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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

La gran aventura del Reino de Asturias (34 page)

En este diseño de poder, la fortaleza que Musa levantó en Albelda a partir de 852 jugaba un papel decisivo. Albelda era muy importante porque aquella pequeña y blanca villa levantada en lo alto de un cerro presentaba un valor estratégico incalculable. Desde sus torres se controlaban todos los caminos que unían el este con el oeste y el norte con el sur. Desde allí podía Musa vigilar los accesos a Navarra y a las tierras de los vascones, y aún más, algunas vías de entrada hacia Cantabria. Desde Albelda se señalizaba con claridad cuál era el límite del territorio Banu-Qasi hacia el oeste. Y sobre todo, desde Albelda podían los Banu-Qasi ejercer una presión permanente sobre los colonos cristianos que empezaban a cruzar el Ebro en La Rioja. Por eso Musa levantó en Albelda una plaza fuerte. Y por eso Ordoño quería borrarla del mapa.

Ordoño, el rey de Asturias, sabía que no podría bajar hasta el Ebro riojano mientras la fortaleza de Albelda estuviera allí. En 852 había intentado suprimir el obstáculo, pero Musa soportó la embestida. Después, el Banu-Qasi había invadido Alava, saqueándola. Ebrio de soberbia, Musa había desdeñado ayudar a su sobrino García Íñiguez, de Pamplona, cuando fue secuestrado por los vikingos. Aquel episodio rompió las relaciones entre los Banu-Qasi y la casa de Pamplona. Y Musa, fiero, había respondido con una campaña de saqueo contra tierras pamplonesas. Ordoño debió de ver claro el paisaje: si ahora, 859, volvía a atacar Albelda, ni pamploneses ni cordobeses acudirían en socorro del Banu-Qasi. Era el momento de actuar.

Debió de ser ya entrada la primavera, cuando el frío se retira de los campos, ya ha corrido el agua del deshielo y la naturaleza invita a la guerra. Ordoño reunió a sus huestes y, atravesando Bardulia, se plantó ante Albelda y puso sitio a la ciudad. Musa, que probablemente estaba en Arnedo —era su residencia favorita—, corrió a socorrer a los sitiados. El Banu-Qasi llegó a las cercanías de Albelda y dispuso sus tiendas en torno al monte Laturce, también llamado collado de Clavijo. Ordoño vio la maniobra y dividió sus fuerzas en dos. Un ala mantendría el sitio sobre Albelda mientras la otra buscaba el combate con los refuerzos de Musa. El escenario estaba ya dispuesto para la gran batalla.

Las crónicas no nos dan detalles sobre el choque, pero podemos imaginarlos. Con Ordoño estaría, muy probablemente, Gatón del Bierzo, que sin duda tendría ante sus ojos el desastre del Guadalecete, con aquellas montañas de cabezas cristianas que los moros elevaron a modo de macabro trofeo de guerra. Ahora se presentaba la hora de la venganza. También estaría con Ordoño otro conde que empezaba a hacerse un nombre: Rodrigo, el de Castilla, quizás hermano o cuñado del rey, y casado con una castellana. Debían de estar también los gallegos Vimara Pérez y Hermenegildo Gutiérrez, y asimismo Pedro Theon, porque no es probable que el rey, en aquella prueba suprema, prescindiera de sus mejores caballeros. Y esos fueron, o pudieron ser, los protagonistas del combate.

La victoria cristiana fue completa. Las huestes de Ramiro arrollaron a las de Musa. Un yerno de Musa llamado García murió en el combate. El propio caudillo Banu-Qasi resultó malherido y a punto estuvo de caer prisionero; le salvó in extremis un enigmático caballero de su hueste, antiguo guerrero cristiano que sin duda guardaba con Musa una deuda de sangre y que, al ver al viejo caudillo en tan difícil trance, se apeó de su caballo, hizo subir a Musa y se aseguró de que lo llevara lejos del campo de batalla. Musa se salvó, pero sus tropas fueron diezmadas. Los vencedores hablaron de doce mil jinetes musulmanes muertos. Ebrios de victoria, los soldados de Ordoño penetraron en el campamento del fugitivo Musa: era la hora del botín. Para coronar la victoria, los cristianos encontraron en la tienda vacía de Musa los regalos que el Banu-Qasi había recibido del rey franco, Carlos el Calvo. No es extraño que, después, la leyenda enalteciera esta batalla con el mito de Clavijo.

