La decadencia del ingenio (9 page)

Los dos se fueron a una cafetería. Les seguí a distancia con mi triciclo. Me tuve que quedar fuera del establecimiento en cuestión, por lo que no pude oír nada de lo que dijeron, pero imagino que hablarían del juicio, de si llegaría muy lejos la investigación, de si la harían testificar a ella, de si la incriminarían.

Cuando salieron, me quedé detrás de una cabina. Él no la acompañó a casa.

—Ya que he salido –le dijo la doctora—, iré a ver a mi madre.

Sonreí al haber dado finalmente con una solución elegante a mis problemas.

La seguí y, cuando la pediatra dejó el piso de su madre, yo subí y llamé al timbre. La señora abrió y al ver a un niño en triciclo empezó a soltar unos ay, ay, ay, que se ha perdido un niño, ay, ay, ay, pasa, pasa. Y me hizo sentar en el sofá y me preparó leche con galletas, ahora llamo a la policía, pobrecito, ay, ay, ay.

Sólo tuve que ponerme de pie sobre el reposabrazos del sofá, agarrar un jarrón del estante y rompérselo en la cabeza a la vieja mientras agarraba el teléfono.

Cuando tocó el suelo aún estaba viva. Tenía los ojos abiertos y la vista perdida. La sangre le resbalaba por la cara.

—Lo veo… todo… rojo… ¿Quién eres… Qué hace un niño… ¿Eres tú… Alberto?

Y entonces cerró los ojos y murió.

Anoté el nombre de Alberto. Tenía el presentimiento de que le conocería durante los funerales.

Acerca del funeral y de cómo conocí a Alberto

La muerte de la madre de la pediatra le puso las cosas más difíciles a mi padre. En este caso, sí tenía coartada, ya que al dejar a la doctora había ido a la oficina de su abogado para hablar de sus problemas con la ley. De hecho, y por lo que pude oír de una más bien complicada, nerviosa y varias veces interrumpida conversación telefónica entre mi padre y la ya huérfana, la policía pensaba que todo había sido cosa de algún ladrón que se había puesto demasiado nervioso.

—Padre –le dije, una vez pasado un tiempo prudencial tras la disputa telefónica—, ¿cuándo se celebran los funerales por la madre de la pediatra?

—¿A ti también te da pena lo que le está pasando a tu doctora?

—No digas tonterías. ¿Cuándo es?

—Mañana.

—¿Dónde?

—En Sancho de Ávila. Pero déjame ahora. No tengo ganas de jugar. Mira, dale al cochecito. Brum, brum, mira cómo corre.

Y le di al cochecito, porque no dejaba de ser entretenido. Además, estaba contento. Al día siguiente asistiría a mi primer entierro, cosa que no dejaba de tener su interés, y conocería al tal Alberto. Pensaba acabar con los nervios de la doctora. Igual incluso se acababa suicidando, y me facilitaba así el trabajo y la vida.

Pedaleando y tras haber consultado un plano, llegué al tanatorio. Un sitio curioso. Una gran casa con habitaciones para los muertos. Gente llorando en los sofás. Muchas salas, todas iguales, como consultas de médicos. Anticuadas, con sillas bajas de madera oscura y acolchado viejo y descosido. Había salas para familiares y salas con ataúdes. Algunos de los ataúdes estaban abiertos. Estiré el cuello para mirar los cuerpos. Parecían maniquíes, llevaban demasiado maquillaje. Mis cadáveres eran más agradables a la vista.

Llegué a donde estaba la pediatra. Llorando. Fatal, la pobre. Parecía aún mayor de lo que era. Olvidada en medio de un montón de gente. Viejos, en su mayoría. Algunos incluso riendo: menos mal que los había cuerdos. Otros más jóvenes. Quizá sobrinos o nietos. La doctora se abrazó a un tipo que iba de negro y llevaba gafas de sol, como yo, además de sostener con la mano un bastón blanco. Siéntate, le decía, y ella le contestaba no, Alberto, no quiero sentarme, llevo todo el día sentada. Y en cuanto oí Alberto, yo sonreí, y él me vio y se me quedó mirando, pero como a través de mí o a un lado o en todo caso no directamente, y también sonrió.

