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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La genealogía de la moral (4 page)

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Pero en segundo lugar: prescindiendo totalmente de la insostenibilidad histórica de aquella hipótesis sobre la procedencia del juicio de valor «bueno», ella adolece en sí misma de un contrasentido psicológico. La utilidad de la acción no egoísta, dice, sería el origen de su alabanza, y ese origen se habría olvidado: —¿cómo es siquiera posible tal olvido? ¿Es que acaso la utilidad de tales acciones ha dejado de darse alguna vez? Ocurre lo contrario: esa utilidad ha sido, antes bien, la experiencia cotidiana en todos los tiempos, es decir, algo permanentemente subrayado una y otra vez; en consecuencia, en lugar de desaparecer de la conciencia, en lugar de volverse olvidable, tuvo que grabarse en ella con una claridad cada vez mayor. Mucho más razonable resulta aquella teoría opuesta a ésta (no por ello es más verdadera—), que es defendida, por ejemplo, por Herbert Spencer
[18]
: éste establece que el concepto «bueno» es esencialmente idéntico al concepto «útil», «conveniente», de tal modo que en los juicios «bueno» y «malo» la humanidad habría sumado y sancionado cabalmente sus
inolvidadas
e
inolvidables
experiencias acerca de lo útil-conveniente, de lo perjudicial-inconveniente. Bueno es, según esta teoría, lo que desde siempre ha demostrado ser útil: por lo cual le es lícito presentarse como «máximamente valioso», como «valioso en sí». También esta vía de explicación es falsa, como hemos dicho, pero al menos la explicación misma es en sí razonable y resulta psicológicamente sostenible.

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—La indicación de cuál es el camino
correcto
me la proporcionó el problema referente a qué es lo que las designaciones de lo «bueno» acuñadas por las diversas lenguas pretenden propiamente significar en el aspecto etimológico: encontré aquí que todas ellas remiten a
idéntica metamorfosis conceptual,
—que, en todas partes, «noble», «aristocrático» en el sentido estamental, es el concepto básico a partir del cual se desarrolló luego, por necesidad, «bueno» en el sentido de «anímicamente noble», de «aristocrático», de «anímicamente de índole elevada», «anímicamente privilegiado»: un desarrollo que marcha siempre paralelo a aquel otro que hace que «vulgar», «plebeyo», «bajo», acaben por pasar al concepto «malo». El más elocuente ejemplo de esto último es la misma palabra alemana «malo» (
schlechz
): en sí es idéntica a «simple» (
schlicht)
—véase «simplemente» (
schlechtweg, schlechterdings
) —y en su origen designaba al hombre simple, vulgar, sin que, al hacerlo, lanzase aún una recelosa mirada de soslayo, sino sencillamente en contraposición al noble
[19]
. Aproximadamente hacia la Guerra de los Treinta Años, es decir, bastante tarde, tal sentido se desplaza hacia el hoy usual—. Con respecto a la genealogía de la moral esto me parece un conocimiento
esencial
; el que se haya tardado tanto en encontrarlo se debe al influjo obstaculizador que el prejuicio democrático ejerce dentro del mundo moderno con respecto a todas las cuestiones referentes a la procedencia. Prejuicio que penetra hasta en el dominio, aparentemente objetivísimo, de las ciencias naturales y de la fisiología; baste aquí con esta alusión. Pero el daño que ese prejuicio, una vez desbocado hasta el odio, puede ocasionar ante todo a la moral y a la ciencia histórica, lo muestra el tristemente famoso caso de Buckle
[20]
: el
plebeyismo
del espíritu moderno, que es de procedencia inglesa, explotó aquí una vez más en su suelo natal con la violencia de un volcán enlodado y con la elocuencia demasiado salada, chillona, vulgar, con que han hablado hasta ahora todos los volcanes—.

