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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

La gran aventura del Reino de Asturias (5 page)

Aclaremos de entrada una cosa: es absurdo pretender que los astures se hubieran mantenido al margen de los movimientos que vivió Hispania desde la época romana. Los astures, como los cántabros, eran un pueblo —o, más bien, un conjunto de pueblos— de origen céltico o protocéltico, indoeuropeo en cualquier caso, mezclado con elementos autóctonos cuya identidad no conocemos bien, aunque debían de estar emparentados con los otros pueblos que encontramos en la fachada atlántica antes de las primeras migraciones indoeuropeas. A la llegada de los romanos, hacia el primer siglo antes de Cristo, estos astures constituían un conjunto no organizado de tribus y clanes que se dedicaba fundamentalmente a la ganadería. Sabemos que los astures, como los cántabros y los vascones, no fueron particularmente proclives a dejarse romanizar. Pero sabemos también que conocieron un cierto nivel de romanización; más primario, desde luego, que el de los valles del Ebro, el Guadalquivir y el Tajo, porque el territorio era más áspero, pero romanización al fin y al cabo. Del mismo modo, sabemos —porque hay vestigios arqueológicos suficientes— que no dejó de haber movimientos de población desde el norte de la Cordillera Cantábrica hacia el sur, esto es, hacia el valle del Duero, desde fecha muy antigua.

Hacia el final del Imperio, cuando el caos se adueña de Roma, vuelve a afianzarse en estos territorios una organización de tipo tribal que nunca había llegado a desaparecer. Y cuando se establezca la corona visigoda en Hispania, cuya capacidad de control político era muy inferior a la del Imperio romano, el norte de la Península se fragmentará. El área que ocupaban los vascones quedará fuera del control godo. En Cantabria habrá zonas gobernadas por la aristocracia hispano-goda —había un ducado de Cantabria— y otras sin más orden que el que impongan las tribus locales. En Asturias, por lo que sabemos, habrá áreas controladas por la aristocracia hispanogoda, sobre todo en las llanuras, al lado de extensas zonas donde el dominio corresponde a los clanes tribales de las montañas. Podemos conjeturar que el entendimiento entre unos y otros no sería siempre fácil, pero el hecho es que las crónicas no nos han legado noticia de enfrentamientos significativos.

Repitamos algo fundamental para entender este periodo de la historia: en estos siglos el control político no consiste en ocupar un territorio, promulgar unas leyes, poner unos jefes, hacer un censo y administrar al conjunto de la población, sino en algo bastante más sencillo, a saber, implantar una guarnición militar en un punto estratégico, encomendarle su cuidado a un gobernador y exigir a las poblaciones de la zona ciertos tributos, sin alterar el orden preexistente. Esto quiere decir que no podemos pensar en una división administrativa al estilo romano y, mucho menos, al estilo moderno. En realidad, la única división administrativa del territorio que había en aquel momento era la que había establecido la Iglesia con fines pastorales. Por eso eran tan importantes los obispos y sus concilios, que permitían a los reyes conocer la realidad del territorio que pisaban.

Por uno de esos concilios sabemos que Asturias, que antes no había tenido entidad propia como territorio, hacia el siglo VIII ya tenía la consideración de provincia. Como sabemos que en esa provincia había tierras regidas por hispanogodos, no es descabellado pensar que uno de los terratenientes fuera el duque Favila, el padre de Pelayo, y que éste creciera como un hijo de la pequeña nobleza rural y militar. Eso explicaría que después Pelayo, cuando fue expulsado de Toledo por el rey Witiza, pudiera acudir a tierras asturianas buscando refugio entre sus familiares, es decir, entre los amigos y clientes de su padre. Es posible —aunque indemostrable— que conociera a su mujer, Gaudiosa, comerciando con caballos en Liébana, según asevera cierta tradición. Y en todo caso, así sería plenamente lógico que, una vez derrotado Rodrigo en Guadalete y amenazada Toledo por los musulmanes, Pelayo no se dirigiera hacia Narbona, como hicieron muchos guerreros hispanogodos, sino precisamente hacia Asturias.

