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Authors: Elaine Cunningham

La hija de la casa Baenre (23 page)

Dargathan se volvió justo a tiempo de ver a su alumna sosteniendo la espada como una jabalina lista para ser disparada, en alto y hacia atrás por encima de su hombro. Los ojos de la muchacha brillaban con una luz peligrosa cuando arrojó el arma directamente hacia él. La espada voló veloz y certera, y la hoja se encajó con fuerza en la rendija entre la jamba de la puerta y la pared; estremeciéndose por el impacto, apenas a unos centímetros del rostro desencajado del drow.

—Muchísimas gracias por la lección, mi excelentísimo instructor —dijo ella con dulzura, con las manos en las caderas y la postura burlonamente femenina—. Pero tal vez la próxima vez deberíamos dedicar la clase a la preparación para lo inesperado.

Para subrayar aún más sus palabras, sacó sus boleadoras de un bolsillo oculto y empezó a hacerlas girar por encima de la cabeza. El varón dio media vuelta y huyó de la estancia, abandonado por completo su aire de superioridad.

Era posible, observó para sí Liriel mientras volvía a ocultar su arma favorita, disfrutar de un poco de diversión de cuando en cuando incluso en Arach-Tinilith.

En cuanto la ceremonia nocturna terminó, Liriel regresó apresuradamente a su habitación. Nada, ni siquiera el ardiente entumecimiento provocado por la agotadora sesión de esgrima, podía disuadirla de emprender su último viaje a la superficie. Para su último paseo secreto al exterior, no serviría ningún otro destino.

Liriel se vistió y armó con rapidez. Observó al hacerlo que su
piwafwi
había perdido un poco de su lustre y que su pisada llevando las hechizadas botas elfas era un poco menos silenciosa. Le sorprendió que una visita de una hora a la superficie pudiera reducir de tal modo su magia drow. ¿Cómo, se preguntó, lo harían las sacerdotisas de Eilistraee para sobrevivir? ¿Cuánta de su magia, de su herencia, habían abandonado para bailar bajo la luz de la luna? ¿Eran drows todavía o simplemente elfas de piel oscura? Aquéllas eran sólo algunas de las preguntas que deseaba hacer a las sacerdotisas de la Doncella Oscura.

La joven hechicera estudió a toda prisa los conjuros que necesitaría, luego hizo aparecer el portal que la conduciría al estudio de Kharza— kzad. Esperaba que su tutor estuviera ya dormido para ahorrarse así sus interminables preguntas; pero ante su sorpresa, unas furiosas voces masculinas surgían de los aposentos privados del hechicero. Su natural curiosidad le instaba a investigar; Kharza era un tipo tan solitario que la presencia de otro elfo oscuro en su refugio debía indicar algo realmente importante.

Pero la luz de la luna la reclamaba con una llamada demasiado poderosa para no hacerle caso, y una vez más se introdujo en el torbellino del túnel que conducía al claro del bosque.

De nuevo se encontró de rodillas aferrada al suelo, y de nuevo recibió el sorprendente impacto del brillante color verde que la rodeaba por todas partes. Volvió a oír la música de las elfas oscuras, las misteriosas y entretejidas melodías que le resultaban tan familiares. Desde luego, en la Antípoda Oscura, esa clase de música no se tocaría con un arpa, pues los drows consideraban que ese instrumento era soso y perturbador. Pero allí, bajo la luz de la luna, los delicados tonos argentinos del arpa sonaban apropiados.

Liriel se encaminó rápidamente hacia la música. El sonido era más fácil de seguir esta vez, pues previo la peculiar trayectoria lineal que la música tomaba al aire libre, y la siguió directamente hasta el calvero de la Doncella Oscura. Aquel mundo era tan diferente. La joven estaba acostumbrada a rastrear sonidos que eran filtrados a través de capas de magia, que resonaban y reverberaban por un laberinto de piedra. Allí, el origen de cualquier sonido solitario podría ser más fácil de discernir, sin embargo el esfuerzo que requería para sus oídos era mucho mayor.

Los oscuros pasadizos de la Antípoda Oscura, la atestada caverna que contenía Menzoberranzan... aunque lejos de ser silenciosos, aquellos lugares estaban envueltos en una quietud siniestra. Allí todo era una alegre algarabía, en la que diminutos insectos inofensivos chirriaban a su alrededor y gordos lagartos de agua entonaban sus cantos. También los árboles cantaban con un susurrante rumor de hojas agitadas por el viento. Los sonidos de aquella tierra iluminada por las estrellas eran igual que sus colores: demasiado intensos, demasiado variados. Aquel mundo ponía a prueba los sentidos en modos que incluso la vital Liriel no había imaginado posibles, pues allí cada uno de sus nervios parecía hallarse a flor de piel. Jamás se había sentido tan pequeña, tan abrumada.

Jamás se había sentido tan viva.

Liriel atravesó el dédalo de verde y marrón en dirección al claro iluminado por la luz de la hoguera y allí encontró a las sacerdotisas de Eilistraee ataviadas con vestidos plateados y tomando sorbos de unos tazones de humeante y aromática cocción. Isolda Veladorn alzó la mirada al acercarse la joven y le hizo una seña para que se acercara.

