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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

La hora del ángel (19 page)

—Vamos, estos testigos vieron a Meir y Fluria en el bosque con un saco —gritó lady Margaret—. Les vieron junto al gran roble. Señor sheriff, querido tío, de no haberse helado la tierra, ya habríamos sacado el cuerpo de la niña del lugar donde lo enterraron.

—Pero estos hombres son unos borrachos —dije, sin pensar—. Y si no tenéis el cuerpo, ¿cómo podéis probar que ha habido un crimen?

—Ésa es exactamente la cuestión —dijo el sheriff—. Y aquí tenemos un dominico que no está medio loco para pretender convertir en santa a una muchacha que a estas horas debe de estar acompañando a sus queridos parientes en la ciudad de París. —Se volvió hacia mí—. Son vuestros hermanos quienes han atizado este fuego. Haced que recobren la sensatez.

Los dominicos se enfurecieron al oír aquello, pero fue otro aspecto de su actitud el que me llamó la atención. Eran sinceros. Era evidente que estaban convencidos de tener razón.

Lady Margaret se puso frenética.

—Tío, ¿no entiendes mi responsabilidad en esto? He de perseguirlos. Fui yo, con Nell que está aquí, quien llevó a la niña a misa y a ver las representaciones de Navidad. Fuimos nosotras las que le explicamos los himnos, las que respondimos a sus inocentes preguntas...

—¡Sus padres le perdonaron todo eso! —declaró el sheriff—. ¿Quién en la judería tiene mejor carácter que Meir, el maestro? Vamos, fray Antonio, vos habéis estudiado hebreo con él. ¿Cómo podéis acusarlo de esas cosas?

—Sí, yo estudié con él —dijo fray Antonio—, pero sé que es débil y que está dominado por su mujer. Ella es a fin de cuentas la madre de la apóstata...

La multitud aclamó ese término.

—¿Apóstata? —gritó el sheriff—. ¡No sabéis si la niña apostató! Hay demasiadas cosas que sencillamente no sabemos.

Era obvio que la multitud estaba fuera de su control, y que él se daba cuenta.

—Pero ¿por qué estáis tan seguro de que la niña ha muerto? —pregunté a fray Antonio.

—Se puso enferma la mañana del día de Navidad —dijo—. Por eso. Fray Jerónimo lo sabe bien. Es físico además de monje. Él la atendió. Empezaron a envenenarla ya entonces. Y pasó todo el día en la cama con dolores cada vez más fuertes, mientras el veneno le mordía en el estómago, y ahora ha desaparecido sin dejar huella y esos judíos tienen el descaro de decir que sus primos se la han llevado a París. ¿Con este tiempo? ¿Haríais vos un viaje así?

Parecía como si todos los que escuchaban tuviesen algo que decir sobre el asunto, pero alcé la voz para hacerme oír.

—Bueno, yo he venido aquí con este tiempo, ¿no es cierto? —respondí—. No podéis acusar a nadie de un crimen sin pruebas. Así son las cosas. ¿No hubo un cuerpo del pequeño san Guillermo? ¿No hubo una víctima en el caso del pequeño san Hugo?

Lady Margaret volvió a recordar a todo el mundo que la tierra estaba helada alrededor del roble.

La muchacha gritó desesperada:

—Yo no pensé que hubiera nada malo. Ella sólo quería escuchar la música. Le gustaba la música. Le gustaba la procesión. Quería ver al Niño en el pesebre.

Aquello provocó nuevos gritos en la multitud que nos rodeaba.

—¿Por qué no hemos visto a los primos que vinieron a llevársela a ese viaje inesperado? —nos preguntó fray Antonio, a mí y al sheriff.

El sheriff miró a su alrededor, inquieto. Alzó la mano e hizo una señal a sus hombres, y uno de ellos se alejó al trote. Entre dientes me dijo a mí:

—Le he enviado a traer más hombres para proteger toda la judería.

