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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La Maldicion de la Espada Negra (17 page)

Elric cerró los ojos e inspiró profundamente.

—Que duermas bien, mi señor —le dijo ella suavemente. Con ojos llorosos y la expresión triste, se tendió a su lado. No recibió con beneplácito la mañana.

EPILOGO Al rescate de Tanelorn...

En el que conocemos más aventuras de Rackhir, el Arquero Rojo, y otros héroes y lugares con los que Elric se ha topado en lo que él gusta considerar como sus sueños...

Más allá del ominoso bosque de Troos, frondoso y verde como el cristal, bien al norte, desconocido en Baksahan, Elwher y cualquier otra ciudad de los Reinos Jóvenes, en las lindes cambiantes del Desierto de los Suspiros, se alzaba Tanelorn, la solitaria, la ciudad del tiempo pasado, amada por aquellos a quienes cobijaba.

Tanelorn poseía la peculiar particularidad de dar la bienvenida y albergar al viajero. A sus calles pacíficas y sus casas bajas acudían los solitarios, los salvajes, los brutales, los atormentados, que en Tanelorn encontraban descanso.

La mayoría de los viajeros atribulados que moraban en la pacífica Tanelorn se habían librado de las promesas hechas a los Señores del Caos que, en su calidad de dioses, se interesaban bastante en las vicisitudes de los hombres. Ocurrió entonces que estos mismos Señores llegaron a detestar la remota ciudad de Tanelorn y decidieron, una vez más, actuar en contra de ella.

Ordenaron a uno de los suyos (en aquel momento no podían enviar a más), el Señor Narjhan, para que viajara a Nadsokor, la Ciudad de los Pordioseros, que abrigaba contra Tanelorn una antigua inquina, y una vez allí, reuniera un ejército que atacara a la indefensa Tanelorn y destruyera la ciudad y a todos sus habitantes. Así lo hizo Narjhan; armó a su ejército de harapientos y les hizo muchas promesas.

Después, como una marea feroz, la chusma de pordioseros partió para destruir Tanelorn y matar a sus habitantes. Un enorme torrente de hombres y mujeres andrajosos, ciegos, lisiados y sostenidos por muletas, fueron avanzando poco a poco, ominosos e implacables, en dirección al norte, hacia el Desierto de los Suspiros.

En Tanelorn vivía Rackhir, el Arquero Rojo, proveniente de las tierras orientales, situadas más allá del Desierto de los Suspiros y del Erial de los Sollozos. Rackhir había nacido para ser Sacerdote Guerrero, siervo de los Señores del Caos, pero había abandonado esta vida para dedicarse a tareas más tranquilas, como el robo y el estudio. Era un hombre de duras facciones, cubierto de cicatrices, con una nariz descarnada, ojos hundidos, boca de finos labios y barba rala. Se cubría la cabeza con un casquete rojo, decorado con una pluma de halcón; vestía un coleto rojo muy ajustado y sujeto con un cinturón, calzones rojos y botas del mismo color. Daba la impresión de que toda su sangre hubiera teñido su vestimenta dejándolo a él exangüe. No obstante, se sentía feliz en Tanelorn, la ciudad que hacía feliz a todos los hombres como él; Rackhir tenía además la sensación de que allí moriría si es que los hombres morían en esa ciudad, pues no sabía si era así.

Un día, vio a Brut de Lashmar, noble corpulento, de rubia cabellera y mala fama, trasponer la puerta de la muralla de la ciudad de la paz, montado en su caballo. El arnés plateado y los arreos de Brut aparecían sucios, llevaba la capa amarilla hecha jirones, y su sombrero de ala ancha era un amasijo. Cuando hubo entrado en la plaza de la ciudad, una pequeña multitud se arremolinó en torno a él. Fue entonces cuando anunció las noticias que traía.

—Los pordioseros de Nadsokor avanzan a miles sobre nuestra Tanelorn — dijo—, y los conduce Narjhan del Caos.

