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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (44 page)

Nab y Pencroff lo llevaron hasta el ascensor sin que apenas saliera de sus labios más que un débil gemido; lo subieron con cuidado al Palacio de granito, donde fue instalado en uno de los colchones que se tomaron de una cama, y le lavaron las heridas. No parecía que hubiesen alcanzado a ningún órgano vital, pero
Jup
estaba muy debilitado por la pérdida de sangre, y la fiebre se declaró con bastante intensidad.

Le acostaron después de haberle vendado las heridas y se le impuso una dieta,
como una persona,
según decía Nab, haciéndole beber algunas tazas de tisana refrigerante, cuyos ingredientes suministró la oficina de farmacia vegetal del Palacio de granito.

Jup
durmió al principio con un sueño agitado, pero poco a poco su respiración se hizo más regular y se le dejó descansar tranquilamente.

De cuando en cuando,
Top,
andando, por decir así, de puntillas, iba a visitar a su amigo y parecía aprobar los cuidados que tenían con él. Una mano de
Jup
pendía fuera de la cama y
Top
la lamía con aire de pesadumbre.

Aquella mañana se procedió a dar sepultura a los muertos, que fueron arrastrados hasta el bosque del Far-West y allí enterrados.

Aquel ataque, que hubiera podido tener consecuencias tan grandes, fue una lección para los colonos, y desde entonces no se acostaron nunca sin que uno hubiera pasado a examinar si todos los puentes estaban alzados y si era o no posible alguna invasión.

Jup,
después de haber inspirado serios temores durante algunos días, reaccionó contra el mal. Su constitución triunfó, disminuyó la fiebre poco a poco y Gedeón Spilett, que entendía algo de medicina, le declaró en breve fuera de peligro. El 16 de agosto
Jup
empezó a comer; Nab le hacía unos platitos azucarados, que el enfermo saboreaba con fruición, porque era algo goloso, y Nab no había hecho nunca nada para corregirlo.

—¿Qué quiere usted? —decía a Gedeón Spilett, que alguna vez le reconvenía mimar al orangután—, el pobre
Jup
no tiene más placer que el de la boca y me alegro mucho de poder mostrar así la gratitud por sus servicios.

Diez días después, el 21 de agosto, maese
Jup
se levantó de la cama.

Sus heridas estaban cicatrizadas, y todos comprendieron que no tardaría en recobrar su vigor y flexibilidad habituales. Como todos los convalecientes, se vio acometido de un hambre devoradora y el periodista le dejó comer cuanto quiso, porque se fiaba de ese instinto que con frecuencia falta a los seres racionales y que debía preservar al orangután de todo exceso. Nab estaba encantado de ver cómo volvía el apetito a su discípulo.

—Come —le decía—, come, amigo
Jup,
y no te prives de nada. Has vertido tu sangre por nosotros y lo menos que puedo hacer es ayudarte a reparar tus pérdidas.

En fin, el 25 de agosto, se oyó la voz de Nab que llamaba a sus compañeros.

—¡Señor Ciro, señor Gedeón, señor Harbert, Pencroff, vengan!

Los colonos, reunidos en el salón, se levantaron y acudieron hacia donde Nab les llamaba, es decir, al cuarto de
Jup.

—¿Qué hay? —preguntó el periodista.

—Vean ustedes —contestó Nab, lanzando una sonora carcajada.

Maese
Jup
fumaba tranquila y seriamente sentado como un turco en el umbral del Palacio de granito.

—¡Mi pipa! —exclamó Pencroff—. ¡Se ha apoderado de mi pipa! ¡Ah, valiente
Jup,
te la regalo! Fuma, amigo mío, fuma.

Y
Jup
lanzaba gravemente espesas bocanadas de humo de tabaco, lo cual parecía proporcionarle un gozo exquisito.

Ciro Smith no se mostró tan admirado del incidente, y citó varios ejemplos de monos domesticados que se habían acostumbrado a fumar.

Pero desde aquel día maese
Jup
fue propietario de una pipa, la del marino, que permaneció suspendida en su cuarto cerca de la provisión de tabaco. El mismo la cargaba y la encendía con una brasa y, cuando fumaba, parecía el más dichoso de los cuadrúmanos. Ya se comprenderá que aquella comunidad de gustos no hizo más que estrechar entre
Jup y
Pencroff los lazos de amistad que unían al mono y al honrado marino.

—Quizá es un hombre —decía algunas veces Pencroff—. Nab, ¿te extrañarías si un día se pusiera a hablamos?

—No —contestó Nab—. Me extraña lo contrario, que no hable, porque realmente no le falta más que la palabra.

—Me gustaría —dijo el marino— que el día menos pensado me dijese: “¿Vamos a cambiar de pipa, Pencroff? “

—Sí —contestó Nab—. ¡Qué desgracia que sea mudo de nacimiento!

Con el mes de septiembre terminó completamente el invierno y los colonos volvieron con más ardor a sus trabajos.