—Yo pido —intervino lady Margaret— que Meir y Fluria respondan. ¿Por qué se han encerrado esos malvados judíos en sus casas? Porque saben la verdad.

Fray Jerónimo intervino de inmediato:

—¿Malvados judíos? ¿Meir y Fluria, y el viejo Isaac, el médico? ¿No eran esas mismas personas nuestros amigos? ¿Y ahora son todos malvados?

Fray Antonio, el dominico, replicó de inmediato:

—Les debéis la mayor parte de vuestros vestidos, de vuestros cálices, del mismo priorato —dijo—. Pero no son amigos. Son prestamistas.

De nuevo empezaron los gritos, pero ahora la multitud se hizo a un lado y un anciano de cabello gris suelto y espalda encorvada se abrió paso a la luz de las antorchas. Su túnica y su manto aparecían salpicados por el barro que siguió a la nevada. Sus zapatos lucían finas hebillas de oro.

Enseguida vi el parche amarillo cosido al pecho que revelaba su condición de judío. El parche estaba recortado con la silueta de las tablas de los Diez Mandamientos, y me pregunté cómo alguien, en todo el mundo, podía haber considerado aquella imagen en particular como una señal vergonzosa. Y, sin embargo, así había sido, y los judíos de toda Europa fueron obligados a llevarla durante muchos años. Yo sabía y comprendía aquello.

Fray Jerónimo dijo en tono seco a todos que dejaran paso a Isaac, hijo de Salomón, y el anciano se colocó sin aparentar temor junto a lady Margaret, delante de la puerta.

—¿Cuántos de nosotros —preguntó fray Jerónimo— hemos acudido a Isaac en busca de pociones, de vomitivos? ¿Cuántos hemos sanado por sus hierbas y sus conocimientos? Yo mismo he recurrido a la sabiduría y el juicio de este hombre. Sé que es un gran físico. ¿Cómo os atrevéis a desoír lo que dice ahora?

El anciano permaneció resuelto y en silencio hasta que todos los gritos se apagaron. Los canónigos de ropajes blancos de la catedral se habían aproximado a él, para defenderlo. Por fin el anciano habló, con una voz profunda y algo temblorosa.

—Yo atendí a la niña —dijo—. Es verdad que entró en la iglesia en la noche misma de Navidad, sí. Es verdad que quiso ver las hermosas funciones. Quiso escuchar la música. Sí que hizo todo eso, pero volvió a la casa de sus padres como una niña judía, tal como la había dejado. ¡Sólo era una niña, y olvidó con facilidad! Enfermó, como podía haberle ocurrido a cualquiera con este tiempo inclemente, y pronto la fiebre hizo que delirara.

Pareció que los gritos iban a reproducirse otra vez, pero tanto el sheriff como fray Jerónimo reclamaron silencio con sus gestos. El anciano miró a su alrededor con una dignidad marchita, y continuó:

—Supe lo que era. Era la pasión ilíaca. Sentía un fuerte dolor en un costado. Ardía de fiebre. Pero luego la fiebre cedió, el dolor desapareció, y antes de que abandonara estas tierras para marchar a Francia, era otra vez ella misma, y yo hablé con ella, y también fray Jerónimo, vuestro propio físico, aunque mal podéis decir que yo no haya sido el físico de la mayoría de vosotros.

Fray Jerónimo asintió con vigor a sus palabras.

—Os repito lo que os he dicho antes —dijo—. Yo la vi antes de que se fuera de viaje, y estaba curada.

Empecé a darme cuenta de lo que ocurría. La niña había padecido seguramente una apendicitis, y cuando el apéndice reventó, el dolor disminuyó naturalmente. Pero empecé a sospechar que el viaje a París era una invención desesperada.

El anciano no había terminado.

—Vos, pequeña dama Eleanor —dijo a la joven—, ¿no le llevasteis flores? ¿No la visteis tranquila y sosegada, antes de su viaje?

—Pero nunca he vuelto a verla —gritó la niña—, y nunca me dijo que iba a hacer un viaje.