Todo esto —que, repetimos, no es certidumbre, sino conjetura— da sin embargo bastante sentido a lo que cuentan las crónicas acerca de las posesiones de Pelayo en Siero y Piloña. Explica también que el gobernador moro, Munuza, quisiera incorporar a su harén a la hermana de Pelayo, Adosinda, como forma de emparentar con los dueños de la tierra. Explica igualmente que Pelayo pudiera ser elegido rey o líder o caudillo por los pobladores de aquella Asturias. Explica, sobre todo, que la rebeldía de Pelayo fuera secundada por los clanes tribales de las montañas, que podían reconocer en él a uno de los suyos.

¿Por qué se levantaron aquellos astures, junto a Pelayo, contra el poder musulmán? Todo apunta a que la causa de la sublevación fue la exigencia mora de que los asturianos tributaran con impuestos y con rehenes. No debían de estar muy acostumbrados aquellos asturianos a la presencia del recaudador, después de la escasa presión de la corona goda sobre sus haciendas. Si además se trataba de un recaudador visiblemente forastero, las razones para la rebeldía aumentaban. Y no sólo los astures reaccionaron así: en Cantabria, el duque Pedro, un hispano-godo, apoya a Pelayo y secunda la sublevación. Por eso Pelayo se hizo fuerte en Covadonga, en el área oriental de los Picos de Europa, junto a las montañas cántabras, y no en otras zonas montañosas de la cordillera.

Después de la batalla, con los moros en fuga, lo que Pelayo tiene en las manos no es propiamente un reino; es más bien un conglomerado de territorios sin organización, sin estructura política digna de ese nombre y sin más elemento de cohesión que la voluntad de no someterse a un poder extranjero. Pelayo, instalado en su modesta corte de Cangas de Onís, podía sentirse heredero de la vieja corona goda, o quizá no —eso no lo podemos saber—, pero objetivamente representaba la prolongación de la vieja legitimidad romana, goda y cristiana, y hay que suponer que no faltarían cerca de él monjes y sacerdotes para explicárselo. En todo caso, la construcción del reino será tarea para la generación posterior.

Asturias, 722. Un puñado de nuestros antepasados se encuentra dueño de un territorio al que hay que dar forma. Unos son terratenientes de origen godo, otros son montañeses que comparecen con sus clanes y sus familias. Desde el principio, o quizá con el tiempo, todos se reconocieron en la cruz y en la oposición al poder islámico. Así empezó la portentosa aventura de la Reconquista.

Y después de Covadonga, ¿qué pasó?

La victoria cristiana en Covadonga fue decisiva. Pero igualmente decisivo fue esto otro: los musulmanes soltaron la presa, renunciaron a mantener un dominio efectivo sobre el rincón noroeste de España. Otras metas les llamaban: dominar el rico valle del Ebro, pasar los Pirineos y penetrar aún más hacia el norte, hasta la Francia carolingia, y después, por qué no, la misma Roma. En comparación con eso, la España cantábrica no era sino un enojoso obstáculo que cabía desdeñar; les bastaría —pensaban seguramente los nuevos amos de España— con organizar periódicas expediciones de saqueo para mantener ocupados a aquellos «asnos salvajes». Y aquí, entre nosotros, en el pequeño núcleo rebelde asturiano, fue como si la historia se detuviera.

Así nos encontramos con un reino cristiano independiente en el norte de España, el reino de Asturias. Pero seamos cabales: llamar reino a esto no deja de ser una exageración. Pelayo gobierna la corte de Cangas de Onís y sus territorios, pero aquello debió de parecerse más a una jefatura rural que a una corte regia propiamente dicha. De hecho, es muy significativo que las crónicas no nos hayan legado ni una palabra sobre qué pasó en Asturias, en el plano político, entre 722 —la fecha de Covadonga— y 737, que es el año en que mueren Pelayo y su mujer, Gaudiosa. Lo único que nos consta es que una hija de Pelayo, Ermesinda, casó con Alfonso, hijo del duque Pedro de Cantabria. Nada más.

