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Authors: Dante Alighieri

Tags: #clásicos

La divina comedia (3 page)

siendo yo el sexto entre tan grandes sabios.

Así anduvimos hasta aquella luz,

hablando cosas que callar es bueno,

tal como era el hablarlas allí mismo.

Al pie llegamos de un castillo noble,

siete veces cercado de altos muros,

guardado entorno por un bello arroyo.

Lo cruzamos igual que tierra firme;

crucé por siete puertas con los sabios:

hasta llegar a un prado fresco y verde.

Gente había con ojos graves, lentos,

con gran autoridad en su semblante:

hablaban poco, con voces suaves.

Nos apartamos a uno de los lados,

en un claro lugar alto y abierto,

tal que ver se podían todos ellos.

Erguido allí sobre el esmalte verde,

las magnas sombras fuéronme mostradas,

que de placer me colma haberlas visto.

A Electra vi con muchos compañeros,

y entre ellos conocí a Héctor y a Eneas,

y armado a César, con ojos grifaños.

Vi a Pantasilea y a Camila,

y al rey Latino vi por la otra parte,

que se sentaba con su hija Lavinia.

Vi a Bruto, aquel que destronó a Tarquino,

a Cornelia, a Lucrecia, a Julia, a Marcia;

y a Saladino vi, que estaba solo;

y al levantar un poco más la vista,

vi al maestro de todos los que saben,

sentado en filosófica familia.

Todos le miran, todos le dan honra:

y a Sócrates, que al lado de Platón,

están más cerca de él que los restantes;

Demócrito, que el mundo pone en duda,

Anaxágoras, Tales y Diógenes,

Empédocles, Heráclito y Zenón;

y al que las plantas observó con tino,

Dioscórides, digo; y via Orfeo,

Tulio, Livio y al moralista Séneca;

al geómetra Euclides, Tolomeo,

Hipócrates, Galeno y Avicena,

y a Averroes que hizo el «Comentario».

No puedo detallar de todos ellos,

porque así me encadena el largo tema,

que dicho y hecho no se corresponden.

El grupo de los seis se partió en dos:

por otra senda me llevó mi guía,

de la quietud al aire tembloroso

y llegué a un sitio en donde nada luce.

CANTO V

Así bajé del círculo primero

al segundo que menos lugar ciñe,

y tanto más dolor, que al llanto mueve.

Allí el horrible Minos rechinaba.

A la entrada examina los pecados;

juzga y ordena según se relíe.

Digo que cuando un alma mal nacida

llega delante, todo lo confiesa;

y aquel conocedor de los pecados

ve el lugar del infierno que merece:

tantas veces se ciñe con la cola,

cuantos grados él quiere que sea echada.

Siempre delante de él se encuentran muchos;

van esperando cada uno su juicio,

hablan y escuchan, después las arrojan.

«Oh tú que vienes al doloso albergue

—me dijo Minos en cuanto me vio,

dejando el acto de tan alto oficio—;

mira cómo entras y de quién te fías:

no te engañe la anchura de la entrada.»

Y mi guta: «¿Por qué le gritas tanto?

No le entorpezcas su fatal camino;

así se quiso allí donde se puede

lo que se quiere, y más no me preguntes.»

Ahora comienzan las dolientes notas

a hacérseme sentir; y llego entonces

allí donde un gran llanto me golpea.

Llegué a un lugar de todas luces mudo,

que mugía cual mar en la tormenta,

si los vientos contrarios le combaten.

La borrasca infernal, que nunca cesa,

en su rapiña lleva a los espíritus;

volviendo y golpeando les acosa.

Cuando llegan delante de la ruina,

allí los gritos, el llanto, el lamento;

allí blasfeman del poder divino.

Comprendí que a tal clase de martirio

los lujuriosos eran condenados,

que la razón someten al deseo.

Y cual los estorninos forman de alas

en invierno bandada larga y prieta,

así aquel viento a los malos espiritus:

arriba, abajo, acá y allí les lleva;

y ninguna esperanza les conforta,

no de descanso, mas de menor pena.

Y cual las grullas cantando sus lays

largas hileras hacen en el aire,

así las vi venir lanzando ayes,

a las sombras llevadas por el viento.

Y yo dije: «Maestro, quién son esas

gentes que el aire negro así castiga?»

«La primera de la que las noticias

quieres saber —me dijo aquel entonces—

fue emperatriz sobre muchos idiomas.

