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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

La cuarta K (44 page)

—Eso es una unidad, Bert —replicó Louis Inch con malicia—. ¿Es que la industria petrolífera se va a echar atrás? ¿Es que ustedes los téjanos no pueden sacar unos piojosos cien millones?

—El tiempo en televisión cuesta mucho dinero —dijo Salentine—. Si pretendemos saturar las ondas desde ahora hasta noviembre, eso significa que nos quedan cinco meses. Va a ser algo muy caro.

—Y su emisora de televisión se llevará un buen bocado de todo eso —dijo Louis Inch con agresividad. Se enorgullecía de su reputación como feroz negociador—. Ustedes, los de la televisión, aportan su participación sacándola de un bolsillo y como por arte de magia se la meten por el otro. Creo que eso es algo a tener en cuenta en el momento de contribuir.

—Miren, estamos diciendo tonterías —intervino Martin Mutford.

Reservado
Mutford era famoso por su forma caballerosa de tratar los asuntos de dinero. Para él, sólo significaba un télex ordenando el trasvase de una especie de sustancia espiritual de un cuerpo etéreo a otro. No tenía realidad. Regalaba a amantes ocasionales un Mercedes nuevo, un detalle excéntrico que había aprendido de los téjanos ricos. Si tenía una amante durante un año, le compraba un apartamento para asegurarle la vejez. Otra amante había recibido una casa en Malibú, otra un castillo en Italia y un apartamento en Roma. A un hijo ilegítimo le había comprado un casino en Inglaterra. Todo eso no le había costado nada, excepto firmar simples trozos de papel. Y siempre disponía de un lugar donde alojarse cuando viajaba. Albanese le debía su famoso restaurante y edificio de apartamentos, que había conseguido de la misma forma. Y había otras muchas. El dinero no significaba nada para
Reservado
Mutford.

—Yo ya he pagado mi parte con la destrucción de Dak —dijo Au-dick agresivamente.

—Bert, no está usted delante de un comité del Congreso argumentando la necesidad de conseguir concesiones petrolíferas —le recordó Mutford.

—No le queda otra elección —le dijo Louis Inch a Audick—. Si Kennedy es elegido y consigue el Congreso que quiere, irá a parar a la cárcel.

George Greenwell volvió a preguntarse si no debería disociarse oficialmente de estos hombres. Después de todo, era demasiado viejo para estas aventuras. Su imperio del grano corría menos peligro que los campos de actividad de los otros. La industria petrolífera había chantajeado de una forma demasiado evidente al gobierno para obtener beneficios escandalosos. Su propio negocio del grano era algo apenas conocido. La gente no sabía que sólo eran cinco o seis grandes compañías privadas las que controlaban el pan del mundo. Greenwell temía que un hombre precipitado y beligerante como Bert Audick pudiera meterlos a todos en graves problemas. Sin embargo, disfrutaba con la vida del club Sócrates, de los seminarios celebrados en largos fines de semana, llenos de discusiones interesantes sobre los asuntos del mundo, de las sesiones de back-gammon y las estratagemas del bridge. Pero ya había perdido ese duro deseo de obtener lo mejor de sus semejantes.

—Vamos, Bert —dijo Inch—, ¿qué demonios significa una piojosa «unidad» para la industria del petróleo? Ustedes han estado mamando del público con sus concesiones de extracción de petróleo desde hace por lo menos cien años.

—¿Y qué hay de nuestro amigo
Reservado
? —preguntó Salentine con sequedad—. Tiene más dinero que todos nosotros juntos. Nosotros podemos echar mano del Tesoro gubernamental, pero él hace lo mismo con el producto interior bruto. La banca y Wall Street serán los primeros en recibir una patada en el trasero. Han sido tan descarados, que Kennedy podría colgarlos a todos de las farolas de Wall Street, y los ciudadanos lo celebrarían con una fiesta haciendo ondear las cintas de cotizaciones.


Reservado
—dijo Inch con una mueca—, sus compañeros del dinero están enfurecidos. El último descenso del mercado, que usted dirigió, costó a los accionistas por lo menos doscientos mil millones de dólares.

—Dejen de decir tonterías —exclamó Martin Mutford echándose a reír—. Todos estamos juntos en esto. Y todos palmaremos juntos si Kennedy gana. Olvidémonos del dinero y vayamos al meollo del asunto. ¿Qué me dicen de su fracaso para actuar a tiempo ante esa amenaza de bomba atómica, a impedir la explosión? ¿Y el hecho de que nunca haya habido una mujer en su vida desde la muerte de su esposa? ¿No estará tirándose en secreto a mujeres liberales en laCasa Blanca, como hacía su tío Jack? ¿Y qué me dicen de otro millón más de cosas? ¿Y los miembros de su equipo personal? Tenemos mucho trabajo que hacer.

Sus palabras les distrajeron. Audick dijo con expresión reflexiva:

—No tiene a ninguna mujer. Eso ya lo he comprobado yo. Quizá sea uno de esos maricones.