Los hombres de Tanelorn eran todos soldados, buenos en su mayoría, y además, eran guerreros confiados, pero escasos de número. Una horda de pordioseros, conducida por un ser como Narjahn, podía destruir Tanelorn.

—¿Hemos de abandonar Tanelorn, entonces? —inquirió Uroch de Nieva, un joven inútil y borrachín.

—Le debemos demasiado a esta ciudad como para abandonarla —dijo Rackhir—. Deberíamos defenderla..., por su bien y el nuestro, porque jamás volverá a existir otra como ella.

Brut se inclinó hacia adelante en la silla de montar y dijo:

—En principio, estoy de acuerdo contigo, Arquero Rojo. Pero los principios no bastan si no van acompañados de hechos. ¿Cómo sugieres que defendamos del sitio y de los poderes del Caos a esta ciudad de murallas bajas?

—Necesitaremos ayuda —repuso Rackhir—, si fuera preciso, de tipo sobrenatural.

—¿Crees que los Señores Grises nos ayudarían?

Zas, el Manco, era quien formulaba la pregunta. Se trataba de un viejo vagabundo raído que en cierta ocasión había logrado ganar un trono para perderlo después.

—¡Sí, los Señores Grises! —corearon varias voces esperanzadas.

—¿Quiénes son los Señores Grises? —preguntó Uroch, pero nadie le oyó.

—No suelen ayudar a nadie —reconoció Zas, el Manco—, pero dado que Tanelorn no se encuentra sometida ni a las Fuerzas del Orden ni a los Señores del Caos, seguramente les saldrá a cuenta preservarla de la destrucción. Al fin y al cabo, ellos tampoco le son fieles a nada.

—Voto porque busquemos la ayuda de los Señores Grises —dijo Brut—. ¿Qué decís vosotros?

Después que todos hubieron manifestado su acuerdo, se produjo un silencio cuando los allí presentes cayeron en la cuenta de que no conocían ningún medio para ponerse en contacto con aquellos seres misteriosos e indiferentes. Finalmente, fue Zas quien manifestó en palabras este hecho.

—Conozco a un vidente..., un ermitaño que vive en el Desierto de los Suspiros. Quizá él pueda ayudamos.

—Creo que, después de todo, no deberíamos perder el tiempo buscando ayudas sobrenaturales contra esa chusma de harapientos —dijo Uroch—. Preparémonos para resistir al ataque con medios físicos.

—Olvidas —le dijo Brut con tono fatigado—, que los conduce Narjhan del Caos. No es humano, y cuenta con el apoyo de todas las fuerzas del Caos. Sabemos que los Señores Grises no están comprometidos ni con el Orden ni con el Caos, pese a lo cual, algunas veces auxilian a uno u otro bando, según les plazca. Son nuestra única posibilidad.

—¿Por qué no pedir auxilio a las Fuerzas del Orden, enemigas acérrimas del Caos y mucho más poderosas que los Señores Grises? —preguntó Uroc.

—Porque Tanelorn es una ciudad que no le debe lealtad a ninguna de las dos partes —repuso Zas—. Todos nosotros somos hombres y mujeres que hemos roto nuestro compromiso con el Caos, pero que no hemos establecido ningún otro con el Orden. En situaciones como ésta, las Fuerzas del Orden sólo ayudarán a quienes les han jurado obediencia. Los Señores Grises son los únicos que podrán protegernos, si lo desean.

—Iré a buscar a mi vidente —anunció Rackhir, el Arquero Rojo—, y si sabe cómo puedo llegar al Dominio de los Señores Grises, entonces me dirigiré hacia allí directamente, porque no tenemos tiempo que perder. Si logro dar con ellos y conseguir su ayuda, no tardaréis en enteraros. Si no lo logro, deberéis morir defendiendo a Tanelorn, y si vivo, me uniré a vosotros en esa última batalla.

—Está bien —dijo Brut—, vete ya, Arquero Rojo. Que sea una de tus flechas quien mida tu velocidad.

