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Authors: Patrick Süskind

Tags: #Cuento

La Historia del señor Sommer (6 page)

—¡Típico! —resopló la señorita Funkel, interrumpiéndose—. ¡A la primera pequeña dificultad, el señor falla! ¿Es que no tienes ojos en la cara? ¡Fa sostenido! ¡Aquí está bien claro! ¿Lo ves? ¡Volvamos a empezar! Uno-dos-tres-cuatro…

Aún hoy no acabo de comprender cómo pude cometer la misma equivocación la segunda vez. Probablemente estaba tan atento a
no
fallar que imaginaba un fa sostenido detrás de cada nota. Si de mí hubiera dependido, no hubiera tocado más que fas sostenidos desde el principio, y tenía que hacer un esfuerzo para contenerme. Fa sostenido todavía no… todavía no… Hasta que, al llegar el momento, volví a tocar un fa en lugar de un fa sostenido.

Ella se puso colorada como un tomate y empezó a chillar: «¡Pero será posible! ¡Fa sostenido he dicho, por todos los diablos! ¡Fa sostenido! ¿Es que no sabes lo que es un fa sostenido, zoquete? ¡Escucha! —deng-deng. Y, con un índice que, tras décadas de enseñanza, tenía la yema tan aplastada como una moneda de diez pfennig, pulsaba la negra que estaba al lado del sol—.
Esto
es un fa sostenido…! deng-deng—.
Esto
es… —Entonces tuvo ganas de estornudar. Estornudó, se pasó rápidamente el mencionado dedo índice por el bigote y pulsó la tecla otras dos o tres veces mientras chillaba—:
¡Esto
es un fa sostenido,
esto
es un fa sostenido…!» Luego, se sacó el pañuelo de la manga y se sonó.

Yo me quedé mirando el fa sostenido y me puse blanco. En el borde de la tecla había quedado pegado un moco fresco, reluciente, entre verde y amarillo, de un dedo de largo, ancho como un lápiz y retorcido como un gusano que, con el estornudo, habría pasado de la nariz de la señorita Funkel al bigote, luego, al limpiarse, del bigote al dedo y del dedo al fa sostenido.

—¡Otra vez desde el principio! —gruñó la voz a mi lado—. Uno-dos-tres-cuatro… —y empezamos a tocar.

Los treinta segundos siguientes fueron los peores de mi vida. Yo notaba que la cara se me quedaba sin sangre y que la nuca me sudaba de angustia. Se me erizaba el pelo, las orejas me ardían, luego se congelaban y al fin se quedaban sordas, como si me las hubieran tapado, de tal modo que apenas oía ya la graciosa melodía de Antón Diabelli que yo tocaba mecánicamente, sin mirar la partitura. Era la tercera vez y los dedos se movían solos; pero yo, con ojos muy abiertos, miraba la fina tecla negra al lado del sol que tenía pegado el moco de Marie-Louise Funkel… todavía siete compases, seis… imposible pulsar la tecla sin apoyar el dedo en el moco… todavía cinco compases, cuatro… pero, si no la tocaba y, por tercera vez, tocaba un fa en lugar de un fa sostenido, entonces… tres compases… ¡oh, Dios mío, haz un milagro! ¡Di algo! ¡Haz algo! ¡Que se abra la tierra! ¡Destruye el piano! ¡Haz que el tiempo corra hacia atrás para que yo no tenga que tocar el fa sostenido!… dos compases, uno… y el Buen Dios callaba y no hacía nada, y el último y terrible compás había llegado, compuesto, todavía lo recuerdo, por seis corcheas que bajaban del la hasta el fa sostenido y una semicorchea que desembocaban en el sol…, y mis dedos bajaron por la escala de corcheas como en un infierno, re-do-si-la-sol… «¡Ahora fa sostenido!», gritó la voz a mi lado… y yo, sabiendo perfectamente lo que hacía, con absoluto desprecio de la muerte, toqué fa.

Casi no tuve tiempo de retirar los dedos de las teclas antes de que cayera violentamente la tapa del piano, al tiempo que la señorita Funkel se levantaba como movida por un resorte.

—¡Lo haces adrede! —chilló con tanta fuerza que hizo un gallo y, a pesar de mi sordera, me hirió los tímpanos—. ¡Lo haces adrede, crío asqueroso! ¡Mocoso estúpido! ¡Cochino sinvergüenza…!

Y empezó a dar vueltas a la mesa que estaba en el centro de la habitación y, a cada dos palabras, descargaba un puñetazo en el tablero.

