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Authors: Patricia Cornwell

La granja de cuerpos (3 page)

—¿Sabemos qué tiempo hizo en Black Mountain desde el uno al siete de octubre? —pregunté.

—Cubierto. Cinco grados por la noche, quince a mediodía —respondió Ferguson—. Más o menos. Me volví a mirarle.

—¿Más o menos?

—De promedio —explicó despacio mientras la sala se iluminaba de nuevo—. Ya sabe, se suman las temperaturas y se dividen por el número de días.

—Agente Ferguson, cualquier fluctuación significativa cuenta —respondí con un desapasionamiento que disimulaba el creciente disgusto que me inspiraba el individuo—. Un solo día de temperaturas inusualmente altas, por ejemplo, cambiaría el estado del cuerpo.

Wesley inició otra página de notas. Cuando hizo una pausa, me miró directamente.

—Doctora Scarpetta, si la niña hubiera muerto poco después del asalto, ¿en qué estado de descomposición se encontraría el cuerpo cuando fue descubierto, el siete de octubre?

—En las condiciones apuntadas, yo esperaría encontrarlo moderadamente descompuesto —le respondí—. También habría actividad de insectos y, posiblemente, otros daños posteriores a la muerte, aunque eso depende de lo accesible que resultara a los animales carnívoros.

—En otras palabras, si llevara una semana muerta debería tener mucho peor aspecto que ahí —señaló las diapositivas.

—Debería estar más descompuesta, sí.

Wesley sudaba profusamente; las gotitas brillaban como una orla en el nacimiento del cuero cabelludo y empapaban el cuello de la camisa blanca almidonada. Me fijé en las venas de la frente y del cuello, muy hinchadas.

—Me sorprende que los perros no se cebaran con ella.

—A mí, no. Esto no es la ciudad, con sus perros vagabundos por todas partes. Aquí los animales están encerrados o sujetos con correa.

Marino se entregó a su horrible costumbre de romper en pedacitos la taza de café de poliestireno.

El cuerpo de la pequeña estaba casi gris, de puro pálido, con una decoloración verdusca en el cuadrante inferior derecho. Tenía las yemas de los dedos secas y la piel se separaba de las uñas. Se apreciaba un desprendimiento del cuero cabelludo y rozaduras en la piel de los pies. No observé indicios de lesiones de defensa, cortes, magulladuras o uñas rotas que denotaran resistencia.

—Probablemente, los árboles y demás vegetación lo protegían del sol —comenté mientras unas sombras vagas nublaban mis pensamientos—. Y parece que apenas sangró, si lo hizo, por esas heridas. De lo contrario se apreciaría más actividad de depredadores.

—Vamos a suponer que la mataron en otra parte —intervino Wesley—. La ausencia de sangre, la ausencia de ropas, la situación del cuerpo y los demás datos parecen indicar que fue agredida y muerta en otra parte y, luego, arrojada donde la encontraron. ¿Puede decirme si eso de la carne que falta se lo hicieron
post mortem?


Sí, se lo hicieron cuando ya era cadáver, o hacia el momento de la muerte —respondí.

—¿Para eliminar huellas de mordiscos, otra vez?

—Con lo que tenemos aquí, no puedo determinarlo.

—En su opinión, ¿esas lesiones son parecidas a las de Eddie Heath?

Wesley se refería al muchacho de trece años que Temple Gault había asesinado en Richmond.

—Sí —Abrí otro sobre y extraje de él un fajo de fotografías de autopsias sujeto con bandas elásticas—. En ambos casos tenemos piel extirpada del hombro y de la parte interna superior de los muslos. Y a Eddie también le pegó un tiro en la nuca y luego se deshizo del cuerpo.

Véase
Cruel y extraño
(Premio Edgar 1993), de la misma autora, publicado por esta editorial. (N.
del T.)

»También me sorprende que, a pesar de la diferencia de sexo, la constitución física de la niña y de ese chico eran parecidas. Heath era bajito, aún no había dado el estirón. Y la niña era menuda, casi prepúber.

»Hay una diferencia que merece la pena señalar —indiqué—: En los bordes de las heridas de la niña no se aprecian cortes entrecruzados, superficiales.

Marino explicó mi comentario a los agentes de Carolina del Norte:

—En el caso Heath, creemos que Gault, al principio, intentó borrar las marcas de mordiscos cortándolas con un cuchillo. Después, consideró que eso no daba resultado y procedió a cortar unas tajadas de carne del tamaño de un bolsillo de camisa. En esta ocasión, con la niña, tal vez ha empezado directamente por lo segundo.

—¿Sabe una cosa? Todas estas presunciones me hacen sentir realmente incómoda. No podemos dar por sentado que se trata de Gault.

—Han pasado casi dos años, Liz. Dudo que Gault haya vuelto a nacer o haya estado trabajando para la Cruz Roja.

—Pero no sabe a ciencia cierta que no lo haya hecho. Bundy trabajó en un centro de asistencia social.