Albelda, vencidos sus auxiliadores, apenas pudo resistir. Después de siete días de asedio, las tropas cristianas penetraron en la ciudad. Literalmente la arrasaron. Sus defensores murieron. Todos. Los derrotados de Guadalecete vieron vengado el desastre de Toledo. Ordoño logró que la fortaleza mora de Albelda desapareciera del mapa. Los colonos pudieron bajar sin peligro al cauce del Ebro.

En cuanto a los Banu-Qasi, les tocó vivir tiempos amargos. Recordemos que Musa había dejado a un hijo suyo, Lope, como gobernador de Toledo. Cuando se conoció la noticia de Albelda y la derrota de Musa, los toledanos dedujeron que se habían quedado sin apoyos; temerosos de que el emir Muhammad aprovechara la oportunidad para atacar de nuevo Toledo, se apresuraron a entregar al gobernador Lope a Córdoba y pedir un tratado de paz. A este Lope le esperaba un tortuoso periplo. Preso un tiempo en Córdoba, terminaría acogiéndose al reino cristiano del norte.

Y en lo que respecta al propio Musa, que ya pasaba de los setenta años, toda su gloria se vendría abajo con estrépito. Tras la derrota de Albelda, el emir Muhammad le retiró el gobierno de la Marca Superior. Por dos veces se vio obligado el orgulloso Banu-Qasi a permitir que las tropas del emirato pasaran por su antes intocable territorio. Musa trató de resarcirse atacando los condados catalanes, pero con fortuna limitada. Y las cosas terminaron en desastre para el Banu-Qasi por un asunto de familia.

Recordemos que Musa, en su política de proyectarse hacia el sur, no sólo había hecho a Lope gobernador de Toledo, sino que además había casado a una hija suya con el valí de Guadalajara, Izraq. Pues bien, ocurrió que Muhammad, con la mosca detrás de la oreja, mandó llamar a Izraq, porque sospechaba que aquel matrimonio iba a significar que Guadalajara terminara en manos de los Banu-Qasi. El valí Izraq dio al emir todo género de seguridades sobre su fidelidad, pero, al hacerlo, despertó la cólera de Musa, que atacó Guadalajara. Musa logró echar a Izraq y sus huestes de la ciudad, pero el valí se rearmó y pasó a la ofensiva. En la brutal refriega, el anciano Musa cayó gravemente herido. Sus tropas volvieron a Tudela. Musa ni siquiera pudo montar a caballo. Lo llevaron en parihuelas, agonizante, durante veintidós días, al cabo de los cuales falleció antes de llegar a su capital. Así murió el astuto y feroz Musa ibn Musa ibn Fortún ibn Casius, cuyo destino había quedado marcado por la derrota de Albelda.

La batalla de Albelda sirvió también para que Asturias y Navarra estrecharan definitivamente sus lazos. García Iñiguez no se había equivocado al cambiar de socio. Una hija de Ordoño, Leodegundia, casó con el propio García; así se hacían las alianzas en aquel tiempo. Navarra quedaba fuera de la influencia del Banu-Qasi.

Pero, sobre todo, la batalla de Albelda fue decisiva para la Reconquista; bajo su luz se avanzó en la repoblación hasta límites inimaginables tan sólo diez años atrás. Y entre otras cosas, nacía Castilla.