—¡Pero a mí no me tomas el pelo, ya lo verás! ¡No creas que conmigo vas a poder! ¡Llamaré a tu madre! ¡Llamaré a tu padre! ¡Haré que te den una tanda de azotes que estés una semana sin poder sentarte! ¡Tres semanas castigado! ¡Y, cada día, tres horas de escalas de sol mayor, la mayor, fa sostenido, do sostenido y sol sostenido, hasta que lo sepas incluso dormido! ¡Te enterarás de quién soy yo, jovencito! Ya verás… ahora mismo… con mis propias manos…

Aquí se quedó sin voz, empezó a mover los brazos y se le puso la cara granate, como si fuera a estallar, y entonces cogió una manzana del frutero y la lanzó contra la pared con tanta furia que la manzana reventó y dejó una mancha marrón a la izquierda del reloj, muy cerca de la cabeza de tortuga de la madre.

Entonces, como si se hubiera accionado un resorte, la montaña de tul se movió un poco y, por entre los pliegues del vestido, apareció la mano espectral que, automáticamente, fue hacia la derecha, donde estaban las galletas…

Pero la señorita Funkel no lo vio, sólo lo vi yo. Ella había abierto la puerta y, señalando hacia fuera con el brazo extendido, jadeó: «¡Coge tus cosas y desaparece!» Y cuando yo salí tambaleándome, cerró la puerta violentamente.

Yo temblaba de pies a cabeza. Las rodillas se me doblaban, apenas podía andar, y no digamos montar en bicicleta. Con mano torpe sujeté los cuadernos al porta-paquetes y empecé a empujar la bicicleta. Y, mientras empujaba, en mi cabeza bullían los más sombríos pensamientos. Lo que me enfurecía, lo que me hacía temblar de rabia, no era la bronca de la señorita Funkel, ni las amenazas de paliza y castigo. No era miedo. Era el desolador descubrimiento de que el mundo era un asco, de que todo era maldad e injusticia. Y la culpa la tenían los demás. Todos los demás. Sin excepción. Empezando por mi madre que no me compraba una bicicleta decente y siguiendo por mi padre, que siempre estaba de acuerdo con ella; mis hermanos, que a espaldas mías se reían de que yo tuviera que pedalear de pie; el asqueroso chucho de la señora Hartlaub que la tenía tomada conmigo; los paseantes que taponaban la avenida del lago y me retrasaban; el compositor Hässler, que me atormentaba con sus fugas; la señorita Funkel, con sus falsas acusaciones y su moco en el fa sostenido… y terminando por el Buen Dios, sí, hasta el llamado Buen Dios que, para una vez que lo necesitabas y le pedías ayuda, no se le ocurría nada mejor que hacer que guardar un silencio cobarde y dar curso libre al injusto destino. ¿Para qué necesitaba yo a toda aquella chusma que se confabulaba contra mí? ¿Qué me importaba este mundo? No se me había perdido nada entre tanta ruindad. ¡Que los otros se asfixiaran en su vileza! ¡Que pegaran mocos donde quisieran! ¡Pero sin mí! ¡Yo me retiraba del juego! Diría adiós al mundo. Me suicidaría. Y enseguida.

Una vez tomada la decisión, me sentí aliviado. La sola idea de que no tenía más que «abandonar este mundo» —como delicadamente decían algunos— para librarme de una vez por todas de sus injusticias y marranadas resultaba extrañamente consoladora y liberadora. Cesó mi llanto y se calmaron mis temblores. En el mundo volvía a haber esperanza. Pero tenía que ser enseguida. Ya. Antes de que cambiara de idea.

Me encaramé a los pedales y me alejé. Al llegar al centro de Obernsee, no tomé el camino de mi casa sino que torcí a la derecha, crucé el bosque, subí la cuesta y, traqueteando por un sendero, salí al camino de la escuela en dirección a la caseta del transformador. Allí estaba el árbol más alto que yo conocía, un gigantesco abeto rojo. Treparía a aquel árbol y me tiraría desde lo alto. Nunca se me hubiera ocurrido otra muerte. Yo sabía que uno también puede ahogarse, clavarse un cuchillo, ahorcarse, asfixiarse o electrocutarse; esta última modalidad me la había explicado mi hermano una vez
in extenso
. «Pero para eso necesitas un neutro —me dijo—. Es esencial; sin neutro, imposible, o todos los pájaros que se paran en los cables de la electricidad caerían muertos, y no se mueren. ¿Y por qué no? Pues porque no tienen neutro. Tú, en teoría, hasta podrías colgarte de un cable de alta tensión de cien mil voltios sin que te pasara nada, si no tienes neutro.» Eso decía mi hermano. Pero a mí aquello de la electricidad me parecía muy complicado. Para empezar, no sabía lo que era un neutro. No; lo mío no podía ser más que tirarme desde lo alto de un árbol. Tenía experiencia en caídas. La caída no me asustaba. Para mí, era la mejor manera de «abandonar este mundo».