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Respecto a
nuestro
problema, que puede ser denominado con buenas razones un problema
silencioso
y que sólo se dirige, selectivamente, a un exiguo número de oídos, tiene interés no pequeño el comprobar que en las palabras y raíces que designan «bueno» se transparenta todavía, de muchas formas, el matiz básico en razón del cual los nobles se sentían precisamente hombres de rango superior. Es cierto que, quizá en la mayoría de los casos, éstos se apoyan, para darse nombre, sencillamente en su superioridad de poder (se llaman «los poderosos», los «señores», «los que mandan»), o en el signo más visible de tal superioridad, y se llaman por ejemplo, «los ricos», «los propietarios» (éste es el sentido que tiene
arya
; y lo mismo ocurre en el iranio y en el eslavo). Pero también se apoyan, para darse nombre, en un rasgo
típico de su carácter
: y este es el caso que aquí nos interesa. Se llaman, por ejemplo, «los veraces»: la primera en hacerlo es la aristocracia griega, cuyo portavoz fue el poeta megarense Teognis
[21]
. La palabra acuñada a este fin, εσδλός [noble], significa etimológicamente alguien que es, que tiene realidad, que es real, que es verdadero; después, con un giro subjetivo, significa el verdadero en cuanto veraz: en esta fase de su metamorfosis conceptual la citada palabra se convierte en el distintivo y en el lema de la aristocracia y pasa a tener totalmente el sentido de «aristocrático», como delimitación frente al
mentiroso
hombre vulgar, tal como lo concibe y lo describe Teognis, —hasta que por fin, tras el declinar de la aristocracia, queda para designar la
noblesse
[nobleza] anímica, y entonces adquiere, por así decirlo, madurez y dulzor. Tanto en la palabra χαχóς [malo] como en δειλος [miedoso] (el plebeyo en contraposición al άγαδóς [bueno]) se subraya la cobardía: esto tal vez proporcione una señal sobre la dirección en que debe buscarse la procedencia etimológica de άγαδóς, interpretable de muchas maneras. Con el latín
malus
[malo] (a su lado yo pongo μέλας [negro]) acaso se caracterizaba al hombre vulgar en cuanto hombre de piel oscura, y sobre todo en cuanto hombre de cabellos negros (
hic niger est
[22]
[este es negro]—), en cuanto habitante preario del suelo italiano, el cual por el color era por lo que más claramente se distinguía de la raza rubia, es decir, de la raza aria de los conquistadores, que se habían convertido en los dueños; cuando menos el gaélico me ha ofrecido el caso exactamente paralelo,
—fin
(por ejemplo, en el nombre
Fin-Gal
), la palabra distintiva de la aristocracia, que acaba significando el bueno, el noble, el puro, significaba en su origen el cabeza rubia, en contraposición a los habitantes primitivos, de piel morena y cabellos negros. Los celtas, dicho sea de paso, eran una raza completamente rubia; se comete una injusticia cuando a esas fajas de población de cabellos oscuros esencialmente, que es posible observar en esmerados mapas etnográficos de Alemania, se las pone en conexión, como hace todavía Virchow, con una procedencia celta y con una mezcla de sangre celta: en esos lugares aparece, antes bien, la población
prearia
de Alemania. (Lo mismo puede decirse de casi toda Europa: en lo esencial la raza sometida ha acabado por predominar de nuevo allí mismo en el color de la piel, en lo corto del cráneo y tal vez incluso en los instintos intelectuales y sociales: ¿quién nos garantiza que la moderna democracia, el todavía más moderno anarquismo y, sobre todo, aquella tendencia hacia la
commune
[comuna], hacia la forma más primitiva de sociedad, tendencia hoy propia de todos los socialistas de Europa, no significan en lo esencial un gigantesco
contragolpe —y
que la
raza
de los conquistadores y
señores
, la de los arios, no está sucumbiendo incluso fisiológicamente?…) Creo estar autorizado a interpretar el latín
bonus
[bueno] en el sentido de «el guerrero»: presuponiendo que yo lleve razón al derivar
bonus
de un más antiguo
duonus
(véase
bellum = duellum = duenlum
, en el que me parece conservado aquel
duonus). Bonus
sería, por tanto, el varón de la disputa, de la división (
duo
), el guerrero: es claro, aquello que constituía en la antigua Roma la «bondad» de un varón. Nuestra misma palabra alemana «bueno» (
gut
): ¿no podría significar «el divino» (
den Góttlichen
), el hombre de «estirpe divina» (
góottlichen Geschlechts)?, ¿y
ser idéntico al nombre popular (originariamente aristocrático) de los godos (
Gothen
)? Las razones de esta suposición no son de este lugar.—.