Llevándose consigo poco más que el arco de hueso y el carcaj repleto de flechas con plumas escarlata, Rackhir partió en dirección al Desierto de los Suspiros.

Desde Nadsokor, al suroeste de la tierra de Vilmir, pasando por el escuálido país de Org donde se encuentra el horrible bosque de Troos, la horda de pordioseros dejó tras de sí un reguero de fuego y horror negro; insolente y desdeñoso con aquellos mendigos, a pesar de encontrarse al frente de ellos, cabalgaba un ser vestido con una armadura completamente negra, un ser que poseía una voz que sonaba hueca en el interior del yelmo. La gente huía al verlos llegar, y dejaban yerma toda la tierra por donde pasaban. La gran mayoría sabía lo que había ocurrido, que contradiciendo sus tradiciones de siglos, los ciudadanos mendigos de Nadsokor habían salido de su ciudad con la fuerza del vómito para convertirse en una horda salvaje y amenazadora. Alguien los había armado, alguien los había guiado hacia el norte y el oeste, en dirección al Desierto de los Suspiros. Pero ¿quién los guiaba? La gente corriente lo ignoraba. ¿Y por qué se dirigían hacia el Desierto de los Suspiros? Más allá de Karlaak, ciudad que habían rodeado, no había ya poblados, sólo el Desierto de los Suspiros, y más allá aún, se extendía el confín del mundo. ¿Era aquélla su meta? ¿Acaso iban en busca de su propia destrucción cual si se tratara de una manada de lemingos? Era lo que todo el mundo esperaba, pues mucho era el odio que inspiraba aquella horrible horda.

Rackhir cruzó al galope el afligido viento del Desierto de los Suspiros, protegiéndose el rostro y los ojos de la arena que se arremolinaba por todas partes. Había cabalgado durante un día entero y tenía sed. A lo lejos divisó por fin las rocas que buscaba.

Llegó a ellas y tratando de imponerse al sonido del viento, gritó:

—¡Lamsar!

El ermitaño acudió al llamado de Rackhir. Estaba vestido con cueros aceitados a los que se adhería la arena. Llevaba la barba incrustada de arena y su piel parecía haber adoptado el color y la textura del desierto. De inmediato reconoció a Rackhir por su vestimenta, le hizo señas de que entrara en la cueva, y desapareció en su interior. Rackhir desmontó, condujo a su caballo hasta la entrada de la cueva y entró.

—Bienvenido seas, Arquero Rojo —le dijo Lamsar, sentado en una roca plana—. Percibo por la forma en que te mueves que deseas información y que tu misión es urgente.

—Lamsar, necesito la ayuda de los Señores Grises —le dijo Rackhir.

El ermitaño sonrió. Su sonrisa fue como una fisura repentina en una roca.

—El hecho de que te hayas arriesgado a trasponer los Cinco Portales indica que tu misión ha de ser importante. Te diré cómo llegar hasta los Señores Grises, pero el camino es difícil.

—Estoy dispuesto a recorrerlo —repuso Rackhir—, pues Tanelorn está en peligro y los Señores Grises podrían ayudarla.

—Entonces habrás de trasponer el Primer Portal, que se encuentra en nuestra dimensión. Te ayudaré a encontrarlo.

—¿Qué he de hacer después?

—Tendrás que trasponer los cinco portales. Cada uno de ellos conduce a un reino que se halla más allá y dentro de nuestra propia dimensión. En cada uno de esos reinos habrás de hablar con sus moradores. Algunos son amigos de los hombres, otros no lo son, pero todos han de contestarte cuando les preguntes: «¿Dónde se encuentra el siguiente Portal?». Pero ten en cuenta que algunos intentarán impedirte que lo traspongas. El último portal conduce al Dominio de los Señores Grises.

—¿Y dónde está el primer portal?

—En cualquier parte de este reino. Voy a buscártelo ahora mismo.