Dejé la bicicleta apoyada en la caseta del transformador y me abrí paso por entre los arbustos hasta el abeto rojo. Era ya tan viejo que no tenía ramas bajas y tuve que empezar por trepar a un abeto más bajo que estaba al lado y pasar de rama en rama. Luego, todo fue fácil. Con aquellas ramas tan resistentes que ofrecían tan buen asidero, subía casi con tanta facilidad como por una escala y no paré hasta que sobre mí empezó a brillar la luz a través de las ramas y el tronco se hizo más fino y flexible. Todavía no había llegado a la copa, pero cuando miré abajo por primera vez, no pude ver el suelo sino una especie de alfombra verde y marrón tejida de ramas, agujas y piñas que se extendía a mis pies. Imposible saltar desde aquí. Sería como saltar desde encima de las nubes sobre un lecho de falsa solidez, con posterior caída en lo desconocido. Pero yo no quería caer en lo desconocido. Yo quería ver dónde y cómo caía. La mía tenía que ser una caída libre según las leyes de Galileo Galilei. Por lo tanto, bajé hasta la zona oscura, abrazado al tronco y mirando abajo en busca de hueco para una caída libre. Un par de ramas más abajo lo encontré: un hueco ideal, profundo como un pozo, perpendicular hasta el suelo, donde las nudosas raíces del árbol garantizaban un golpe seco y mortal de inmediato. Pero tendría que separarme un poco del tronco, deslizándome por la rama hacia fuera antes de saltar, para poder caer sin obstáculos.

Lentamente, me puse de rodillas, me senté en la rama, me apoyé en el tronco y recapacité. Hasta aquel momento, no había tenido ocasión de reflexionar sobre lo que iba a hacer, preocupado como estaba por la ejecución del acto en sí. Pero ahora, antes del instante decisivo, volvían a arremolinarse los pensamientos y yo, tras maldecir una vez más el mundo cruel y a todos sus habitantes, me puse a pensar en el entrañable acto de mi entierro. ¡Oh, sería un entierro precioso! Repicarían las campanas, sonaría el órgano, el cementerio de Obernsee no podría acoger a tanta gente. Yo estaría en un lecho de flores, en un ataúd de cristal tirado por un caballo negro, y a mi alrededor todo sería llanto. Llorarían mis padres, llorarían mis hermanos, llorarían los niños de la clase, llorarían la señora Hartlaub y la señorita Funkel, parientes y amigos habrían venido de lejos para llorar y todos se darían golpes en el pecho y lanzarían gritos plañideros: «¡Ay, nosotros tenemos la culpa de que este ser querido e incomparable ya no esté con nosotros! ¡Ay! ¡Si le hubiéramos tratado mejor, si no hubiéramos sido tan malos e injustos con él, todavía viviría, este ser tan bueno y tan dulce, este ser único y querido!» Y, al borde de mi tumba, estaría Carolina Kückelmann, que me lanzaría un ramo de flores y una última mirada y diría llorando con su voz ronca y dolorida: «¡Ay, querido mío! ¡Ser incomparable! ¡Si aquel lunes hubiera ido contigo!»

¡Maravillosas fantasías! Yo me abandonaba a ellas, e introducía variaciones en el entierro, desde la capilla ardiente hasta el banquete fúnebre, en el que se me haría un fabuloso panegírico, y yo mismo me emocioné de tal modo que, aunque no llegué a llorar, se me humedecieron los ojos. Sería el entierro más hermoso que se hubiera visto en nuestra región y, al cabo de los años, todavía se hablaría de él con admiración… Lástima que yo no pudiera tomar parte en él, porque estaría muerto. Desgraciadamente, esto era seguro. En mi entierro
tenía
que estar muerto. No podía conseguir las dos cosas: vengarme del mundo y seguir en el mundo. ¡Pues la venganza!

Me separé del tronco del abeto. Lentamente, centímetro a centímetro, me fui hacia fuera, apoyándome en el tronco y dándome impulso al mismo tiempo con la mano derecha y asiendo con la izquierda la rama en la que estaba sentado. Llegó el momento en el que ya no tocaba el tronco más que con la yema de los dedos… y, luego, ni eso… y entonces me quedé sentado sin apoyo lateral, agarrado a la rama con las dos manos, libre como un pájaro y con el vacío a mis pies. Miré abajo con precaución, calculé que la distancia hasta el suelo era como de tres veces la altura del tejado de nuestra casa, y el tejado de nuestra casa estaba a diez metros. Es decir, treinta metros. Según las leyes de Galileo Galilei, ello significaba que el tiempo de la caída sería exactamente de 2,4730986 segundos
[3]
, por lo que chocaría contra el suelo a una velocidad de 87,34 kilómetros por hora
[4]
.

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