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De esta regla, es decir, de que el concepto de preeminencia política se diluye siempre en un concepto de preeminencia anímica, no constituye por el momento una excepción (aunque da motivo para ellas) el hecho de que la casta suprema sea a la vez la
casta sacerdotal y
, en consecuencia, prefiera para su designación de conjunto un predicado que recuerde su función sacerdotal. Aquí es donde, por ejemplo, se contraponen por vez primera «puro» e «impuro» como distintivos estamentales; y también aquí se desarrollan más tarde un «bueno» y un «malo» en un sentido ya no estamental. Por lo demás, advirtamos que estos conceptos «puro» e «impuro» no deben tomarse de antemano en un sentido demasiado riguroso, demasiado amplio y, mucho menos en un sentido simbólico: en una medida que nosotros apenas podemos imaginar, todos los conceptos de la humanidad primitiva fueron entendidos en su origen, antes bien, de un modo grosero, tosco, externo, estrecho, de un modo directa y específicamente
no-simbólico
. El «puro» es, desde el comienzo, meramente un hombre que se lava, que se prohibe ciertos alimentos causantes de enfermedades de la piel, que no se acuesta con las sucias mujeres del pueblo bajo, que siente asco de la sangre, —¡nada más, no mucho más! Por otro lado, sin duda, la índole entera de una aristocracia esencialmente sacerdotal aclara por qué muy pronto las antítesis valorativas pudieron interiorizarse y exacerbarse de modo peligroso precisamente aquí; y, de hecho, ellas acabaron por abrir entre hombre y hombre simas sobre las que ni siquiera un Aquiles del librepensamiento podría saltar sin estremecerse. Desde el comienzo hay algo
no sano
en tales aristocracias sacerdotales y en los hábitos en ellas dominantes, hábitos apartados de la actividad, hábitos en parte dedicados a incubar ideas y en parte explosivos en sus sentimientos, y que tienen como secuela aquella debilidad y aquella neurastenia intestinales que atacan casi de modo inevitable a los sacerdotes de todas las épocas; pero el remedio que ellos mismos han inventado contra esta condición enfermiza suya —¿no tenemos que decir que ha acabado demostrando ser, en sus repercusiones, cien veces más peligroso que la enfermedad de la que debía librar? ¡La humanidad misma adolece todavía de las repercusiones de tales ingenuidades de la cura sacerdotal! Pensemos, por ejemplo, en ciertas formas de dieta (abstención de comer carne), en el ayuno, en la continencia sexual, en la huida «al desierto» (aislamiento a la manera de Weir Mitchell
[23]
, aunque desde luego sin la posterior cura de engorde y sobrealimentación, en la cual reside el más eficaz antídoto contra toda histeria del ideal ascético): añádase a esto la entera metafisica de los sacerdotes, hostil a los sentidos, corruptora y refinadora, su auto-hipnotización a la manera del faquir y del brahmán —Brahma empleado como bola de vidrio y como idea fija y el general y muy comprensible hartazgo final de su cura radical, de la
Nada
(o Dios: la aspiración a una
unio mystica
[unión mística] con Dios es la aspiración del budista a la Nada, al Nirvana —¡y nada más!). Entre los sacerdotes, cabalmente, se vuelve más peligroso
todo
, no sólo los medios de cura y las artes médicas, sino también la soberbia, la venganza, la sagacidad, el desenfreno, el amor, la ambición de dominio, la virtud, la enfermedad —de todos modos, también se podría añadir, con cierta equidad, que en el terreno de esta forma
esencialmente peligrosa
de existencia humana, la forma sacerdotal de existencia, es donde el hombre en general se ha convertido en
un animal interesante
, que únicamente aquí es donde el alma humana ha alcanzado
profundidad
en un sentido superior y se ha vuelto
malvada
—¡y éstas son, en efecto, las dos formas básicas de la superioridad poseída hasta ahora por el hombre sobre los demás animales!…

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—Ya se habrá adivinado que la manera sacerdotal de valorar puede desviarse muy fácilmente de la caballeresco-aristocrática y llegar luego a convertirse en su antítesis; en especial impulsa a ello toda ocasión en que la casta de los sacerdotes y la casta de los guerreros se enfrentan a causa de los celos y no quieren llegar a un acuerdo sobre el precio a pagar. Los juicios de valor caballeresco-aristocráticos tienen como presupuesto una constitución física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante, junto con lo que condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, la guerra, las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en general, todo lo que la actividad fuerte, libre, regocijada lleva consigo. La manera noble-sacerdotal de valorar tiene —lo hemos visto— otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando aparece la guerra! Los sacerdotes son, como es sabido, los
enemigos más malvados
—¿por qué? Porque son los más impotentes. A causa de esa impotencia el odio crece en ellos hasta convertirse en algo monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y más venenoso. Los máximos odiadores de la historia universal, también los odiadores más ricos de espíritu, han sido siempre sacerdotes —comparado con el espíritu de la venganza sacerdotal, apenas cuenta ningún otro espíritu. La historia humana sería una cosa demasiado estúpida sin el espíritu que los impotentes han introducido en ella: —tomemos en seguida el máximo ejemplo. Nada de lo que en la tierra se ha hecho contra «los nobles», «los violentos», «los señores», «los poderosos», merece ser mencionado si se lo compara con lo que los
judíos
han hecho contra ellos: los judíos, ese pueblo sacerdotal, que no ha sabido tomar satisfacción de sus enemigos y dominadores más que con una radical transvaloración
[24]
de los valores propios de éstos, es decir, por un acto de la
más espiritual venganza
. Esto es lo único que resultaba adecuado precisamente a un pueblo sacerdotal, al pueblo de la más refrenada ansia de venganza sacerdotal. Han sido los judíos los que, con una consecuencia lógica aterradora, se han atrevido a invertir la identificación aristocrática de los valores (bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han mantenido con los dientes del odio más abismal (el odio de la impotencia) esa inversión, a saber, «¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos existe bienaventuranza, —en cambio vosotros, vosotros los nobles y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis también eternamente los desventurados, los malditos y condenados!…» Se sabe
quien
ha recogido la herencia de esa transvaloración judía… A propósito de la iniciativa monstruosa y desmesuradamente funesta asumida por los judíos con esta declaración de guerra, la más radical de todas, recuerdo la frase que escribí en otra ocasión (
Más allá del bien y del mal
)
[25]
—a saber, que con los judíos comienza
en la moral la rebelión de los esclavos
: esa rebelión que tiene tras sí una historia bimilenaria y que hoy nosotros hemos perdido de vista tan sólo porque —ha resultado vencedora…

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