Su aspecto me resultaba atractivo, especialmente para tratarse de un adulto. Era excesivamente grande, como todos, pero algo más bajito que la mayoría. Estaba gordo y parecía blandito. Tenía la piel muy blanca, las mejillas muy sonrosadas y el cabello lacio y rubio. También unas extrañas cicatrices que se le adivinaban por debajo de las gafas y en la nariz.

—Perdona, hermanita, pero necesito tomar el fresco.

Le endosó la pediatra a un cincuentón que pasaba por ahí y fue directo a mí, blandiendo su bastón para asegurarse de que tenía vía libre. Me pareció una forma inteligente de actuar, aunque quizá las precauciones resultaran excesivas. Cuando llegó a mi altura, inclinó la cabeza y me dijo:

—¿Vamos fuera un rato?

Sin esperar mi respuesta, fue caminando hacia la puerta. Le seguí con mi triciclo.

—Me llamo Alberto –me dijo, una vez fuera—, y hace años yo fui como tú.

Creo que abrí mucho los ojos.

—Tú has matado a mi madre, ¿verdad?

No contesté.

—Y al marido de mi hermana.

Seguí sin contestar. Quería esperar a ver qué me decía. En realidad, yo no tenía por qué rebajarme a dialogar con aquel tipo. Incluso en el caso de que hubiera sido como yo de niño, ahora no era más que un adulto. Es más, podía tratarse de una simple treta para evitar que le arrancara la cabeza, como tenía pensado hacer.

—Hiciste bien –siguió—. Comprendo que no puedas con mi hermana. Las tetas… Claro. Pero la jodida lo tendría bien merecido. Pediatra, ¿cómo pudo hacerse pediatra? Y más teniendo un hermano como yo. Ella me vio hacer lo que hice de niño. Incluso intenté enseñarle a hacerlo. Pero no. Ella era de las normales, entre comillas. Maldita puta. Si yo pudiera… Pero ya no puedo, claro. Aunque la odio, Dios, cómo la odio. Pero mejor vamos a casa y te explicaré mi historia.

—¿Y el entierro?

—Deja que los muertos entierren a sus muertos.

La historia de Alberto

—Como ya te he dicho, yo de niño era como tú –me explicó Alberto, ya en su piso—. Desde antes de nacer fui consciente de mi superioridad y cuando cumplí mi primer año sentía la necesidad de erradicar o al menos someter a los adultos para que los nuestros pudieran disfrutar de un futuro mejor, algo que a mí me había sido negado. Pero no te explico nada nuevo, ¿verdad? Tú también tendrías tus proyectos, proyectos que también se verían frustrados por culpa de este mundo tan mal hecho. Demasiado que arreglar como para ponerse a hacer cosas nuevas.

Al primero al que eliminé fue a mi padre. En realidad, se trató más bien de un acto de legítima defensa. Yo aún no estaba decidido a lanzarme a los asesinatos. Me interesaba la interpretación, el teatro, el cine, todo como metáfora de la farsa en la que vivíamos. Pero sabía que en el mundo en el que estaba, en el que estoy, eso no era posible, al menos no como yo quería. Fue entonces —insisto, aún dudaba—, cuando mi padre le dijo a mi madre que le haría ilusión que yo de mayor fuera médico. Aquello era una clara amenaza. No sólo quería convertirme en un adulto lo antes posible sino que quería que acabara convertido en uno de los principales engranajes de esta maquinaria que nos oprime: una máquina de mantener vivos a los adultos.