—¡Toda la ciudad estaba pendiente de las continuas funciones, de las representaciones en la plaza! —dijo el viejo médico—. Sabes que fuisteis, todos vosotros. Y nosotros no asistimos a esos espectáculos. No forman parte de nuestro modo de vida. Sus primos vinieron, se la llevaron y ella se fue, y vosotros no os enterasteis.

Supe al instante que no decía la verdad, pero parecía decidido a decir lo que fuera preciso para proteger, no sólo a Meir y Fluria, sino a toda su comunidad.

Algunos jóvenes que se habían colocado detrás de los dominicos se adelantaron ahora, y uno de ellos dio un empujón al anciano y le llamó «sucio judío». Los otros zarandearon al viejo médico de un lado para otro.

—Basta —declaró el sheriff, y dio una señal a sus jinetes. Los jóvenes brutos echaron a correr. La multitud se apartó delante de los caballos.

»Arrestaré a cualquiera que ponga la mano sobre estos judíos —dijo el sheriff—. ¡Sabemos lo que ocurrió en Lincoln cuando las cosas se salieron de madre! Estos judíos no son propiedad vuestra, sino de la Corona.

El anciano estaba muy agitado. Yo alargué la mano para sostenerlo. Me miró, y vi de nuevo en él desdén y dignidad ultrajada, pero también una tenue gratitud por mi comprensión.

Llegaron más gritos de la multitud y la muchacha se echó a llorar de nuevo con desconsuelo.

—Si por lo menos tuviéramos un vestido que hubiese pertenecido a Lea... —lloriqueó—. Eso confirmaría lo que ha sucedido, porque sólo con tocarlo muchos podrían sanar.

Era una superstición asombrosamente popular, y lady Margaret insistió en que sin duda encontraríamos toda la ropa dentro de la casa, porque la niña había muerto y no se la había llevado de viaje.

Fray Antonio, el superior de los dominicos, alzó las manos y pidió paciencia.

—Voy a contaros una historia antes de seguir con esto —anunció—, y os ruego, señor sheriff, que vos la escuchéis también.

Oí la voz de Malaquías junto a mi oído.

—Recuerda que tú también eres un predicador. No dejes que los convenza.

—Hace muchos años —dijo fray Antonio—, un malvado judío de Bagdad se enfureció al saber que su hijo se había convertido al cristianismo, y arrojó al niño a un horno ardiente. Cuando parecía que la víctima inocente iba a consumirse, bajó de los cielos la bendita Virgen María en persona y rescató al niño, que salió sano y salvo de entre las llamas. Y el fuego consumió en cambio al malvado judío que había intentado causar un daño tan grande a su hijo cristiano.

Pareció que la multitud iba a asaltar la casa después de oír aquello.

—Esa historia es muy vieja —grité yo a mi vez, furioso—, y se cuenta por todo el mundo. Cada vez el judío es diferente y la ciudad también, y el desenlace es siempre el mismo, pero ¿quién de vosotros ha visto nada parecido con sus propios ojos? ¿Por qué todo el mundo está dispuesto a creer una cosa así? —Seguí hablando tan fuerte como pude—. Tenéis aquí un misterio, pero no tenéis ni a Nuestra Señora bendita ni la menor prueba, y habéis de deteneros.

—¿Y quién eres tú, para venir aquí y hablar en defensa de estos judíos? —preguntó fray Antonio—. ¿Quién eres para desafiar al superior de nuestra propia casa?

—No ha sido mi intención faltaros al respeto —dije—, sino tan sólo señalar que esa historia no prueba nada, y menos aún la culpabilidad o inocencia de nadie de este lugar. —Se me ocurrió una idea, y alcé de nuevo la voz tanto como pude—. Todos vosotros creéis en vuestro niño santo —grité—. El pequeño san Guillermo, cuyas reliquias se guardan en vuestra catedral.