Se inclinó tanto al vicio de lujuria,

que la lascivia licitó en sus leyes,

para ocultar el asco al que era dada:

Semíramis es ella, de quien dicen

que sucediera a Nino y fue su esposa:

mandó en la tierra que el sultán gobierna.

Se mató aquella otra, enamorada,

traicionando el recuerdo de Siqueo;

la que sigue es Cleopatra lujuriosa.

A Elena ve, por la que tanta víctima

el tiempo se llevó, y ve al gran Aquiles

que por Amor al cabo combatiera;

ve a Paris, a Tristán.» Y a más de mil

sombras me señaló, y me nombró, a dedo,

que Amor de nuestra vida les privara.

Y después de escuchar a mi maestro

nombrar a antiguas damas y caudillos,

les tuve pena, y casi me desmayo.

Yo comencé: «Poeta, muy gustoso

hablaría a esos dos que vienen juntos

y parecen al viento tan ligeros.»

Y él a mí: «Los verás cuando ya estén

más cerca de nosotros; si les ruegas

en nombre de su amor, ellos vendrán.»

Tan pronto como el viento allí los trajo

alcé la voz: «Oh almas afanadas,

hablad, si no os lo impiden, con nosotros.»

Tal palomas llamadas del deseo,

al dulce nido con el ala alzada,

van por el viento del querer llevadas,

ambos dejaron el grupo de Dido

y en el aire malsano se acercaron,

tan fuerte fue mi grito afectuoso:

«Oh criatura graciosa y compasiva

que nos visitas por el aire perso

a nosotras que el mundo ensangrentamos;

si el Rey del Mundo fuese nuestro amigo

rogaríamos de él tu salvación,

ya que te apiada nuestro mal perverso.

De lo que oír o lo que hablar os guste,

nosotros oiremos y hablaremos

mientras que el viento, como ahora, calle.

La tierra en que nací está situada

en la Marina donde el Po desciende

y con sus afluentes se reúne.

Amor, que al noble corazón se agarra,

a éste prendió de la bella persona

que me quitaron; aún me ofende el modo.

Amor, que a todo amado a amar le obliga,

prendió por éste en mí pasión tan fuerte

que, como ves, aún no me abandona.

El Amor nos condujo a morir juntos,

y a aquel que nos mató Caína espera.»

Estas palabras ellos nos dijeron.

Cuando escuché a las almas doloridas

bajé el rostro y tan bajo lo tenía,

que el poeta me dijo al fin: «tQué piensas?»

Al responderle comencé: «Qué pena,

cuánto dulce pensar, cuánto deseo,

a éstos condujo a paso tan dañoso.»

Después me volví a ellos y les dije,

y comencé: «Francesca, tus pesares

llorar me hacen triste y compasivo;

dime, en la edad de los dulces suspiros

¿cómo o por qué el Amor os concedió

que conocieses tan turbios deseos?»

Y repuso: «Ningún dolor más grande

que el de acordarse del tiempo dichoso

en la desgracia; y tu guía lo sabe.

Mas si saber la primera raíz

de nuestro amor deseas de tal modo,

hablaré como aquel que llora y habla:

Leíamos un día por deleite,

cómo hería el amor a Lanzarote;

solos los dos y sin recelo alguno.

Muchas veces los ojos suspendieron

la lectura, y el rostro emblanquecía,

pero tan sólo nos venció un pasaje.

Al leer que la risa deseada

era besada por tan gran amante,

éste, que de mí nunca ha de apartarse,

la boca me besó, todo él temblando.

Galeotto fue el libro y quien lo hizo;

no seguimos leyendo ya ese día.»

Y mientras un espiritu así hablaba,

lloraba el otro, tal que de piedad

desfallecí como si me muriese;

y caí como un cuerpo muerto cae.

CANTO VI

Cuando cobré el sentido que perdí

antes por la piedad de los cuñados,

que todo en la tristeza me sumieron,

nuevas condenas, nuevos condenados

veía en cualquier sitio en que anduviera

y me volviese y a donde mirase.

Era el tercer recinto, el de la lluvia

eterna, maldecida, fría y densa:

de regla y calidad no cambia nunca.

Grueso granizo, y agua sucia y nieve

descienden por el aire tenebroso;

hiede la tierra cuando esto recibe.

Cerbero, fiera monstruosa y cruel,

caninamente ladra con tres fauces

sobre la gente que aquí es sumergida.

Rojos los ojos, la barba unta y negra,

y ancho su vientre, y uñosas sus manos:

clava a las almas, desgarra y desuella.

