamó a su vez.

—Sí —contestó el intrépido joven—, soy yo, perla mía. Animad un poco esas luces. A un cristiano le gusta poder ver claro.

Ya supondrán ustedes que, tratándose del desdichado Merry, no era cuestión de andar con remilgos. Ann encendió las velas, y en ese momento se dio cuenta de por qué no había visto hasta ese momento al intrépido irlandés.

En vano trató de encontrarle de un primer vistazo, por toda la habitación iluminada. Merry estaba asomado al agujero de la estufa, como si fuese una ventana. Había deslizado por allí sus dos brazos, largos como pértigas, que gesticulaban exageradamente, mientras su extraña cara descarnada, pero de buen humor, parecía cortada por la mitad por una risa más ancha que un sablazo, entre sus gigantescas matas de pelo.

—¡Merry! ¡Querido amigo! ¿De dónde venís de esta forma? —preguntó finalmente nuestra querida Ann, ahora tranquila.

—¡Vaya! ¿No me oísteis? Vengo de buscar un ataúd de hierro.

—¿Cómo? —murmuró la joven.

En ese momento el criado irlandés desapareció, aunque pudo escucharse cómo removía algo al otro lado de la pared.

Un instante después el agujero quedó nuevamente tapado, pero no por la peluda cabeza del criado, sino por un objeto que, al rozar con las paredes del agujero, emitía un ligero ruido metálico. Parecía como si no pudiese pasar.

Después de un violento empujón final, el obstáculo logró franquear el muro, cayendo ruidosamente sobre el suelo de la alcoba.

El alegre gesto que era la sonrisa de Merry Bones reapareció por el ojo de buey, enmarcado por sus cabellos erizados.

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