»Pues bien, id a verle ahora y rezadle para que os guíe. Que el pequeño san Guillermo os aconseje. Rezad para descubrir la tumba de la muchacha, si tanto empeño tenéis en ello. ¿No será el santo el intercesor perfecto? No podríais encontrar a nadie mejor. Id todos a la catedral, ahora mismo.

—Sí, sí —gritó fray Jerónimo—, eso es lo que hemos de hacer.

Lady Margaret parecía un poco aturdida por aquel giro de la situación.

—¿Quién mejor que el pequeño san Guillermo? —dijo fray Jerónimo, después de dirigirme una rápida mirada—. Él mismo fue asesinado por los judíos de Norwich, hace cien años. Sí, id a su capilla de la catedral.

—Id todos a la capilla —dijo el sheriff.

—Yo os digo —intervino fray Antonio—, que tenemos otra santa aquí, y que es nuestro derecho exigir a sus padres que nos entreguen las ropas que ha dejado esa niña. Ya ha ocurrido un milagro junto al roble. Todas las ropas que haya aquí han de ser consideradas reliquias santas. Yo digo que hundáis la puerta, si es necesario, y os llevéis las ropas.

La multitud se exaltaba. Los jinetes se adelantaron, y obligaron a la gente a dispersarse o a retroceder. Algunos abuchearon a los soldados, pero fray Jerónimo se mantuvo firme con la espalda pegada a la puerta de la casa y los brazos extendidos, gritando:

—¡A la catedral, al pequeño san Guillermo, vamos todos juntos ahora!

Fray Antonio se abrió paso por entre el sheriff y yo, y empezó a golpear la puerta.

El sheriff se puso furioso. Se volvió a la puerta.

—Meir y Fluria, estad preparados. Me propongo llevaros al castillo para vuestra salvaguarda. Si es necesario, me llevaré también al castillo a todos los judíos de Norwich.

La multitud se sentía frustrada, pero reinaba la confusión y muchos coreaban el nombre del pequeño san Guillermo.

—¿Y después? —dijo el viejo médico judío—. Si os lleváis a Meir y Fluria y a todos nosotros a la torre, esta gente saqueará nuestras casas y arrojará al fuego nuestros libros sagrados. Por favor, os lo ruego, llevaos a Fluria, la madre de esa infortunada, pero dejadme hablar con Meir, y tal vez podamos hacer alguna donación, fray Antonio, a vuestro nuevo priorato. Los judíos siempre se han mostrado generosos en estas cuestiones.

En otras palabras, ofrecía un soborno. Pero la sugerencia tuvo un efecto milagroso en quienes la oyeron.

—Sí, que paguen —murmuró alguien. Y otro:

—¿Por qué no?

Y la noticia circuló rápidamente entre los allí reunidos.

Fray Jerónimo gritó que encabezaría ahora una procesión a la catedral, y que todos los que sintieran temor por el destino de su alma inmortal debían acompañarlo.

—Los que tenéis antorchas y velas, adelantaos para alumbrar el camino.

Como había mucha gente que corría el riesgo de verse pisoteada por los caballos, y fray Jerónimo se había adelantado decididamente para encabezar la procesión, muchos lo siguieron, y otros volvieron las espaldas refunfuñando.

Lady Margaret no se había movido, y ahora se acercó al anciano médico:

—¿Y éste no les ayudó? —preguntó, taladrándolo con la mirada. Se volvió al sheriff con una mueca de complicidad—. ¿No ha sido, según sus propias palabras, parte en todo este asunto? ¿Creéis que Meir y Fluria son tan listos como para fabricar veneno sin su ayuda? —Se volvió al anciano—. ¿Y también vais a perdonarme mis deudas con la misma facilidad, para comprar mi silencio?

—Si eso ha de calmar vuestro corazón y encaminaros a la verdad, sí —respondió el anciano—. Perdonaré vuestras deudas en atención a las preocupaciones y los disgustos que os ha causado esta historia.

Aquello hizo callar a lady Margaret, pero sólo de forma provisional. Era demasiado importante para ella no ceder en esta cuestión.

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