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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (21 page)

Hugh asintió con la cabeza.

—Tú también eres un zorro, Tommy —dijo sonriendo. Tras lo cual soltó una carcajada, aunque su expresión no denotaba regocijo—. Lo cual no deja de ser una cualidad —murmuró mientras ambos apretaban el paso—, en vista de lo que se nos viene encima, sea lo que fuere.

»Claro que se me ocurre una pregunta bastante obvia —dijo de sopetón—. ¿De qué tipo de conspiración estamos hablando? —Hugh se paró en seco. Alzó la vista y miró a través del campo de ejercicios, el perímetro, las torres de vigilancia, los guardias con sus ametralladoras, la alambrada y la gran explanada que se extendía más allá de la misma—. ¿Aquí? ¿Pero de qué diablos estamos hablando?

Tommy miró hacia el lugar que observaba su amigo, más allá de la alambrada. Durante unos momentos se preguntó si el aire tendría un sabor más dulce el día que saliera en libertad. «Esto era sobre lo que escribían siempre los poetas —pensó—: el dulce sabor de la libertad.» Trató de impedir que acudieran a su mente imágenes del hogar. Unas imágenes de Manchester y sus padres sentados a la mesa gozando de una cena estival, o Lydia de pie junto a una vieja bicicleta en la polvorienta acera frente a la casa de los Hart, en una tarde de principios de otoño, cuando en la brisa del atardecer se constata una levísima premonición del invierno. Era rubia y el pelo le caía en unas capas bruñidas sobre los hombros. Tommy levantó la mano, casi como si pudiera tocárselo. Las imágenes se agolparon en su cabeza, y durante un instante el mundo áspero y sucio del campo de prisioneros se desvaneció ante sus ojos. Pero entonces, las imágenes se esfumaron con la rapidez con que habían aparecido. Tommy se volvió para mirar a Hugh, que parecía esperar una respuesta, y contestó, con cierto titubeo y un tono de incertidumbre:

—No lo sé. Aún no. No lo sé.

Los
kriegies
no morían, simplemente sufrían.

Una dieta inadecuada, la forma compulsiva con que se entregaban al deporte, al teatro que habían improvisado en el campo o a cualquier otra actividad que elegían para matar el tiempo, su ansiedad omnipresente sobre si alguna vez regresarían a sus casas sumada a la inadaptación a la rutina de la vida en prisión, el frío constante, la humedad y la suciedad, la falta de higiene, las temibles enfermedades, el aburrimiento desmentido por la esperanza, que a su vez era desmentida por la alambrada, todo ello generaba una peculiar fragilidad de la vida. Al igual que la persistente tos de Phillip Pryce, los hombres se sentían constantemente atemorizados por la muerte, pero ésta rara vez llamaba a la puerta.

En los dos años que llevaba en el campo de prisioneros, Tommy sólo había presenciado una docena de muertes. La mitad de los casos eran hombres cuyo cautiverio les había hecho perder la razón y habían tratado de saltar la alambrada durante la noche, pereciendo a los pies de la misma sosteniendo unos alicates de confección casera. Destrozados por una súbita ráfaga de la metralleta de un
Hundführer
o de los guardias apostados en las torres de vigilancia. Alo largo de los años, habían llegado al Stalag Luft 13 algunos hombres que habían sufrido graves heridas al caer desde el aire y no habían recibido la debida asistencia en los hospitales alemanes. La constancia día y noche de los ataques aliados habían limitado los preciosos medicamentos de que disponían los alemanes, y muchos de sus mejores médicos habían muerto en hospitales situados en el frente ruso. Pero la política de la Luftwaffe con respecto a los aviadores aliados que corrían el riesgo de morir debido a sus heridas o a una enfermedad era la de disponer su repatriación a través de la Cruz Roja. Por lo general esto se llevaba a cabo antes de que el desdichado piloto sucumbiera. La Luftwaffe prefería que los
kriegies
que se hallaban en una fase terminal o gravemente heridos fueran entregados a los suizos antes de morir; de esta forma, parecían menos culpables.

Tommy no recordaba un solo caso de alguno que hubiera sido enterrado con honores militares.

Solían ser sepultados con discreción, o como mucho con alguna ceremonia informal mientras la banda de jazz tocaba para honrar a uno de lo suyos. Le chocó que Von Reiter permitiera un funeral militar. Los alemanes querían que los
kriegies
pensaran como
kriegies
, no como soldados. Es más fácil custodiar a un hombre que se considera un prisionero que a uno que se considera un soldado.

Al llegar al polvoriento cruce formado por los dos barracones y los callejones convergentes, Tommy indicó a Hugh el barracón de los servicios médicos y se apresuró por el estrecho callejón situado entre los barracones 119 y 120, que conducía al cementerio. Oyó una voz al otro lado del edificio, pero no logró entender lo que decía.

Al doblar la esquina del barracón 119 aminoró el paso.

Unos trescientos
kriegies
se hallaba en formación junto a la fosa que habían preparado con prisas. Tommy reconoció de inmediato a la mayoría de hombres del barracón 101 y a otros aviadores que probablemente representaban al resto de los edificios. Seis soldados alemanes armados con fusiles se hallaban en posición de descanso junto a los rectángulos formados por los hombres.