Es importante fijarse en este personaje, Pedro de Cantabria. Sabemos poquísimo de él. Sólo que fue duque —hispano-godo— de aquella comarca, con capital en Amaya, en lo que hoy es el noroeste de Burgos, y cuya jurisdicción abarcaba desde allí hasta el mar. Los cronistas dicen que Pedro era hijo del rey Ervigio, pero esto no es seguro. Lo seguro es que fue de los que no pactaron con los musulmanes. Cuando Muza saqueó por segunda vez Amaya, en 714, nuestro duque y los suyos huyeron hacia el norte, buscando refugio tras las montañas. Y una vez en zona segura, Pedro se pondrá de acuerdo con Pelayo para combatir al moro. Se supone que Pedro estuvo en Covadonga, o al menos en la hueste que aniquiló a los moros en su retirada. Después, probablemente, enviaría a su hijo mayor, Alfonso, a la corte real, como era entonces costumbre. Y según las crónicas, Pelayo y Pedro acordaron unir sus dominios casando a sus hijos: Ermesinda, hija de Pelayo, con Alfonso, hijo del cántabro. De esa unión de casas nacerían linajes de reyes. Pero no adelantemos acontecimientos.

Debió de ser un tiempo de enormes cambios sociales, culturales, económicos y, por supuesto, también políticos. Para empezar, lo fundamental: se detuvo el proceso de fragmentación del poder y del territorio que venía observándose desde tiempo atrás. Ese proceso es el mismo que en la Europa germánica iba a dar lugar al feudalismo. Los señores de la tierra y de la guerra, fuertes por sus riquezas y por su capacidad para mantener a sus propios guerreros, llegan a adquirir tanto poder como los propios reyes. Ese poder feudal se basa en una estructura de «familia extensa»: el señor, sus parientes, sus clientes, sus vasallos, la gente que está obligada con él y ala que el señor dispensa protección, etcétera. Todo eso conforma el cimiento del nuevo orden.

En la España visigoda también había pasado. El poder se fragmentaba, los últimos reyes tenían que hacer frente a unos nobles cada vez más autónomos. Eso tuvo su influencia, como ya hemos explicado, en el hundimiento del reino hispano-godo: numerosos nobles pactaron con los musulmanes por su cuenta y riesgo. El duque Tedomiro lo hará en Murcia. El conde Casio lo hizo en Aragón. Éste no sólo pactó, sino que, además, se islamizó, y de él procede el linaje de los Banu-Qasi, todopoderoso en el valle del Ebro durante siglo y medio. Ni Teodomiro ni Casio pidieron permiso para sus pactos a Agila, que era el rey nominal después de la batalla de Guadalete; sencillamente, aquellos señores ya eran reyes en sus territorios.

Pues bien, eso es lo que no pasó en Asturias, y no pasó precisamente por Covadonga. La victoria de Pelayo hizo emerger la figura de un rey o, para ser más precisos, de un caudillo cuya autoridad nadie estaba en condiciones de contestar. Y aquellas «familias extensas» de las que antes hablábamos, aquí se nos presentan, por el contrario, como unidades mucho menores, sin ese carácter autónomo que caracteriza a la estructura feudal. Sabemos, por ejemplo, que junto a la corte de Pelayo coexistían condados en los territorios vecinos, pero ninguno de ellos buscará la independencia, y si la buscó, la historia no nos ha legado ni una sola prueba de ello. No podemos saber si la autoridad de Pelayo, desde su pequeña corte de Cangas, se impuso pacíficamente o si requirió de la fuerza; hay que suponer que de todo habría. Pero es significativo que un aristócrata tan importante como el duque Pedro de Cantabria, según hemos visto antes, no reclamara para sí la primacía, sino que aceptara el liderazgo de Pelayo. El resto de la aristocracia hispanogoda, así como los jefes tribales de las montañas, tampoco vieron las cosas de distinta manera: había un enemigo y había una forma de hacerle frente. No hacía falta más.