La construcción del barco adelantó rápidamente. Tenía ya toda la tablazón de forro y se pusieron las cuadernas interiores para unir todas las partes del casco, haciéndolas flexibles por medio del vapor de agua, que se prestaba a todas las exigencias del gálibo.

Como no faltaba madera, Pencroff propuso al ingeniero que se forrara interiormente el casco con hiladas de tablones a lo largo, que aseguraría la solidez de la embarcación.

Ciro Smith, no sabiendo lo que podía acontecer en el futuro, aprobó la idea del marino de hacer el buque lo más sólido posible. El forro y el puente quedaron concluidos el 15 de septiembre. Para calafatear las costuras se hizo estopa con cierta hierba marina seca, que fue introducida a golpes de mazo entre los tablones del casco, de los forros del puente; después se cubrieron aquellas costuras con brea hirviendo, suministrada abundantemente por los pinos del bosque.

La distribución de las diversas partes de la embarcación fue sencilla.

Primero se echaron por lastre grandes trozos de granito dispuestos en un lecho de cal, cuyo peso podría ser doce mil libras. Por encima de aquel lastre se puso un sollado, cuyo interior se dividió en dos cámaras a lo largo de las cuales se extendían dos bancos, que servían de arcones. El pie del mástil debía apuntalar el tabique que separaba las dos cámaras, a las cuales se llegaba por dos escotillas abiertas sobre el puente y provistas de sus portezuelas.

No costó ningún trabajo a Pencroff encontrar un árbol apropiado para mástil. Escogió un abeto joven y recto, sin nudos, que no tuvo que hacer más que labrar en la planta y redondear por la cabeza. La guarnición de hierro del mástil, del timón y del casco había sido burda, pero sólidamente fabricada en la fragua de las Chimeneas. En fin, vergas, tablones, botavara, relingas, remos, etc., todo estaba terminado en la primera semana de octubre, y se acordó que se haría la prueba del barco en las inmediaciones de la isla, para reconocer qué tal se portaba en la mar y hasta qué punto podía tenerse confianza en él.

Durante aquel tiempo no se habían descuidado las obras necesarias.

Se habían aumentado las construcciones de la dehesa, porque el rebaño de muflones y el de cabras contaba un cierto número de corderitos y cabritos, que había que alojar y alimentar. No habían dejado de visitar los bancos de ostras, ni el conejal, ni los yacimientos de hulla y de hierro, ni algunas partes hasta entonces inexploradas de los bosques del Far-West, que eran muy abundantes en caza.

También se descubrieron ciertas plantas indígenas, que, si no tenían una utilidad inmediata, contribuyeron a variar los comestibles vegetales del Palacio de granito. Eran varias especies de ficoideas, unas semejantes a las del Cabo, con hojas carnosas comestibles, y otras que producían granos que contenían una especie de harina.

El 10 de octubre se botó al mar el buque, con gran satisfacción de Pencroff, y la operación salió perfecta. La nave, completamente aparejada, habiendo sido empujada sobre maderos cilíndricos hasta la orilla del río, fue recogida por la marea ascendente y flotó con aplauso de los colonos, y particularmente de Pencroff, que no manifestó ninguna modestia en aquella ocasión. Por otra parte, su vanidad debía sobrevivir al término de su obra, puesto que, después de haber construido el barco, estaba destinado a mandarlo. En efecto, todos le dieron unánimemente el grado de capitán.

Para complacer al capitán Pencroff hubo que poner nombre a la embarcación y, después de haber discutido muchas proposiciones, se reunieron los votos en el nombre de
Buenaventura,
que era el del honrado marino.

Cuando el
Buenaventura
fue levantado por la marea ascendente, se pudo ver que se mantenía muy bien en sus líneas de agua y que debía navegar muy bien con todos los aires.

Por lo demás, iba a hacerse el ensayo de su aptitud ese día con una excursión a lo largo de la costa. El tiempo era hermoso, la brisa fresca, el mar fácil, sobre todo el litoral del sur, porque el viento hacía una hora que soplaba del nordeste.

—¡A bordo, a bordo! —gritó el capitán Pencroff.

Pero había que almorzar antes de salir, y parecía conveniente llevar provisiones a bordo, para el caso de que la excursión se prolongara hasta la noche.

Ciro Smith estaba también impaciente por probar la embarcación, cuyos planos había hecho, aunque aconsejado por el marino, pero con frecuentes modificaciones; no tenía la misma confianza que Pencroff, y como éste ya no hablaba de la isla Tabor, el ingeniero suponía que el marino había renunciado a su proyecto.

No le gustaba que dos o tres compañeros se aventurasen en alta mar con aquel barco, que, en resumidas cuentas, era muy pequeño y no cargaba más de quince toneladas.

A las diez y media todos estaban a bordo, incluso
Jup
y
Top.
Nab y Harbert levantaron el ancla que mordía la arena cerca de la desembocadura del río de la Merced; se izó la cangreja; el pabellón linconiano ondeó en el tope del mástil y el
Buenaventura,
dirigido por Pencroff, se hizo a la mar.