Como era de prever, el féretro de Trader Vic había sido confeccionado con algunas de las cajas de madera clara en las que remitía la Cruz Roja los paquetes. La frágil madera de balsa era el material con el que estaban construidos buena parte de los muebles del recinto americano, pero Tommy pensó con ironía que nadie imaginaba que fuera a constituir su propio ataúd. Junto a la cabeza del féretro había tres oficiales: MacNamara, Clark y un sacerdote, que leía el salmo 23. El bombardero ligero a bordo del cual se había hallado el sacerdote había sido derribado sobre Italia el verano anterior. El pastor, llevado por un exagerado celo de velar por su rebaño de aviadores, había participado en una misión sobre Salerno en una época en que las tropas antiaéreas alemanas de tierra eran aún activas, y los cazas alemanes seguían ejerciendo su mortífero oficio en el aire.

El sacerdote tenía una voz inexpresiva y nasal, con la que consiguió que las célebres palabras del salmo resultaran aburridas. Cuando dijo: «El Señor es mi pastor…» hizo que pareciera como si Dios estuviera en realidad vigilando a las ovejas.

Tommy dudó, sin saber si debía unirse a las formaciones u observar desde fuera. En aquel momento de pausa, oyó una voz a su lado que lo pilló por sorpresa.

—¿Qué es lo que espera ver, teniente Hart?

Tommy se volvió rápidamente hacia el hombre que le había hecho la pregunta.

El
Hauptmann
Heinrich Visser estaba a unos pasos de él, fumando un cigarrillo color marrón oscuro, apoyado en el muro del barracón 119. Lo sostenía como un dardo, llevándoselo lánguidamente a los labios, saboreando cada calada.

Tommy respiró hondo.

—No espero ver nada —repuso con lentitud—. Los que van a algún sitio esperando ver algo suelen verse recompensados viendo lo que habían imaginado. Yo sólo he venido para observar, y lo que vea será lo que deba ver.

—La respuesta de un hombre inteligente —comentó Visser sonriendo—. Pero no muy militar.

—Es posible que yo no sea un soldado perfecto —replicó Tommy encogiéndose de hombros.

Visser meneó la cabeza.

—Eso ya lo veremos en los próximos días.

—¿Y usted,
Hauptmann
, lo es?

El alemán negó con la cabeza.

—Por desgracia, no, teniente Hart. Pero he sido un soldado muy eficaz. Lo cual es algo diferente, a mi entender.

—Habla muy bien el inglés.

—Gracias. Viví muchos años en Milwaukee, me crié con mis tíos. Quizá de haberme quedado otros dos años, habría llegado a considerarme más americano que alemán. Aunque le cueste creerlo, teniente, llegué a ser un excelente jugador de béisbol —el alemán miró el brazo que le faltaba—. Pero ya no puedo jugar. En fin, pude haberme quedado, pero no lo hice. Decidí regresar a la patria para estudiar. Y así me vi envuelto en estos acontecimientos.

Visser dirigió la vista hacia el funeral.

—Su coronel MacNamara… —dijo el alemán pausadamente, midiendo con los ojos al coronel—. Mi primera impresión es la de un hombre que cree que su reclusión en el Stalag Luft 13 constituye una mancha en su carrera. Un fallo como comandante. A veces, cuando me mira, no sé si me odia a mí y a todos los alemanes debido a lo que le han enseñado, o si me odia a mí por haberle impedido matar a más compatriotas míos. Creo también que se odia a sí mismo. ¿Qué opina, teniente Hart? ¿Es un oficial a quien usted respeta? ¿Es el tipo de líder que imparte una orden y es obedecido en el acto, sin rechistar, sin pensar en sus propias vidas?

—Recibe el respeto debido a todo oficial americano.

El alemán se echó a reír sin mirar a Tommy.

—Ah, teniente, tiene usted dotes de diplomático.

Después de dar una larga calada a su cigarrillo, lo arrojó al suelo y lo aplastó con su bota.

—Me pregunto si tiene también dotes de abogado.

Visser sonrió.

—Y también me pregunto —continuó—, si eso es lo que se le exige en realidad.

El
Hauptmann
se volvió hacia Tommy.

—Un funeral rara vez tiene que ver con la conclusión de algo, ¿no le parece, teniente? Más bien representa un comienzo.

La sonrisa de Visser siguió el trazo de sus cicatrices. Volvió a contemplar el funeral. El pastor leía un versículo del Nuevo Testamento, la multiplicación de los panes y los peces, una mala elección porque seguramente hizo que a todos los
kriegies
se les abriera el apetito. Tommy observó que el ataúd no estaba cubierto con la bandera, pero que habían depositado en su centro la cazadora de Vic, junto con la bandera americana que llevaba cosida en la manga.

El pastor terminó su lectura y las formaciones adoptaron la posición de firmes. Un trompeta avanzó unos pasos y emitió las melancólicas notas del toque de silencio. Mientras éstas se desvanecían en el aire del mediodía, el escuadrón de soldados alemanes dio un paso al frente, echó armas al hombro y disparó una ráfaga hacia el cielo que comenzaba a despejarse, como si intentaran eliminar a tiros los restos de nubes.