Le empujé por el balcón. Aún recuerdo el grito y el ruido del golpe que se dio al caer. Vivíamos en un tercero —bueno, tú ya conoces el piso, ahí mataste a mi madre— y no murió en la caída. Falleció tres días después, en el hospital. Recuperó la consciencia horas antes de morir. Miró a mi madre, miró a mi hermana, me miró a mí. Le sonreí y le dije que esperaba que no se recuperara. Se puso a gritar, a agitarse, las máquinas a las que estaba conectado soltaron toda clase de pitidos. Vino una enfermera, nos sacó de la habitación y ya no volvimos a entrar.

A partir de entonces supe que no tendría más remedio que dedicarme a la poda, sin saber si era o no el único en hacerlo aunque con la confianza de que quienes vinieran detrás de mí lo tendrían algo más fácil. Si no actuaba, no sólo acabaría convertido en médico, sino que además no habría hecho nada para evitar que otros se enfrentaran al terrible destino al que yo me intentaba resistir.

No entraremos en detalles acerca de los asesinatos. Te los puedes imaginar. Una maestra de escuela, mi tío, un guardia urbano, también un par de pediatras. Además tuve suerte: conocí a dos niños como yo. Un chico y una chica. Llegamos incluso a incendiar un edificio de oficinas a las diez de la mañana. Se salvaron muchos al estar tomando un café en el bar de la esquina. Pero la semana siguiente también hicimos arder el bar.

Todo iba de maravilla. Hasta que ocurrió el accidente.

Estábamos en la habitación de la compañera. Planeábamos rociar con ácido al director de un banco. Examinando el líquido, se me cayó en la cara. Es lo que tienen los potes de mermelada, que las tapas se atascan y… En fin, prefiero no hablar del tema.

Pasé tres meses en el hospital. Salí con la nariz reconstruida y la cara llena de quemaduras. Y me esperaban años de operaciones e injertos, hasta recuperar un aspecto más o menos respetable. Pero no la vista. Salí de la clínica con ojos de cristal y con ojos de cristal sigo.

Intenté reincorporarme al grupo. Hay que decir en favor de mis compañeros que incluso esperaron a atacar al banquero hasta que salí del hospital. Pero lo cierto es que a partir de entonces no pude volver a seguir el ritmo anterior. Apenas participaba en la planificación y casi nunca en la ejecución.

La vista es una herramienta insustituible, irremplazable. Cuántas veces soñé con que había perdido el olfato o incluso el tacto en lugar de los ojos. Dependemos de ellos más que de cualquier otro sentido. Para lo que hay que oír y pudiendo escribir o comunicarse por signos, vale más quedarse sordomudo. Está bien el lenguaje de los signos. De hecho, dudo que sea obra de un adulto.

El caso es que me deprimí. Por aquel entonces ya había cumplido los nueve años y me veía en la recta final de la vida —de la vida que realmente importa, la única presente, la única con la que se puede contar— y no sólo el mundo no había cambiado, sino que yo cada vez podía hacer menos por cambiarlo.

Así, les dije a mis compañeros que necesitaba un tiempo para meditar, para reflexionar y, sobre todo, para acabar de acostumbrarme a mi nuevo estado y aprender a moverme en un mundo sin imágenes.

Poco después comencé a notar algo sorprendente. Ignoro exactamente por qué y si me hubiera pasado también de no haberme quedado ciego. Me di cuenta de que mi crecimiento, al que prestaba gran atención, variaba singularmente de lo que esperaba y de lo que veía en otros niños. Incluso mi pediatra se extrañó.

A pesar de que seguía creciendo en tamaño, seguía conservando las proporciones de un niño. Fíjate en mi pelo. Sigue siendo escaso, lacio y suave. Y mi cara, redonda y rellena. Piernas y brazos regordetes: mira mis codos y mira mi barriga y mi papada. Mi piel es blanca y suave, sin apenas vello. Ni barba, desde luego. Y, sobre todo, nada de semen.