Para salir de la bahía de la Unión fue preciso primero caminar viento en popa, y se pudo observar que, con este aire, la celeridad de la embarcación era satisfactoria.

Después de haber doblado la punta del Pecio y el cabo de la Garra, Pencroff debió mantenerse lo más cerca posible, para seguir la costa meridional de la isla, y, después de haber recorrido algunas bordadas, observó que el
Buenaventura
podía marchar a cinco cuartos de viento, y que se sostenía muy bien contra la corriente. Viraba perfectamente a barlovento, teniendo
golpe,
como dicen los marinos, y aun ganando al virar.

Los pasajeros del
Buenaventura
estaban entusiasmados. Tenían una buena embarcación, que podría prestarles grandes servicios, y con aquel tiempo el paseo fue delicioso.

Pencroff salió a alta mar a tres o cuatro millas de la costa a través del puerto del Globo. La isla apareció entonces en todo su desarrollo, bajo un aspecto nuevo por el panorama variado de su litoral desde el cabo de la Garra hasta el promontorio del Reptil, en primer término los bosques, en que las coníferas sobresalían entre el follaje tierno de los demás árboles que apenas empezaban a echar brotes, y aquel monte Franklin que dominaba el conjunto y cuya cima estaba coronada de nieve.

—¡Qué magnífico espectáculo! —exclamó Harbert.

—Sí, nuestra isla es bonita y buena —añadió Pencroff—, y la amo como amaba a mi pobre madre. Nos ha recibido pobres y careciendo de todo, ¿y qué falta ahora a estos cinco hijos que le han caído del cielo?

—Nada —contestó Nab—; nada, capitán.

Y los dos honrados colonos lanzaron tres formidables hurras en honor de la isla. Entretanto, Gedeón Spilett, apoyado en el mástil, dibujaba el panorama que se presentaba a sus ojos. Ciro Smith miraba en silencio.

—Y bien, señor Ciro —preguntó Pencroff—, ¿qué dice usted de nuestro barco?

—Parece que se porta bien —contestó el ingeniero.

—¡Bueno! ¿Cree ahora que podré emprender un viaje de alguna duración?

—¿Qué viaje, Pencroff?

—El de la isla Tabor, por ejemplo.

—Amigo —repuso Ciro Smith—, creo que en un caso urgente no habría que vacilar en fiarse del
Buenaventura,
hasta para una travesía larga; pero ya sabe que le vería partir con disgusto para la isla Tabor, pues nada le obliga a ir.

—Me gusta conocer a mis vecinos —repuso Pencroff, que se obstinaba en llevar a cabo su idea—. La isla Tabor es nuestra vecina, no tenemos otra. La cortesía exige que se vaya al menos una vez a hacer una visita.

—¡Caramba! —exclamó Gedeón Spilett—. ¡Nuestro amigo Pencroff, esclavo de las conveniencias sociales!

—No soy esclavo de nada —repuso el marino, a quien la oposición del ingeniero le incomodaba un poco, pero que no quería disgustarlo.

—Piense, Pencroff —contestó Ciro Smith—, que no puede ir solo a la isla Tabor.

—Un compañero me basta.

—Bueno —repuso el ingeniero—. ¿Quiere usted correr el riesgo de privar a la isla Lincoln de dos colonos de cinco que tiene?

—Tiene seis —repuso Pencroff—; olvida a
Jup.

—Tiene siete —añadió Nab—, porque
Top
vale como cualquier otro.

—Por otra parte, no hay riesgo, señor Ciro —agregó el marino.

—Es posible, Pencroff, pero repito que es exponerse sin necesidad.

El terco marino no contestó y varió de conversación, decidido, sin embargo, a volver sobre ella en ocasión oportuna.

No sospechaba que iba a ser ayudado por un incidente, que cambiaría en obra de humanidad lo que no era sino un capricho discutible.

Después de haberse mantenido en alta mar, el
Buenaventura
se acercó a la costa, dirigiéndose hacia el puerto del Globo. Era importante examinar los pasos que había entre los bancos de arena y arrecifes, para ponerles balizas en caso de necesidad, pues aquella ensenada debía ser el puerto donde se amarrase el barco. Estaban a media milla de la costa que había sido preciso bordear para ganar espacio contra el viento; la velocidad del
Buenaventura
era entonces muy moderada, porque la brisa, detenida en parte por la tierra alta, apenas hinchaba sus velas, y el mar, terso como un espejo, no se rizaba sino al soplo de rachas que pasaban caprichosamente.

Harbert, que estaba a proa para indicar el camino que habían de seguir entre los arrecifes y los bancos de arena, exclamó:

—¡Orza, Pencroff, orza!

—¿Qué pasa? —preguntó el marino, levantándose—. ¿Una roca?

—No... Espera... —dijo Harbert—. No veo bien... Orza más... Bueno... Llega un poco...

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