El eco resonó brevemente en el campo. A Tommy no le pasó inadvertido que el sonido había sido el mismo de un pelotón de fusilamiento.

Cuatro hombres abandonaron la formación y descendieron el ataúd de Trader Vic en la fosa mediante unas cuerdas. Acto seguido, el comandante Clark dio orden de romper filas y los hombres regresaron en grupos al centro del recinto. Más de uno miró a Tommy Hart al pasar junto a él, pero ninguno dijo una palabra.

Tommy, a su vez, devolvió la mirada a muchos, contemplándolos con expresión dura y de recelo. Suponía que los hombres que le habían amenazado se encontraban entre los grupos de aviadores que pasaban junto a él. Pero no tenía idea de quiénes eran. Ninguno lo miró con aire amenazante.

Visser encendió otro cigarrillo y se puso a tararear la canción francesa
Auprès de ma blonde
, cuya frívola tonada parecía ofender la tosca solemnidad del funeral.

En éstas Tommy vio que el comandante Clark se dirigía hacia él. Tenía el rostro tenso y la mandíbula crispada.

—Su presencia aquí no es grata, Hart —dijo con brusquedad.

Tommy se cuadró ante el oficial.

—El capitán Bedford era también amigo mío —replicó, aunque no estaba seguro de que eso fuera cierto.

Clark no respondió, sino que se volvió hacia el
Hauptmann y
saludó.


Hauptmann
Visser, haga el favor de entregar al teniente Scott, el acusado, bajo la custodia del teniente Hart. Creo que es un momento oportuno.

Visser le devolvió el saludo, sonriendo.

—Como guste, comandante. Me ocuparé de ello sin dilación.

Clark asintió. Luego miró a Tommy.

—Su presencia no es grata —repitió, tras lo cual dio media vuelta y se marchó. Tommy oyó a su espalda el sonido de la primera palada de tierra al chocar con el ataúd.

El
Hauptmann
Visser escoltó a Tommy Hart a la celda de castigo para poner en libertad a Lincoln Scott. Mientras se dirigían hacia allí, el oficial alemán hizo una señal a un par de guardias cubiertos con cascos e indicó a Fritz Número Uno que los acompañara. Siguió tarareando sus alegres y pegadizas melodías de cabaret. El cielo se había despejado por completo y los últimos restos de nubes se dispersaban hacia el este. Tommy alzó la vista y vio las colas blancas de una escuadrilla de aviones B-17 atravesar la húmeda bóveda azul. No tardarían en ser atacados, pensó.

Pero volaban muy alto, a unos ocho kilómetros de altura, y se hallaban aún relativamente a salvo.

Cuando descendieran a través del cielo hacia unas altitudes más bajas para lanzar las bombas, entonces es cuando correrían mayor peligro.

Tommy contempló el edificio de la celda de castigo y pensó que Lincoln Scott se encontraba en la misma circunstancia. Durante unos momentos pensó que acaso fuera más prudente dejarlo encerrado, pero ese pensamiento se esfumó de inmediato. Enderezó la espalda y comprendió que la misión a la que se enfrentaba no era distinta de la que afrontaban los aviadores que surcaban el espacio. Una misión, un objetivo, su paso amenazaba toda la ruta. Echó otro vistazo al cielo y pensó que no podía hacer menos que esos hombres que volaban sobre él.

Scott se levantó en cuanto Tommy entró en la celda.

—¡Maldita sea, Hart, estoy impaciente por salir de aquí! —dijo—. ¡Esto es un infierno!

—Yo no estoy seguro de lo que va a pasar —respondió Tommy—. Ya veremos…

—Estoy preparado —insistió Scott—. Sólo quiero salir de aquí. Que ocurra lo que tenga que ocurrir —el negro parecía angustiado, tenso, a punto de estallar.

—De acuerdo —dijo Tommy moviendo la cabeza—. Atravesaremos el recinto y nos dirigiremos directamente al barracón 101. Usted vaya a su dormitorio. Una vez allí, ya pensaremos en el siguiente paso.

Scott asintió.

Cuando salieron de la celda, el aviador negro pestañeó varias veces. Se frotó los ojos durante unos instantes como para borrar la oscuridad de la celda de castigo. Sostenía su ropa y su manta debajo del brazo izquierdo y tenía la mano derecha crispada en un puño, como si estuviera dispuesto a propinar un contundente puñetazo como el que había estado a punto de asestar esa mañana a Hugh Renaday. Mientras parpadeaba tratando de adaptarse a la luz, parecía caminar más erguido que de costumbre, habiendo recobrado su postura atlética, hasta el punto de que cuando se aproximaron a la puerta del recinto marchaba con paso enérgico y militar, casi como si desfilara por el campo de revista de West Point frente a un grupo de dignatarios. Tommy caminaba junto a él, flanqueado a su vez por los dos guardias, un paso detrás de Fritz Número Uno y el
Hauptmann
Visser.

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