El rey empuja la repoblación: Tuy, León, Amaya

La consecuencia mas importante de la batalla de Albelda fue que Ordoño I se encontró con las manos libres para empujar la Reconquista, es decir, la repoblación de territorios al sur de la Cordillera Cantábrica. Hasta el momento hemos visto comunidades de campesinos y monjes que se arriesgan a dar el salto y ocupan un territorio; después llega la autoridad política para ordenarlo. Ahora, con Ordoño, el sistema va a conocer alguna modificación. La iniciativa privada sigue siendo el motor de la Reconquista, pero el rey se suma a la corriente, la empuja y, además, pone su nombre en muchas de las tierras recobradas.

¿Y podía el rey poner su nombre a esas tierras, adjudicárselas? Sí. Desde los tiempos de Roma, una vieja costumbre decía que las tierras vacantes, desocupadas, yermas, correspondían al soberano. Los godos mantuvieron esa costumbre y Ordoño iba a aplicarla a conciencia. Empezó a hacerlo con la repoblación de Astorga y León, y seguiría aún más al sur. Los reyes de Asturias habían empezado a apoyar abiertamente la repoblación desde Alfonso II el Casto, a finales del siglo VIII. Con Ordoño, el impulso regio será determinante.

Recordemos cómo teníamos el paisaje a mediados del siglo IX. Colonos cristianos habían empezado a saltar la montaña en el norte de Burgos, también en Palencia, después en el Bierzo. Ordoño encarga al conde Gatón que baje hasta el Esla y repueble Astorga, con el obispo Indisclo. El siguiente paso será la ciudad de León. Ramiro, padre de Ordoño, había intentado diez años antes repoblarla, sin éxito. Pero ahora, 856, los moros están muy ocupados con las revueltas toledanas, y los cristianos podían descartar una nueva intervención musulmana. Era el momento oportuno para emprender la aventura.

Es el propio rey Ordoño quien dirige la operación repobladora. Y parece que se planificó con cuidado, porque hay documentos relativos al caso fechados dos años antes de la ocupación. Así, en un momento determinado del año 856, en nombre del rey, por impulso suyo y bajo su dirección personal, gentes del Bierzo y de Asturias llegan a la vieja ciudad romana. Al calor de las murallas legionarias, que la última ofensiva mora no pudo desmantelar, elevan casas y ocupan tierras. Alrededor de la ciudad resucitada empiezan a instalarse otras gentes. León nace ya con obispo, Frunimio, que regirá la nueva sede episcopal durante al menos quince años. El propio rey Ordoño hará presuras en la zona.

Inmediatamente antes o inmediatamente después de la repoblación de León, Ordoño había impulsado la reconquista de Tuy. Esta ciudad gallega a orillas del Miño, hoy fronteriza con Portugal, había sido un importante centro político, militar y religioso desde los tiempos de Roma. Tuvo sede episcopal desde el siglo V. Fue capital del reino suevo. Los godos hicieron de ella sede regia. Después, los moros, cuando la invasión, asolaron la ciudad. Tuy volvió tibiamente a la vida hacia 739, cuando Alfonso I y su hermano Fruela Pérez llegaron hasta allá en sus correrías. Desde entonces vegetaba en una situación semejante a la de otros viejos centros urbanos; semiabandonada a su suerte, reducida a un pequeño burgo de pescadores. El designio de Ordoño fue que Tuy recobrara su estatuto, y el trabajo lo harán tres caballeros cuyos nombres conocemos: Vimara Pérez, Hermenegildo Gutiérrez y Alfonso Betote. A los dos primeros volveremos a encontrarlos en la repoblación del norte de Portugal. Tuy tendrá pronto su propio obispo, de nombre Diego.

Tuy, Astorga y León se habían repoblado antes de la batalla de Albelda. Amaya se repoblará inmediatamente después, y como consecuencia directa de esa victoria. Amaya, recordemos, era otro de los centros tradicionales de la vida en el norte de la Península: vieja fortaleza prerromana, centro de comunicaciones bajo el imperio, capital del ducado de Cantabria en la España goda… Entre los muros de Amaya aguantaron los godos la invasión musulmana hasta que no pudieron más. Después, Alfonso I, hijo precisamente del último duque godo de Cantabria, la reocupó y hasta puso un obispo, pero aún era temprano. La ciudad estaba demasiado expuesta a los ataques moros, de manera que nuevamente se despobló. Pero Albelda cambió las cosas.