—Me alegro de que regreses esta noche, hermanita —saludó en tono gozoso al tiempo que se ponía en pie para darle la bienvenida—. Tenemos otro visitante, alguien que está impaciente por conocerte.

Otra drow se levantó para ir a colocarse junto a Isolda. Liriel lanzó una exclamación, y las extrañas historias de la Época de Tumultos se convirtieron al instante en aterradoramente reales. Se murmuraba que Lloth había recorrido las calles de Menzoberranzan bajo la forma de una drow alta y de una belleza extrema y, por lo tanto, aquella mujer desconocida no podía ser otra que la misma Eilistraee.

La drow medía más de metro ochenta de estatura y un resplandor plateado la envolvía como si hubiera capturado la luz de la luna. Una melena del color de la plata hilada le llegaba casi hasta los pies y su ondulante túnica parpadeaba con luz propia; incluso los ojos eran plateados, más grandes que los de la mayoría de los drows y enmarcados por unas gruesas y pálidas pestañas. Tenía la piel tan oscura como la de Liriel, y ésta brillaba con soberbio tono negro en el resplandor que la envolvía.

Asombrada y temerosa, la joven cayó de rodillas. Había dudado de la existencia de cualquier diosa que no fuera Lloth, y ahora su incontrovertida fe en la Reina Araña significaría su muerte. Su mano se deslizó hacia el sagrado símbolo que colgaba de su cuello, y que la señalaba como una seguidora de Lloth, una sacerdotisa novicia de la Señora del Caos. En su tierra, todo el que invocara cualquier deidad que no fuera Lloth era ejecutado sumariamente, y ella no tenía la menor duda de cuál sería su destino ahora a manos de Eilistraee.

La sonrisa de Isolda se quebró ante la extraña reacción de la muchacha, pero enseguida comprendió el motivo y la consternación inundó su rostro. Se adelantó veloz e hizo poner en pie a la joven drow.

—Liriel, no tienes por qué tener miedo. Ésta es mi madre, Qilué Veladorn. Es una sacerdotisa de la Doncella Oscura, como todas nosotras.

La alta drow sonrió, y la mirada de sus ojos plateados tranquilizó a la muchacha.

—He oído que eres una viajera, Liriel Baenre. También yo estoy lejos del hogar que elegí. Únete a nosotras si lo deseas, y tal vez nosotras, las vagabundas, podamos intercambiar historias de tierras lejanas.

Liriel se seguía sintiendo aturdida, pero también atraída por la calidez y el encanto de la otra, y permitió que Isolda la condujera junto a la fogata. Durante un tiempo se contentó con permanecer sentada, tomar sorbos de su tazón de vino caliente especiado y escuchar cómo charlaban las otras mujeres. Las sacerdotisas trataban a Qilué con gran deferencia y estaban llenas de preguntas sobre su trabajo en el templo del Paseo. La natural curiosidad de Liriel no le permitió permanecer callada mucho tiempo.

—¿Dónde está ese templo? ¿Está también en este bosque?

—No. El Paseo se encuentra cerca de Puerto de la Calavera, un lugar que no tiene nada en común con este pacífico calvero.

—Puerto de la Calavera —dijo Liriel, pensativa. El sonido de aquel nombre resultaba intrigante, seducía la imaginación con insinuaciones de aventuras peligrosas y la promesa del mar abierto—. ¿Dónde se halla ese lugar?

—Es una ciudad subterránea, muy parecida a tu Menzoberranzan, y se halla oculta muy por debajo de la gran ciudad costera de Aguas Profundas. La mayoría de los habitantes de Aguas Profundas no saben gran cosa sobre los territorios situados bajo sus pies, y no muchos se aventuran por sus profundidades. De los que se atreven, pocos sobreviven. Es un lugar peligroso, sin leyes. —La voz de Qilué era sombría y su hermoso rostro se entristeció al hablar.

—Si pensáis así, ¿por qué permanecéis allí? —preguntó la joven.

—Se nos necesita —se limitó a responder ella.

Aquello era demasiado sencillo para que Liriel lo comprendiera. La habían educado para examinarlo todo en busca de distintas capas de significado y motivación, y le parecía que debía existir algo más de lo que Qilué admitía. ¿Se parecía Puerto de la Calavera a la Antípoda Oscura en que los drows no podían permanecer mucho tiempo lejos de él sin perder sus poderes?

—¿No podéis conjurar magia en la superficie? —se le escapó.

—Sí, desde luego. —Qilué pareció sorprendida—. La Doncella Oscura escucha y contesta a sus Elegidas dondequiera que estén.

Liriel asintió pensativa. De lo que las sacerdotisas hablaban era de magia clerical, desde luego, que era muy diferente de los poderes innatos que ella había poseído desde la infancia. De todos modos, era algo. Se preguntó si Lloth podría escucharla, tan lejos de las capillas de Menzoberranzan, y su mano se acercó despacio al símbolo de la Reina Araña, al tiempo que pronunciaba en silencio las palabras de un hechiza clerical que le permitiría leer los pensamientos de aquella regia drow.