—¿Y qué? —replicó Salentine.

Algunas de las mejores estrellas de sus emisoras de televisión eran gays, y él era sensible al tema. El lenguaje empleado por Audick le ofendía. Pero, inesperadamente, Louis Inch apoyó el punto de vista de Audick.

—Vamos —le dijo a Salentine—, al público no le importa que uno de sus estúpidos comediantes sea gay, pero ¿el presidente de Estados Unidos?

—Llegará el momento —dijo Salentine.

—No podemos esperar —dijo Mutford—. Y, además, el presidente no es gay. Se encuentra en una especie de hibernación sexual. Por otra parte, me han llegado rumores de que empieza a sentirse interesado por una joven dama.

—¿Muy joven? —preguntó Louis Inch ávidamente.

—No lo suficiente para nuestros propósitos —contestó Mutford con sequedad—. Creo que nuestra mejor posibilidad consiste en atacarlo a través de su equipo personal. —Reflexionó un momento y añadió—: Tengo a algunas personas comprobando al fiscal general, Christian Klee. Es un tipo un tanto misterioso para ser una figura pública. Es muy rico, mucho más de lo que se imagina la gente. Le he echado un vistazo a sus cuentas bancarias, no oficialmente, claro. No gasta mucho, no mantiene a ninguna mujer, no está metido en drogas; todo eso se habría reflejado en su liquidez. Es un abogado brillante a quien, en realidad, no le importa mucho la ley. Sabemos que es fiel a Kennedy, y la forma en que protege al presidente es una maravilla de eficiencia. Pero esa misma eficiencia dificulta la campaña de Kennedy, porque Klee no le permite poner toda la carne en el asador. En conjunto, yo me concentraría sobre Klee.

—Klee fue de la CÍA —dijo Audick—. Alcanzó un alto puesto en operaciones. He oído contar algunas historias extrañas sobre él.

—Quizá esas historias puedan convertirse en nuestra munición —dijo Mutford.-Sólo son historias —replicó Audick—, y nunca lograremos sacar nada de los archivos de la CÍA, y mucho menos con ese Tappey dirigiendo el espectáculo.

—Resulta que yo poseo cierta información sobre el jefe de los consejeros del presidente —dijo George Greenwell con naturalidad—, ese tal Dazzy lleva una vida personal algo liada. Su esposa y él andan peleados, y él se ve con una joven.

«Oh, mierda —pensó Mutford—, tengo que alejarles de esto.» Jeralyn Albanese le había contado que Christian Klee parecía dispuesto a dejar caer todo su peso en el asunto.

—Eso es algo sin importancia —dijo—. ¿Qué saldríamos ganando si consiguiéramos hacer saltar a Dazzy? El público no se revolvería contra el presidente sólo porque un miembro de su equipo personal se está tirando a una joven, no a menos que se trate de violación.

—Pues entonces entramos en contacto con la chica, le damos un millón de dólares y hacemos que grite: «¡Violación!» —dijo Audick.

—Sí, pero resulta que lleva tres años tirándosela y pagando sus cuentas —replicó Mutford—. Eso no resultaría.

Fue George Greenwell quien aportó la contribución más valiosa.

—Deberíamos concentrarnos en la explosión de la bomba atómica en Nueva York. Creo que el congresista Jintz y el senador Lambertino deberían crear sendos comités de investigación en la Cámara y en el Senado, y hacer comparecer a todos los funcionarios gubernamentales. Aunque no hallen nada concreto, habrá coincidencias suficientes como para que los medios de comunicación encuentren un buen campo de batalla. Ahí será donde tenga usted que utilizar toda su influencia —le dijo a Salentine—. Ésa es nuestra mejor esperanza. Y ahora sugiero que todos nos pongamos a trabajar. Ponga en marcha sus comités de campaña —le dijo a Mutford—. Le garantizo que recibirá mis cien millones. Es una inversión muy prudente.

Cuando finalizó la reunión sólo Bert Audick pensaba en medidas mucho más radicales.

Poco después de esta reunión, Lawrence Salentine fue llamado por el presidente Francis Kennedy. Salentine se preparó para la reunión conferenciando previamente con sus compañeros propietarios de cadenas de televisión.-Caballeros —les dijo—, va a darme malas noticias, del mismo modo que yo se las di a él una vez. Nos hallamos todos metidos en grandes problemas.

Y así fue. Francis Kennedy le dijo a Salentine que se tomarían medidas contra las cadenas de televisión por haber impedido ilegalmente el acceso del presidente de Estados Unidos a la audiencia el día en que el Congreso votó su destitución. El fiscal general ya estaba redactando los pliegos de cargos. También le dijo que la política reguladora flexible era cosa del pasado. Todas las cadenas de televisión y emisoras de televisión por cable dedicaban demasiados minutos a la publicidad. Eso se recortaría a la mitad.

Cuando Salentine le dijo al presidente que el Congreso no lo permitiría, Kennedy le sonrió con una mueca.