Después de Albelda, en efecto, el paisaje era otro; había hombres para repoblar, había tropas para guerrear y, sobre todo, había un horizonte despejado hacia el este. Y así Ordoño encargó a Rodrigo, primer conde de Castilla, que reconstruyera las murallas y ocupara el territorio. Conde de Castilla, sí, porque el pequeño núcleo inicial de las Bardulias, en el noroeste de Burgos, había ido extendiéndose hasta reclamar una identidad propia. Y Amaya, que ahora iba a llamarse Amaya Patricia, volvía a convertirse en una plaza defensiva fundamental.

Así nace una cadena de puntos fuertes que abarca desde Tuy, cara al Atlántico, hasta Amaya. Estos puntos fuertes no hay que entenderlos exactamente como una frontera, un
limes
; de hecho, los campesinos siguen bajando al sur de esa línea y repoblando tierras desocupadas. No, esas nuevas ciudades hay que verlas más bien como los nudos principales de una red: sobre ellas y en torno a ellas se construye el orden. Tienen, por supuesto, una función militar, tanto defensiva, porque desde ellas se controlan las vías de acceso al corazón del reino, como ofensiva, porque sirven de base para proyectarse hacia el sur. Pero tienen, además, una función política, porque materializan la presencia ordenadora de la corona, y una función económica, porque se convierten en los ejes de las comunicaciones y de los intercambios.

Las ciudades-fortaleza no marcan la frontera. La frontera real está más al sur, donde los colonos siguen haciendo su trabajo, tomando tierras, devolviendo Castilla a la vida. También aquí conocemos algunos nombres. En julio de 852 tenemos al abad Paulo, con el presbítero Juan y el clérigo Nuño, haciendo presuras a orillas del río Purón, en el valle de Tobalina; al año siguiente funda el monasterio de San Martín de Losa, y gracias a ese documento sabemos que Paulo controlaba tierras en los valles de Losa, Valdegovia y Tobalina, es decir, en lo que hoy es el límite de Alava y Burgos. En julio de 855 encontramos los mismos nombres en la fundación del monasterio de San Román de Dondisle, siempre en la misma zona del noreste burgalés.

Un poco más al oeste, en el valle de Valdivielso, tenemos al abad Rodanio, que funda el monasterio de San Pedro de Tejada, después de haber hecho presuras en torno al cerro de Castrosiero. De este cerro, por cierto, sabemos que fue habitado durante siglos por sus cualidades defensivas. Aquí encontramos otros dos nombres: Fernando Núñez (llamado de
Castrosiero
) y su esposa Gutina, que aparecen vinculados a la pequeña iglesia de las santas burgalesas Centola y Elena. Y más al oeste aún, en la zona de Campoo, sabemos que hicieron presuras los obispos Severo y Ariolfo ;lo sabemos porque luego donaron esas tierras al monasterio de Santa María del Yermo, en Cantabria.

Llama la atención este protagonismo de la Iglesia en la labor repobladora. ¿Por qué aparece siempre la Iglesia detrás? Por tres razones. La primera, porque la Iglesia es la institución que conserva los documentos, tanto los que conciernen a la propia Iglesia como todos los demás, así que es lógico que abunden las referencias eclesiásticas en la información que nos ha llegado hasta hoy. La segunda, porque la Iglesia está siendo efectivamente la columna vertebral de la organización del territorio, como lo había sido ya en tiempos de los godos: en torno a las iglesias y los monasterios se despliegan los campos de labor, desde las comunidades monásticas se arbitra en los pleitos… Y hay una tercera razón, y es que la Iglesia, en esta época, no es que vertebre la vida civil, sino que no hay propiamente separación entre la existencia de la gente común y la vida religiosa, y una y otra se trenzan continuamente. Por ejemplo, sabemos de dos repobladores, Sonna y Munina, que en 865 entran por un año en el monasterio de San Cosme y Damián de Valderrama y le donan diversas tierras.

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