No le llegó ni un atisbo, ni un susurro. El hechizo no funcionó; la plegaria quedó sin respuesta. En las Tierras de la Luz, se hallaba realmente sola.

Alzó la mirada y se encontró con los bondadosos ojos de Qilué fijos en ella.

—Isolda me dice que eres una hechicera experta, con muchos conjuros de portales a tu disposición. Así que, dime, ¿cuál es tu próximo destino?

—Este será mi último viaje a la superficie en muchos años —admitió Liriel con voz entristecida—. Se supone que no puedo abandonar Arach-Tinilith hasta que haya finalizado mi preparación. Hasta ahora he tenido suerte, pero me atraparán tarde o temprano. Los míos, diciéndolo con suavidad, no lo aprobarían.

—Comprendo. ¿Y su aprobación es tan importante para ti?

—Mi supervivencia es importante para mí —replicó ella sin rodeos.

—Tienes otras opciones —dijo Qilué, tras permanecer en silencio unos instantes.

—Bailar a la luz de la luna —replicó ella con amargura—. Eso está muy bien, pero luego ¿qué? ¿Qué pasará cuando amanezca? Seré odiada y cazada por todo humano y elfo que ande bajo el sol, sin disponer siquiera de la magia más elemental para que me proteja.

Tomó un pico de su
piwafwi
en la mano y sacudió la reluciente capa ante los ojos de la mujer.

—Mira esto: pierde brillo por momentos. Tan lejos de los poderes de la Antípoda Oscura, su magia se desvanece. En mi tierra puedo andar silenciosa e invisible. Aquí resultaría vulnerable, visible a todos los ojos. Mis armas, mi coraza, mis componentes para hechizos... todo lo disolvería el sol.

—No estarías desamparada —intervino Isolda—. Tienes una espada.

—¡No me lo recuerdes! —Liriel lanzó un gemido y se sujetó los doloridos músculos del brazo con el que empuñaba la espada—. De modo que lo que me estás diciendo es que tendría que depender de la menor de mis habilidades para sobrevivir. Gracias, pero no.

—Aprenderías nuevas costumbres —siguió Isolda.

—¡Eso es lo que temo! —repuso ella con pasión—. No lo comprendéis. No puedo abandonar mi patrimonio. ¡No puedo olvidar la cultura drow, o perder mi magia innata, o renunciar a todo lo que he aprendido en tres décadas de estudio de la magia de los elfos oscuros! Tal vez eso os pueda parecer sólo una colección de costumbres y poderes y hechizos, pero es lo que soy.

—Déjala, Isolda —la reprimió suavemente Qilué, posando una mano sobre el hombro de su hija—. Todos debemos seguir el sendero que se nos marca. —Y a Liriel dijo—: Has venido aquí a aprender. Puesto que el tiempo que puedes quedarte con nosotras es corto, ¿por qué no nos preguntas aquello que desees saber?

El comportamiento directo y considerado de la mujer de más edad cogió a la joven por sorpresa, pero como jamás había dejado escapar una oportunidad, preguntó sobre Rashemen y las costumbres de aquel país.

—Rashemen se halla muy al este de aquí —empezó a decir Qilué—. Está gobernada por Brujas, mujeres sabias que controlan una magia muy poco conocida y poderosa. Una de mis hermanas estudió con ellas durante un tiempo. —Hizo una pausa, y una leve sonrisa curvó sus labios—. Muchos la llamaban Bruja, pero pocos comprendían el porqué.

—¿Las Brujas de Rashemen enseñarían a una drow tales conocimientos? —inquirió ella, incrédula—. ¿Son esos humanos unos idiotas rematados?

En Menzoberranzan, los secretos mágicos se atesoraban con sumo cuidado y se compartían a regañadientes. No se trataba simplemente de una cuestión de avaricia, sino de supervivencia, ya que cualquier arma entregada a otro drow sería usada, casi con toda seguridad, contra el donante.

—Enseñaron a mi hermana —respondió la sacerdotisa con cuidadoso hincapié— sabiendo que no tenían nada que temer de ella. ¿Cuál es tu interés en ese país?

—En la Antípoda Oscura me tropecé con un varón humano. Se llamó a sí mismo Fyodor de Rashemen y me contó que estaba llevando a cabo una
dajemma
, un viaje de exploración.

—Esa es su costumbre —asintió Qilué—, pero me sorprende que uno de ellos fuera a aventurarse a las tierras de Abajo. Las gentes de Rashemen son por lo general intrépidas, pero no desperdician su vida.

—Entonces es que no habéis conocido a Fyodor —replicó ella—. Parecía decidido a hacer precisamente eso. Dime, ¿conocéis a un pueblo llamado los rus?

—Esa gente existió hace muchos siglos. —La sacerdotisa aceptó el veloz cambio de tema sin comentarios—. A través de los años mezclaron su sangre con la de gentes de muchas tierras y se han perdido muchas cosas de su lengua y costumbres. Las viejas costumbres se mantienen con más fuerza en la isla de Ruathym.

—¿Llegaron los rus a Rashemen?

La sacerdotisa lo meditó unos instantes.

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