—Dios hablaba a sus elegidos.

—Puedo asegurarle que Dios no le dijo nada a Berkowitz —replicó Wesley en tono seco.

—Lo que sugiero es que Gault, si se trata de él, quizá se limitó esta vez a rebanar las huellas de los mordiscos.

—Bueno, es verdad que en estas cosas, como en ninguna otra, los tipos perfeccionan su técnica con la práctica.

—¡Señor! Espero que nuestro hombre no lo haga —dijo Mote, y se secó el bigote con un pañuelo plegado.

—¿Estamos en condiciones de establecer un perfil del agresor? —La mirada de Wesley recorrió la mesa—. ¿Dirían que es un varón blanco?

—Es un vecindario predominantemente blanco.

—Absolutamente.

—¿Edad?

—Actúa con lógica y eso significa que ya tiene sus años.

—Estoy de acuerdo. No creo que estemos ante un delincuente juvenil.

—Yo le calcularía veintitantos, cerca de los treinta.

—Yo le pondría más. Entre treinta y casi cuarenta.

—El tipo es muy organizado. El arma que empleó, por ejemplo, fue algo que llevaba consigo, y no algo que encontró en la escena del crimen. Y no parece que tuviera el menor problema para dominar a su víctima.

—Según la familia y los amigos, no era difícil controlar a Emily. Era una niña tímida, que se asustaba con facilidad.

—Además, tenía un historial de enfermedades y de entradas v salidas de consultas médicas. Estaba acostumbrada a ser sumisa. En otras palabras, siempre hacía lo que le decían.

—Siempre no —Wesley se mantuvo inexpresivo mientras hojeaba las páginas del diario de la chiquilla—. No quería que su madre se enterase de que estaba despierta en la cama, con una linterna, a la una de la madrugada. Tampoco parece que pensara decirle a su madre que acudiría a la reunión de la iglesia antes de la hora, aquel domingo por la tarde. ¿Sabemos si ese chico, Wren, acudió a la cita como tenía pensado?

—No se presentó hasta que empezó la reunión, a las cinco.

—¿Qué hay de las relaciones de Emily con otros chicos?

—Las típicas de una niña de once años. ¿Me quieres? Rodea sí o no con un círculo.

—¿Qué tiene eso de malo? —preguntó Marino, y provocó una carcajada general.

Continué colocando fotografías delante de mí como si fueran cartas del tarot mientras notaba crecer mi inquietud. El disparo en la parte posterior de la cabeza había entrado por la región parietal-temporal derecha del cerebro, cortando una rama de la arteria meníngea media, pero no había ninguna contusión, ni hematomas subdurales o epidurales. Tampoco había reacción vital a las lesiones de los genitales.

—¿Cuántos hoteles hay en su zona?

—Una decena, creo. Pero un par de ellos son pensiones de cama y desayuno, casas privadas que ofrecen una habitación.

—¿Han comprobado a los huéspedes registrados?

—A decir verdad, no habíamos pensado en eso.

—Si Gault está en la zona, tiene que alojarse en alguna parte.

Los informes de laboratorio también me producían perplejidad: un nivel de sodio muy elevado, 170, y 24 miliequivalentes de potasio por litro.

—Max, empecemos por el Travel-Eze. Bueno, si te ocupas tú, yo me encargaré del Acorn and Apple Blossom. Quizá deberíamos probar el Mountaineer, también, aunque éste ya queda un poco más lejos.

—Lo más probable es que Gault busque el sitio donde pueda conservar mejor el anonimato. No querrá que el personal advierta sus idas y venidas, seguro.

—Pues no va a tener muchos para escoger. Aquí no hay ningún hotel demasiado grande.

—Probablemente, ni el Red Rocker ni el Blackberry Inn.

—Lo mismo pienso yo pero, de todos modos, pasaremos a comprobarlo.

—¿Qué hay de Asheville? Allí tiene que haber algunos hoteles grandes.

—Allí tienen toda clase de cosas desde que se sirven bebidas alcohólicas sin restricción.

—¿Creen que se llevó a la niña a su habitación y la mató allí?

—No. Rotundamente, no.

—No se puede tener secuestrada a una niña en cualquier sitio sin que alguien lo descubra. El servicio de habitaciones, la asistenta...

—Por eso me sorprendería que Gault se alojara en un hotel. La policía empezó a buscar a Emily inmediatamente después de su desaparición. La noticia corrió enseguida.

La autopsia había sido realizada por el doctor James Jenrette, el forense llamado al lugar de los hechos. El doctor Jenrette, patólogo de hospital en Asheville, tenía un contrato con el Estado para llevar a cabo autopsias forenses en las raras ocasiones en que surgía la necesidad de realizar una de ellas en aquella solitaria región montañosa del oeste de Carolina del Norte. El resumen del doctor según el cual «algunos de los hallazgos no quedan explicados por la herida de arma de fuego de la cabeza» era claramente insuficiente. Me quité las gafas y me froté el puente de la nariz mientras Benton Wesley proseguía sus preguntas:

—¿Hay muchas casas de turistas y propiedades en alquiler en su zona?