Lamsar se dispuso para la meditación, y Rackhir, que había esperado que el anciano realizara algún llamativo milagro, se sintió decepcionado.

Transcurrieron varias horas y finalmente, Lamsar dijo:

—El portal está ahí fuera. Memoriza bien esto: Si X es igual al espíritu de la humanidad, entonces la combinación de los dos ha de tener un poder doble, por lo tanto, el espíritu de la humanidad contiene siempre el poder de dominarse a sí mismo.

—Extraña ecuación —dijo Rackhir.

—Es verdad, pero memorízala y medita su contenido, que luego nos pondremos en marcha.

—¿Acaso vendrás tú también?

—Creo que sí.

El ermitaño era viejo. Rackhir no quería que lo acompañase. Pero sabía que sus conocimientos podrían resultarle muy útiles, de modo que aceptó sin protestar. Pensó en la ecuación y al hacerlo, notó que su mente brillaba y se difuminaba hasta hacerle entrar en una especie de trance en el que sus fuerzas parecían mucho mayores, tanto las físicas como las mentales. El ermitaño se puso en pie y Rackhir lo siguió. Salieron de la cueva y en lugar de encontrarse en el Desierto de los Suspiros, ante ellos se alzó una nube iluminada por una luz azul y rielante; cuando la atravesaron, se encontraron en las estribaciones de una cadena montañosa no muy elevada, y más abajo, en un valle, vieron unas cuantas aldeas. Las aldeas estaban distribuidas de un modo extraño; las casas se encontraban colocadas en un amplio círculo alrededor de un enorme anfiteatro en cuyo centro había un estrado circular.

—Será interesante saber por qué estas aldeas están dispuestas de ese modo —dijo Lamsar cuando comenzaron a bajar hacia el valle.

Cuando llegaron al valle y se acercaron a una de las aldeas, la gente salió a su encuentro bailando alegremente. Se detuvieron delante de Rackhir y Lamsar y, saltando de pie en pie mientras los saludaba, el jefe del grupo les habló.

—Se nota que sois forasteros..., os damos la bienvenida y podéis disponer de todo lo que tenemos, comida, alojamiento y diversiones.

Los dos hombres le dieron las gracias y lo acompañaron a la aldea circular. El anfiteatro estaba hecho de barro y parecía haber sido cavado en el suelo a cuyo alrededor se elevaban las casas. El jefe de los aldeanos los llevó a su casa y les ofreció comida.

—Habéis llegado en un momento de descanso —les dijo—, pero no temáis, las cosas volverán pronto a su curso. Me llamo Yerleroo.

—Buscamos el siguiente Portal —le anunció Lamsar, respetuoso—, y nuestra misión es urgente. Debéis perdonarnos pero no podemos quedarnos aquí mucho tiempo.

—Vamos —dijo Yerleroo—, todo está a punto de comenzar. Nos veréis en nuestro mejor momento y debéis acompañarnos.

Los aldeanos se habían reunido en el anfiteatro, alrededor de la plataforma central. La mayoría tenía la piel y el pelo claros y todos sonreían y estaban alegres, pero había unos cuantos que pertenecían a otra raza, pues eran morenos, de negros cabellos y no se les veía tan contentos.

Presintiendo algo ominoso en lo que veía, Rackhir formuló la pregunta sin ningún preámbulo:

—¿Dónde está el siguiente Portal?

Yerleroo vaciló, movió la boca, luego sonrió y repuso:

—Donde confluyen los vientos.

—Eso no es una respuesta —declaró Rackhir, enfadado.

—Sí que lo es —le dijo Lamsar en voz baja—. Una respuesta justa.

—Y ahora a bailar —dijo Yerleroo—. Primero veréis cómo bailamos nosotros y luego deberéis uniros a nosotros.

—¿Bailar? —inquirió Rackhir, deseando haber llevado una espada o por lo menos una daga.

—Sí..., os gustará. A todo el mundo le gusta. Verás que te hace bien.

—¿Y si no deseáramos bailar?

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