Los hace aullar la lluvia como a perros,

de un lado hacen al otro su refugio,

los míseros profanos se revuelven.

Al advertirnos Cerbero, el gusano,

la boca abrió y nos mostró los colmillos,

no había un miembro que tuviese quieto.

Extendiendo las palmas de las manos,

cogió tierra mi guía y a puñadas

la tiró dentro del bramante tubo.

Cual hace el perro que ladrando rabia,

y mordiendo comida se apacigua,

que ya sólo se afana en devorarla,

de igual manera las bocas impuras

del demonio Cerbero, que así atruena

las almas, que quisieran verse sordas.

Íbamos sobre sombras que atería

la densa lluvia, poniendo las plantas

en sus fantasmas que parecen cuerpos.

En el suelo yacían todas ellas,

salvo una que se alzó a sentarse al punto

que pudo vernos pasar por delante.

«Oh tú que a estos infiernos te han traído

—me dijo— reconóceme si puedes:

tú fuiste, antes que yo deshecho, hecho.»

«La angustia que tú sientes —yo le dije—

tal vez te haya sacado de mi mente,

y así creo que no te he visto nunca.

Dime quién eres pues que en tan penoso

lugar te han puesto, y a tan grandes males,

que si hay más grandes no serán tan tristes.»

Y él a mfí «Tu ciudad, que tan repleta

de envidia está que ya rebosa el saco,

en sí me tuvo en la vida serena.

Los ciudadanos Ciacco me llamasteis;

por la dañosa culpa de la gula,

como estás viendo, en la lluvia me arrastro.

Mas yo, alma triste, no me encuentro sola,

que éstas se hallan en pena semejante

por semejante culpa», y más no dijo.

Yo le repuse: «Ciacco, tu tormento

tanto me pesa que a llorar me invita,

pero dime, si sabes, qué han de hacerse

de la ciudad partida los vecinos,

si alguno es justo; y dime la razón

por la que tanta guerra la ha asolado.»

Y él a mí: «Tras de largas disensiones

ha de haber sangre, y el bando salvaje

echará al otro con grandes ofensas;

después será preciso que éste caiga

y el otro ascienda, luego de tres soles,

con la fuerza de Aquel que tanto alaban.

Alta tendrá largo tiempo la frente,

teniendo al otro bajo grandes pesos,

por más que de esto se avergüence y llore.

Hay dos justos, mas nadie les escucha;

son avaricia, soberbia y envidia

las tres antorchas que arden en los pechos.»

Puso aquí fin al lagrimoso dicho.

Y yo le dije: «Aún quiero que me informes,

y que me hagas merced de más palabras;

Farinatta y Tegghiaio, tan honrados,

Jacobo Rusticucci, Arrigo y Mosca,

y los otros que en bien obrar pensaron,

dime en qué sitio están y hazme saber,

pues me aprieta el deseo, si el infierno

los amarga, o el cielo los endulza.»

Y aquél: « Están entre las negras almas;

culpas varias al fondo los arrojan;

los podrás ver si sigues más abajo.

Pero cuando hayas vuelto al dulce mundo,

te pido que a otras mentes me recuerdes;

más no te digo y más no te respondo.»

Entonces desvió los ojos fijos,

me miró un poco, y agachó la cara;

y a la par que los otros cayó ciego.

Y el guía dijo: «Ya no se levanta

hasta que suene la angélica trompa,

y venga la enemiga autoridad.

Cada cual volverá a su triste tumba,

retomarán su carne y su apariencia,

y oirán aquello que atruena por siempre.»

Así pasamos por la sucia mezcla

de sombras y de lluvia a paso lento,

tratando sobre la vida futura.

Y yo dije: «Maestro, estos tormentos

crecerán luego de la gran sentencia,

serán menores o tan dolorosos?»

Y él contestó: «Recurre a lo que sabes:

pues cuanto más perfecta es una cosa

más siente el bien, y el dolor de igual modo,

Y por más que esta gente maldecida

la verdadera perfección no encuentre,

entonces, más que ahora, esperan serlo.»

En redondo seguimos nuestra ruta,

hablando de otras cosas que no cuento;

y al llegar a aquel sitio en que se baja

encontramos a Pluto: el enemigo.

CANTO VII

«¡Papé Satán, Papé Satán aleppe!»

dijo Pluto con voz enronquecida;

y aquel sabio gentil que todo sabe,

me quiso confortar: «No te detenga

el miedo, que por mucho que pudiese

no impedirá que bajes esta roca.»

Luego volvióse a aquel hocico hinchado,

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