—Este Congreso no, pero tenemos unas elecciones en noviembre. Y voy a presentarme para la reelección. También haré campaña para que el pueblo vote un Congreso que apoye mis puntos de vista.

Lawrence Salentine regresó a entrevistarse con sus compañeros propietarios de las cadenas y les dio las malas noticias.

—Sólo podemos hacer dos cosas —dijo—. Empezar a ayudar al presidente en cuanto a cómo y cuándo informar de sus acciones y políticas, o bien permanecer libres e independientes y oponernos a él cuando lo creamos necesario. Es posible que éstos sean unos tiempos muy peligrosos para nosotros. No se trata sólo de una pérdida de ingresos, o de restricciones reguladoras, sino de que en el caso de que Kennedy llegara demasiado lejos podríamos incluso perder nuestras licencias.

Eso fue demasiado. Era inconcebible que se pudieran perder las licencias de las cadenas, como los colonos de los primeros tiempos de la frontera perdían sus tierras a manos del gobierno. La garantía de las licencias de emisión y el libre acceso a las ondas era algo que siempre les había pertenecido. Ahora les parecía como si fuera un derecho natural. En consecuencia, los propietarios tomaron la decisión de no someterse servilmente al presidente de Estados Unidos y seguir siendo libres e independientes.

Además, denunciarían al presidente por la grave amenaza en la que, sin duda alguna, se había convertido para el capitalismo democrático estadounidense. Lawrence Salentine comunicaría esta decisión a los miembros más importantes del club Sócrates. Salentine reflexionó durante varios días sobre cómo podía montar en su propia cadena una campaña televisiva contra el presidente, sin que pareciera demasiado evidente. Después de todo, el público del país creía en el
fair play
, y se revolvería si se diera cuenta de que se había hecho un trabajo chapucero. El pueblo creía en el debido proceso de la ley, aunque fuera el populacho más criminal del mundo.

Se movió con precaución. Lo primero que debía hacer era poner de su parte a Cassandra Chutt, que dirigía el programa nacional de noticias con índice de audiencia más elevado. Desde luego, no sería directo, ya que los presentadores de televisión se protegen celosamente contra toda interferencia abierta. Sin embargo, no habían alcanzado aquellas alturas sin haber jugado en connivencia con la alta dirección. Y Cassandra Chutt conocía muy bien ese juego.

Salentine había alimentado su carrera durante los últimos veinte años. La había conocido cuando ella trabajaba en los programas iniciales de la mañana, y también se encontró con ella más tarde, cuando pasó a los noticieros de la noche. Era una mujer desvergonzada en su persecución del éxito. Se decía de ella que en cierta ocasión se había agarrado del cuello de un secretario de Estado, anegada en lágrimas, gritándole que si no le concedía una entrevista de dos minutos perdería su trabajo. Había halagado, flirteado y chantajeado a los personajes célebres para que aparecieran en su programa de entrevistas, y luego los había asaltado con preguntas personales y vulgares. Lawrence Salentine creía que Cassandra Chutt era la persona más descortés que había conocido en el negocio de la televisión.

La invitó a cenar a su apartamento. Disfrutaba estando en compañía de personas descorteses.

A la noche siguiente, cuando llegó Cassandra, Salentine estaba montando una cinta de vídeo. La hizo pasar a su estudio, donde tenía el mejor equipo de vídeos y televisores, paneles de control y mezcladoras, todo ello dirigido desde pequeñas computadoras.

—Oh, mierda, Lawrence —dijo Cassandra sentándose en una silla—, ¿quiere que vuelva a verle cortar
Lo que el viento se llevó
?

Por toda respuesta, él le ofreció una copa que sirvió en el pequeño bar situado en un rincón de la estancia.

Lawrence Salentine tenía una afición. Tomaba cintas de vídeo de una película (poseía una colección de lo que consideraba como las cien mejores películas que se hubieran hecho) y las recortaba para mejorarlas. Incluso en sus películas favoritas encontraba una escena o un diálogo que no le parecían bien hechos, o que creía innecesarios, y entonces los cortaba con los artilugios de que disponía. Ahora, dispuestas en la estantería de su salón, había cien cintas de vídeo de las mejores películas, algo más cortas que las originales, pero perfectas. A algunas de ellas les había cortado incluso el final, si éste no le parecía satisfactorio.

Mientras él y Cassandra tomaban la cena servida por un mayordomo, hablaron sobre sus programas futuros. Eso era algo que siempre ponía de buen humor a Cassandra. Habló a Salentine de sus planes para visitar los Estados árabes y conseguir hacer un programa con sus representantes y el de Israel. Luego haría un programa con tres primeros ministros europeos, charlando con ella. También se mostró entusiasmada con la idea de ir a Japón para entrevistar al emperador. Salentine la escuchó pacientemente. Cassandra Chutt tenía delirios de grandeza, pero de vez en cuando daba un golpe asombroso. Finalmente la interrumpió:

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