De todas formas, perdí facultades. No soy tan brillante como entonces y tengo más escrúpulos. Ahora no me atrevería a degollar a nadie. O necesitaría tiempo para pensarlo y planearlo. Entonces no me preocupaba ni por la policía, ni por que me vieran, ni por las pesadillas que nunca tuve. Hasta cumplir los dieciocho. Ahora sí que sueño con lo que hice durante la que fue mi época más feliz, o sea que no quiero ni pensar en lo mal que dormiría —y duermo catorce horas—, si ahora me atreviera a pegarle un tiro a alguien.

Y ahí está la clave de todo. No puedo ver nada de lo que ocurre, pero recuerdo perfectamente lo que ocurrió entonces, todo lo que hice, todo lo que dije, todo lo que pensé. Y la memoria no la conservan todos. Alejandro, mi compañero de aquella época, ahora es profesor de universidad y no recuerda nada. María —obviamente María no eyaculó, sino que le vino la regla— ahora es informática y tampoco recuerda nada. Tú probablemente ya te habrás olvidado de todo cuando llegues a eyacular.

No recuerdan nada. Nada.

Y eso que yo no dejé de estar a su lado durante todo el proceso de lo que a efectos prácticos podríamos llamar su muerte. Vi cómo se fueron desintegrando, casi al mismo tiempo, ella quizá unos meses antes. Cómo pasaban de no reconocerme a hablar de los buenos tiempos a lo largo de una misma hora; cómo se ponían a hacer los deberes o a jugar con el ordenador para después recobrar la lucidez y, al sorprenderse en medio de aquellas actividades, estallar en llantos o, directamente, en intentos de suicidio.

Intenté retrasar todo aquello. Les hablaba de lo que habían hecho. Quise traer a su mente los recuerdos, para que los tuvieran siempre presentes, para que no se les borraran, aunque sólo conservaran mis palabras y no las propias imágenes que habían llevado grabadas en su cerebro.

Al final, claro, tuve que desistir. Me tomaban por loco, por mentiroso. Y aunque sus ojos asustados daban a entender que no lo habían olvidado todo, que mantenían cierta intuición referente a lo que habían sido, acabaron rehuyéndome, apartándome de su lado, expulsándome de su agonía. Aunque para entonces ya no se podía hablar de agonía, sino directamente de muerte.

Por todo esto, por lo que he vivido, por mi experiencia, permíteme decirte que sigas matando. Que pienses en las generaciones venideras y en lo que te deberán a ti y a otros como tú. Busca compañeros, tira abajo edificios, coches, trenes. Mátalos a todos, al menos a todos los que puedas. Yo ya soy un cadáver y sólo de pensar en la idea de ayudarte me estremezco de pánico. Pero aprovecha tú el valor que aún tienes y usa cuanto necesites la vaga ayuda de mis recuerdos. Aún eres joven. Y extremadamente hábil. Harás cosas grandes. Nada me gustaría más que verlas, pero, claro, yo soy ciego.

Acerca de la discusión entre Noelia y mi padre

Salí de casa de Alberto confuso y mareado. Pedaleaba lentamente mientras pensaba en todo lo que me acababa de explicar. Durante el tiempo que estuve con él no se me ocurrió ni una sola pregunta que hacerle, ni un solo comentario que añadir, pero entonces, ya sobre mi triciclo, mi cerebro no dejaba de efervescer bajo el efecto de sus palabras, y se me agolpaba en la mente todo aquello que le hubiera querido decir, preguntar y agradecer.

Y es que gracias a Alberto, sabía que estaba por buen camino. Gracias a él, sabía también por dónde tenía que continuar. No bastaba con asesinatos individuales. Había que actuar a lo grande y en grupo para multiplicar los resultados y no sólo sumarlos.

Sentía también una gran admiración por Alberto, que había hecho arder edificios y que había jugado con ácido, pero esa admiración me hacía sentir al mismo tiempo insignificante, mediocre, a pesar de sus elogios y del hecho de que yo aún no había cumplido los tres años y él me había dado a entender que todavía me quedaba tiempo para ponerme a su nivel.

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