Asturias, por otro lado, no estaba sola. Al oeste estaba Galicia, una región mucho más romanizada, mucho más organizada desde el punto de vista territorial, que durante un par de siglos había sido solar del reino suevo antes de colocarse bajo la corona visigoda. El aislamiento geográfico de Galicia es sólo una apariencia. Para la corona goda, como antes para Roma, Galicia debió de ser muy importante; lo suficiente como para que Witiza, asociado por su padre al trono, fuera enviado allí, concretamente a Tuy. En Tuy, recordemos, fue donde Witiza le rompió la cabeza de un bastonazo a Favila, el padre de Pelayo, al que la tradición hace precisamente duque en Galicia. Y una vez invadida la Península por los moros, Muza llegará nada menos que hasta Lugo. ¿Y qué hicieron las tierras gallegas después de Covadonga? Sabemos poco, pero muy pronto las vamos a ver incorporadas a la corona asturiana.

Y si en el oeste estaba Galicia, en el este se hallaban las tierras de los vascones, que no formaban una unidad política, sino que eran un conjunto de tribus montañesas de dispar entidad. También los vascones se levantaron contra los moros. Sabemos que Muza derrotó a los vascones del Ebro y que sometió Pamplona. Pero igualmente sabemos que hubo nuevos levantamientos. Los vascones se levantaron en 723, los aragoneses en 724. Las crónicas dicen que Álava, Vizcaya, Orduña y Carranza nunca fueron ocupadas por los musulmanes. Hacia 733 intentó someter a los vascones, sin éxito, Abd al-Malik ben Kata. Después llegaron las huestes de Uqba, que doblegaron a los rebeldes, pero sin ocupar sus territorios, y no tardará en llegar una nueva sublevación.

Los musulmanes, mientras tanto, tenían ya los ojos puestos en Francia, dividida por entonces entre los visigodos, que gobernaban los condados del sur, y los francos, que controlaban el resto del país hasta territorios que hoy son Alemania. Recordemos que el último rey hispanogodo efectivo, Ardón, elegido ante la ausencia de Agila, se había refugiado en Narbona, en los territorios godos del sur de Francia, para hacer frente a los moros. Allí fue derrotado por el valí Al-Samh ibn Malik, gobernador de Córdoba. El dominio de Narbona era de gran importancia estratégica: permitía a los moros contar con un puerto desde el que abastecer por mar a sus tropas y daba al islam el dominio del Mediterráneo occidental. Con esa baza, los musulmanes no perdieron un minuto en organizar las cosas: enviaron nuevas tropas árabes y bereberes con las que pudieron someter, una tras otra, a todas las ciudades visigodas del sur de Francia hasta Toulouse. Miles de refugiados hispanos pasaron entonces al reino de los francos. En Toulouse, sin embargo, tuvo el moro el primer tropiezo, porque el duque Odón de Aquitania quebró al ejército de Al-Samh ibn Malik; el propio jefe moro salió tan maltrecho de la batalla que murió a consecuencia de sus heridas.

Pero el verdadero desenlace vino después, y vale la pena contarlo con algún detalle, porque será fundamental para la evolución posterior de los acontecimientos en España. Odón de Aquitania, el godo, se hizo fuerte, pero no sólo le amenazaban los moros por el sur, sino también los francos por el norte. Los moros, por su lado, vieron que con Odón no podían, de manera que dirigieron sus razias hacia otra parte mientras buscaban un acuerdo pacífico con el de Aquitania. El nuevo gobernador moro del lugar, el berebere Uthman ibn Naissa —llamado «Munuza», como el de Gijón—, se casó con una hija de Odón. ¿Asunto resuelto? No, porque la ambición cegó al moro: creyendo tener al alcance de la mano un reino para él solo, este Munuza se rebela contra el gobernador de Al Andalus, Al Gafiki. Y Al Gafiki, que no estaba dispuesto a tolerar semejantes cosas, forma a toda prisa un gran ejército, entra en Francia y arrasa todo a su paso. Dicen las crónicas que las matanzas de cristianos fueron tan salvajes que «sólo Dios conoce el número de los muertos». Odón, acobardado, pidió socorro al franco Carlos Martel. Y éste, previo sometimiento de Odón, aplastó a los moros entre Tours y Poitiers. Al Gafiki murió en la batalla. Los moros se retiraron al sur de los Pirineos. Y el franco Carlos se ganó aquí el apodo de
Marteles
decir, martillo.

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