—Sí, señor —respondió Mote—. Muchísimas —Se volvió a Ferguson—. Max, supongo que será mejor comprobarlas también. Consiga una lista y vea quién ha alquilado qué.

Advertí que Wesley había notado mi inquietud cuando le oí decir:

—¿Doctora Scarpetta? Parece que tiene usted algo que añadir...

—Me tiene perpleja que no muestre reacciones vitales a ninguna de las heridas —respondí—. Y aunque el estado del cuerpo apunta a que sólo lleva unos días muerto, los electrólitos no encajan con las observaciones fisiológicas...

—¿Los qué? —inquirió Mote, desconcertado.

—La cifra de sodio es alta y, como el sodio se mantiene bastante estable después de la muerte, podemos deducir que ya era alta en el momento de la muerte.

—¿Y qué significa eso?

—Podría significar que estaba profundamente deshidratada —expliqué—. Y, por cierto, pesaba muy poco para su edad. ¿Sabemos algo de un posible trastorno digestivo? ¿Había estado enferma? ¿Vómitos? ¿Diarrea? ¿Tomaba o había tomado diuréticos?

Estudié los rostros en torno a la mesa. Al ver que nadie respondía, Ferguson intervino:

—Le preguntaré a la madre. Tengo que ir a hablar con ella cuando vuelva.

—Pero la cifra de potasio también era alta —continué—. Y eso también requiere explicación, porque el potasio del humor vítreo aumenta de forma progresiva y predecible tras la muerte, cuando las células se desorganizan y lo liberan.

—¿El humor vítreo?

—El fluido del ojo es muy fiable para las pruebas porque está aislado, protegido y, por tanto, menos sometido a la contaminación, a la putrefacción —respondí—. El caso es que el nivel de potasio indica que la niña lleva muerta más tiempo del que apuntan los demás datos.

—¿Cuánto más? ——quiso saber Wesley.

—Seis o siete días.

—¿Podría haber alguna otra explicación para eso?

—La exposición a un calor intenso que hubiera acelerado la descomposición —se me ocurrió responder.

—Bueno, no parece que fuera así.

—Eso, o un error —añadí.

—¿Podría usted comprobarlo? Asentí.

—El doctor Jenrette cree que la bala que le reventó el cerebro la mató al momento —indicó Ferguson—. Me parece que si uno muere instantáneamente, no puede mostrar reacciones vitales.

—El problema —expuse— es que cabe la posibilidad de que esa herida en el cerebro no le produjera la muerte instantánea.

—¿Cuánto tiempo podría haber sobrevivido? —quiso saber Mote.

—Horas —contesté.

—¿Alguna posibilidad más? —me preguntó Wesley.

—Una conmoción cerebral. Es como un cortocircuito eléctrico: uno recibe un golpe en la cabeza, muere al instante y no se le encuentra lesión alguna —Hice una pausa—. O podría ser que todas las heridas, incluida la del disparo, las recibiera después de muerta.

Todos se tomaron unos momentos para asimilar la idea.

La taza de café de Marino ya había quedado reducida a un pequeño montón de nieve de poliestireno y el cenicero que tenía ante él estaba lleno de envoltorios arrugados de goma de mascar.

—¿Ha encontrado usted algo que indique que tal vez la mataron antes?

Le respondí que no y empezó a jugar con el bolígrafo, sacando y guardando la mina con repetidos
cites.

—Hablemos un poco más de su familia. ¿Qué sabemos del padre, además de que está muerto?

—Era maestro en la Academia Cristiana Broad River, en Swannanoa.

—¿Emily iba a esa escuela?

—No. Estudiaba en la escuela elemental de Black Mountain. Su padre murió hace un año, más o menos —añadió Mote.

—He visto los datos —asentí—. Se llamaba Charles, ¿verdad?

—Sí.

—¿Cuál fue la causa de la muerte? —pregunté.

—No estoy seguro. Pero fue natural.

—Estaba enfermo del corazón —añadió Ferguson.

Wesley se levantó y dio unos pasos hasta el encerado de plástico blanco. Quitó el tapón a un rotulador negro y empezó a escribir.

—Muy bien, repasemos los detalles —dijo—. La víctima es una niña blanca de once años, perteneciente a una familia de clase media. Fue vista con vida por última vez hacia las seis de la tarde del primero de octubre, cuando volvía a casa tras una reunión en la iglesia. En esta ocasión tomó un atajo, un sendero que sigue la orilla del lago Tomahawk, un pequeño estanque hecho por el hombre.

»Si observan el plano, verán que en el extremo norte del lago hay un club deportivo y una piscina pública, que sólo están abiertos en verano. Por aquí hay unas pistas de tenis y una zona de meriendas a las que se puede acceder todo el año. Según la madre, Emily llegó a casa poco después de las seis y media, fue directamente a su habitación y estuvo ensayando con la guitarra hasta la cena.

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